Aunque la escritura de V.S. Naipaul responde a una tradición metropolitana, su desdoblamiento abarca una extensión enorme del Tercer Mundo: Asia, África, América Latina. Sin descuidar la complejidad de esta escritura, quisiera reflexionar en torno a la mirada que traza sobre Latinoamérica.
Una de las características de la escritura literaria de Naipaul es su minuciosidad descriptiva. Posible, y necesariamente, para separar una cosa de otra, para distinguir, en medio de la confusión de lenguas, tradiciones, memorias, sea imprescindible describir, como un forense, como un escritor policial. Esa es indudablemente una de las claves de lectura de Naipaul: es un escritor de novelas policiales. Pero en lugar de limitar su escritura a la persecución de un crimen, a un asesinato, Naipaul describe, acecha sobre los dilemas éticos, los extrañamientos morales, la degradación de la virtud y la victoria del vicio. Visto bien, es un escritor anglosajón de una estirpe que se remonta a Shakespeare, a Hamlet, a Macbeth, al Rey Lear. Lo que trata Naipaul en sus obras se refiere básicamente a una búsqueda de claridad intelectual. Sólo la claridad intelectual nos purifica, pero el camino para llegar allí debe atravesar la ironía, el asco, y por supuesto, la ira.
También se podría decir que Naipaul, considerado por un crítico como un nihilista enardecido, como un energúmeno, es semejante a un médico, a un Céline que, en lugar de nacer en Europa, naciera en África. La dificultad de Naipaul, su estrecha, íntima enfermedad, es la de conocer todos los instrumentos de la inteligencia, pero en lugar de usarlos para celebrar o cultivar la inteligencia por sí misma, Naipaul se dedica a pintar, a contar, a diseccionar el mundo colonial, el mundo subdesarrollado, el Tercer Mundo: un territorio de difícil caracterización, el espacio al que se fugó Rimbaud buscando ser negro. Salvo que leyendo a Naipaul uno presiente que nos encontramos a un negro que quiere ser Rimbaud.
África, Asia y América Latina han sido -durante cinco siglos- una invención de Europa. La enorme tragedia de estos mundos proviene de dos fuentes: la fuerza, el vigor, la violencia de Europa; la debilidad, la superstición, la -a veces- temprana decrepitud de estos mundos. Era Rabinandrath Tagore quien, lejos de justificar el colonialismo, le decía a Gandhi que los ingleses sólo pudieron conquistar la India porque había algo podrido en la India. Había algo podrido en África, y Naipaul sabe percibirlo y se tapa la nariz. Lo mismo que hace cuando percibe la fetidez en la India o en Argentina.
Naipaul escribe Un Estado libre (1971) y Un recodo en el río (1979) que describen sus impresiones, dolorosas, profundas, analíticas, sobre África, sobre las incipientes y tortuosas repúblicas africanas. Sin embargo, la mirada sobre el atraso en el que malvive el mundo colonial se encuentra ya trazado en Una casa para el señor Biswas (1961). En esta novela Naipaul reconstruye la cultura hindú, pero sólo para que el héroe de la novela termine por abandonarla y abrace la cultura europea, las enseñanzas de Inglaterra. Aunque la novela tiene como escenario la isla de Trinidad, frente a las costas de Venezuela, apenas si existe conciencia de pertenecer al Caribe y a Latinoamérica. Una casa para el señor Biswas es la primera visión que tiene Naipaul del conflicto entre la cultura de India y la otra, vencedora, de Inglaterra. Pero sólo en una de sus últimas novelas, Naipaul articula un mundo y otro: en Media vida (2001) el personaje nace en la India, a los veinte años se marcha a Londres a estudiar, en donde pasa cuatro o cinco años, para finalmente vivir en un país africano durante veinte años. Como es notorio, la geografía de Naipaul, la India, África, Inglaterra, resulta un preludio de las mezclas, a veces dolorosas, que tienen lugar en nuestros días.
Podría decirse que Naipaul es una nueva especie de explorador del Trópico. Como Conrad, con el cual se le compara, Naipaul no obstante lleva mucho más lejos el gesto de Conrad. Ya no es un polaco que navega hacia la colonia belga; es una especie de descastado, un hindú trasplantado a suelo latinoamericano que, educado por Inglaterra, navega y camina y observa las ruinas del imperialismo europeo, los traumas y heridas de cinco siglos de colonialismo. Su mirada sobre la India es negativa, lo mismo que su mirada sobre el Congo o Mozambique –los escenarios de sus novelas, que no obstante no llega a nombrar. La mirada que tiene sobre estos territorios es similar a la que da forma a Latinoamérica. De tal manera que, si leemos, por ejemplo, Un recodo en el río, en donde uno intuye que habla de El Congo, bien podríamos creer que está hablando de la Venezuela de nuestros días. El retrato casi se podría trasladar a Latinoamérica, con apenas unos cuantos retoques.
A diferencia de otros escritores latinoamericanos que fundaron su estética en la celebración del disparate y la magia, o en la elaboración de chistes intelectuales –que, según Naipaul, serían las historias de Borges- Naipaul persigue, como decía antes, la claridad del historiador. La llaneza de Heródoto, con la diferencia de que Naipaul no cree en la fuente de la juventud o en El Dorado. La prosa de Naipaul es una acusación constante en torno a los muertos, las mentiras, la negligencia, la ambición sin límites. Verbigracia, La pérdida de El Dorado (1969). El conquistador Fernando Berrio y Sir Walter Raleigh, los buscadores de El Dorado, hacen morir a sus hombres, destrozan a los indios, mienten para no quedar como idiotas. Raleigh rapta a un mestizo y se lo lleva a Inglaterra: se supone que Don José es uno de los habitantes de El Dorado. Muerto Raleigh, Don José, que ha nacido en la Nueva Granada, actual Colombia, tiene con un religioso el siguiente diálogo:
Fray Simón dijo:
- Has cruzado el océano dos veces y estás de vuelta en Nueva Granada, en la misma ciudad en la que naciste. No te has perdido. Los barcos siempre sabían a dónde ir. Acordándote del enorme miedo que solías tener al océano ¿qué piensas ahora?
- He pensado mucho en eso. Y creo, padre, que la diferencia entre nosotros, que somos indios o medio indios, y la gente como los españoles, los ingleses y los holandeses y los franceses, gentes que saben cómo ir adónde van, es que para ellos el mundo es un lugar más seguro.
Don José, el medio indio americano, es un ser melancólico; su reflexión final nos habla sobre su condición semi-esclava; es un ser enfermo de relegamiento, de lo que Naipaul llama, en cierto momento, parasitismo. La suerte del parásito, la vida del parásito es silenciosa, inadvertida; la ciudad secundaria, aquella que se ve y conoce en el Argel de La Batalla de Argel (1966); aquella de la que habla Franz Fanon, sin leyes ni perspectivas, un buen día o un día cualquiera, como los parásitos, se vuelve virulenta. Explota. La violencia de los hombres colonizados -decía Fanon-, su inclinación al crimen proviene del deseo que les produce la ciudad colonial, la ciudad europea. Esa idea.
En El Retorno de Eva Perón, Naipaul traza el retrato más inmisericorde que se pueda leer sobre Argentina. Su insidia, su lucidez, sólo es comparable a la de un escritor que Borges despreciaba y sobre el que escribe Ricardo Piglia: Roberto Arlt. Superficialmente Rodolfo Walsh podría comprarse con Naipaul, por sus crónicas sobre una serie de crímenes que tienen lugar en la Argentina posterior al primer peronismo. Pero la medida de Naipaul se encuentra prevista en El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), Los lanzallamas (1931), obras que Arlt escribe entre las dos guerras mundiales, y que lo convierten en el mejor escritor vivo de ese momento. La pobreza en todas sus formas: material, intelectual, moral, sexual, ya fue vislumbrada por la angustiada carrera de Arlt. Una pobreza que ofende la inteligencia y que desemboca en la explosión nihilista. Naipaul trata sobre lo mismo: Buenos Aires se hunde. En realidad, es una ciudad sumergida, ahogada en arena, en sangre. Buenos Aires, la metrópoli sudamericana, ciudad luz de los descastados, es una fachada de la soberbia que acompaña a la humillación. En la ramplonería que ofende la inteligencia de Naipaul y que Eva Perón esgrime como el fundamento de su filosofía, se concentra parte de la tragedia del continente:
«Recuerdo muy bien que estuve muchos días triste», escribió en 1952 Eva Perón, en La razón de mi vida, «cuando me enteré de que en el mundo había pobres y había ricos; y lo extraño es que no me doliese tanto la existencia de los pobres como el saber que al mismo tiempo había ricos». Fue la base de su acción política (comenta Naipaul). Predicaba un odio y un amor sencillos. Odio a los ricos: «¿Debemos incendiar el Barrio Norte?», «¿Tengo que darles fuego?». Y amor al pueblo: utilizaba esta palabra una y otra vez, y la convirtió en parte integrante del vocabulario peronista. Exigía tributo a todos para la Fundación Eva Perón; y permanecía hasta las tres, las cuatro o las cinco de la madrugada en el Ministerio de Trabajo, regalando dinero de la fundación a los suplicantes, dispensando una justicia personal. Ésta era su «labor»: una visión infantil del poder, la justicia y la venganza.
En este trópico desmesurado, en el que el calor pareciera consumir los frutos de manera vertiginosa, de tal suerte que su dulzura dura poco para luego corromperse, Naipaul juega una especie de duelo, se enfrenta al escenario, a los personajes, a las historias sin hacer ninguna concesión. Como el Bosco, Naipaul ha sabido pintar la locura y la estupidez y la debilidad de este continente. Su obra, como la de Diógenes Paredes, es el testimonio de la fealdad de un mundo.