Detrás de la agenda climática, convertida en los últimos años en «catastrofismo» climático, se libra una auténtica guerra geoeconómica por el control de la energía, los alimentos e incluso del nomos mundial. Mientras que la geopolítica está acostumbrada a analizar el juego de las potencias y la configuración de las relaciones de poder, resulta curiosamente más difícil admitir la naturaleza de esta guerra y definir los contornos de un nuevo imperialismo cuyas manifestaciones son más sutiles e insidiosas. El uso de la dimensión inmaterial en este conflicto, en este caso las percepciones, la información, el conocimiento y los modos en que se construye, es fundamental para comprender este anacronismo.

Geoeconomía y geopolítica

La geopolítica y la estrategia se han construido a partir del estudio de las prácticas desarrolladas por las naciones para apropiarse de su entorno y configurar el orden político. Desde las conquistas territoriales del Nuevo Mundo hasta la política de cañoneras de la Doctrina Monroe, pasando por el cambio de régimen y la dependencia financiera, estas estrategias de guerra económica, desde las más coercitivas hasta las menos coercitivas, se han ramificado hasta nuestros días.

A principios de siglo, la retirada del monopolio del poder occidental y la modificación del entorno estratégico obligaron a revisar el enfoque ofensivo. La cruzada contra el terrorismo tras los atentados de 2001 se utilizó como cortina de humo para ocultar ciertas intenciones geoeconómicas, de forma similar a la lucha anticomunista (y anticapitalista) durante la Guerra Fría. Más recientemente, la «guerra por el ámbito social» (o political warfare), enunciado por George Kennan en 1948, se volvió una forma más sistemática de incidir en los pliegos internos de una sociedad, en sus percepciones, modelos y estructuras de decisiones. Esta gestualidad ofensiva, aunque debe manejarse con cuidado y no debe invocarse dogmáticamente en los conflictos, es visible en el telón de fondo de la guerra ruso-ucraniana, tanto del lado ruso como estadounidense.

Una de las diversas formas de globalización ofensiva

La guerra climática forma parte de este esquema. Es singular porque lo que está en juego no es la competencia por el control del espacio atmosférico (espacio aéreo) o por la explotación de un recurso material contenido en la atmósfera. Su finalidad es sobre todo mental y política, en la medida en que pretende ante todo modificar la relación con el ambiente, es decir, cambiar las reglas que rigen el desarrollo y el uso de los combustibles fósiles mediante una redefinición moral, jurídica y política de la relación con la energía y, al hacerlo, con la matriz sociotécnica. Su finalidad es, por tanto, tanto geoeconómica como geopolítica, siendo uno de sus objetivos la modificación de determinadas variables del orden mundial y del contrato social. Este marco hace de la guerra climática un conflicto sistémico y una de las formas de uso ofensivo de la globalización, del mismo modo que lo es la globalización contrahegemónica del duopolio ruso-chino, el liberalismo anglosajón, el nacionalismo expansivo de la India o el proselitismo de la Hermandad musulmana.

Un arma cognitiva

La estrategia de la guerra climática se apoya principalmente en una palanca cognitiva: la creación artificial de una amenaza climática, entendida en el sentido schmittiano y hobbesiano de creación de un enemigo y de un peligro existencial. Que la amenaza sea científicamente fundada o no, real o ficticia, experimentada o percibida, en todos los casos debe apoyarse en un flujo de percepciones y conocimientos producidos en el marco de una institución capaz de legitimar los conocimientos. Esta institución legitimadora es un concepto medular en el pensamiento de Edward Bernays. En este sentido, el IPCC, órgano oficial de expertise científico sobre el clima, es el principal centro de gravedad cognitivo, aunque esta red institucional se ha ramificado considerablemente para incluir una red de actores que propagan esta base de conocimientos validados.

Históricamente, esa influencia se ha injertado en el cuerpo social gracias al auge de una nueva sensibilidad cultural vinculada a la crítica de la sociedad industrial y de la relación entre la humanidad y la biosfera que surgió1 en los años sesenta en el mundo occidental, con pensadores como Lynn White, Arne Naess, Konrad Lorenz, Felix Guattari y Hans Jonas. De la amenaza climática certificada por el seudo-consenso científico surge así una agenda transformadora de las conductas individuales y colectivas, el primer término de la ecuación permitiendo encubrir el propósito ofensivo del segundo. En 1996, el segundo informe del IPCC confirmó claramente el origen antropogénico del cambio climático, afirmación que ha tendido a afianzarse aún más después. Además, una guerra informacional reforzó rápidamente las posiciones adoptadas, neutralizando las posturas críticas o disidentes.

La agenda mundial

El segundo motor estratégico es la red civil y político-institucional necesaria para crear una agenda de reformas desde el ámbito local hasta el global. Los inicios de esta agenda se remontan a 1971, cuando se preparó el informe los Límites del Crecimiento del Club de Roma, que condujo a la primera Cumbre de la Tierra en Estocolmo. El proceso fue dirigido por el influyente Maurice Strong2, un hombre ubicado en la encrucijada de los círculos estratégicos y petroleros norteamericanos. Esta conferencia estructuró gradualmente una política medioambiental en el seno de la ONU que poco a poco evolucionó hasta convertirse en la arquitectura de la regulación climática contemporánea.

Por el lado civil, en los años setenta se crearon las organizaciones civiles Amigos de la Tierra y Greenpeace. Al mismo tiempo, la microinformática surgía como síntesis de otros movimientos científicos que combinaban las matemáticas, la cibernética, la comunicación y la psicología del comportamiento. La revolución informática, que apoyó rápidamente los primeros modelos matemáticos del clima, fue el germen de una tercera revolución industrial. El neoliberalismo nació también en la misma época, en un contexto de proyección ofensiva del nacionalismo económico estadounidense (Foro Económico Mundial en 1971, Comisión Trilateral en 1973).

El blanqueamiento del conflicto

El considerable éxito de este proyecto cincuenta años después de su lanzamiento señala un aspecto central de las guerras que se libran en el ámbito cognitivo. Para perdurar, se debe borrar las huellas de su proyecto ofensivo y blanquear cualquier propósito inconfesable tras una lente opaca y distorsionadora. Por tanto, la amenaza climática debe estar envuelta en un consenso científico (o seudo-científico) lo más amplio posible, y las verdades científicas deben ser fabricadas cuando sea necesario. El climatologismo ofensivo ha seguido precisamente esta hoja de ruta. Destacaremos brevemente algunos puntos en relación con el contenido polémico y científico que se expresa oficialmente.

Desde los años 1970 se ha producido una sucesión de relatos relativamente contradictorios. El anuncio de un periodo de enfriamiento climático fue seguido sucesivamente del gran riesgo de lluvia ácida, después del agujero en la capa de ozono y, por último, del inicio de un periodo de calentamiento global. Desde 2010, la narrativa se ha polarizado hacia la idea de un cambio climático vinculado esencialmente a la explotación del carbono fósil, para evolucionar una década más tarde hacia un catastrofismo más pronunciado.

Desde un punto de vista científico, una serie de estudios3 -que naturalmente han sido contradichos y se han visto envueltos en una intensa batalla polémica- señalan una serie de hechos evidentes. El CO2 atmosférico no es un gas de efecto invernadero significativo. No existe ninguna correlación entre el aumento del CO2 atmosférico y la variación de la temperatura atmosférica observada (la relación es válida al revés, la concentración de CO2 se correlaciona con la evolución de la temperatura). Dependiendo del periodo estudiado, se han observado tendencias hacia temperaturas medias más cálidas o frías, pero éstas no están correlacionadas con el despegue de la actividad industrial en el siglo XIX, ni con la actividad humana.

Los principales indicadores climáticos -temperaturas de la superficie terrestre y oceánica, extensión de los casquetes polares, nivel medio del mar, precipitaciones y frecuencia de fenómenos extremos- no muestran estadísticas anómalas4. Además, no existe un verdadero consenso científico sobre las alteraciones climáticas, y menos aún sobre sus posibles causas antropogénicas y su modelización. El corolario de estas observaciones es que el colosal esfuerzo de descarbonización emprendido en el marco de la transición ecoindustrial5 no tiene impactos positivos sobre el clima (aunque pueda tenerlo en otros ámbitos, como el consumo de materia).

La guardia informacional

En términos absolutos, estos argumentos científicos no son difíciles de demostrar. Sin embargo, en la práctica sí lo son, dadas las creencias y la profundidad de la dimensión polémica y los mecanismos de contrainformación que la rodean. De hecho, las maniobras ofensivas o defensivas que se dan en el frente informacional brindan más pistas sobre el proyecto conflictivo subyacente. En los últimos años, a medida que la narrativa principal ha ido avanzando hacia el catastrofismo actual, el nivel de hostilidad hacia las voces críticas con el consenso climático ha empeorado.

El «escepticismo climático» y el «negacionismo climático» se han convertido en los estigmas de una censura cultural que adopta la preocupante forma de un verdadero complejo de censura informacional6. Esta última se basa en una exclusión más sistemática de la información y de las voces científicas disidentes. Está llevado a cabo por un ecosistema mediático muy amplio y por actores científicos afiliados al sistema o a la narrativa de la ONU. También en este caso, la censura se implementa hábilmente bajo el pretexto de una mayor amenaza informacional (desinformación). Por último, la alteración de los datos brutos de las agencias climáticas internacionales se ha hecho más evidente en los últimos años. En 2001, la curva de temperatura del «palo de hockey» ya había sentado un precedente en cuanto a manipulación fraudulenta. Este desvío continúa a buen ritmo, con la alteración de las redes de medición meteorológica y un establishment climático que está produciendo un flujo de conocimiento sostenido literalmente por la seudociencia.

Otros poderes están contribuyendo a este confinamiento informacional. A pesar de cierta oposición de sectores realistas y soberanistas, que incluyen a pequeños y medianos productores agrícolas, Europa es totalmente dependiente del europeísmo, ligado al proyecto atlantista norteamericano. China sigue aumentando su consumo de combustibles fósiles7, al tiempo que demuestra su compromiso con el proyecto de una «comunidad mundial» en armonía con el medio ambiente. Participa en las negociaciones de la ONU sobre el clima, jugando la carta del cerco económico de la nueva matriz industrial que se desarrolla en los sectores de las energías renovables y las nuevas tecnologías.

¿Tren fantasma o nueva batalla geopolítica?

¿El tren fantasma lanzado por la transición climática hace imposible reconsiderar o dar marcha atrás en las reformas energéticas? ¿El nuevo tipo de neoimperialismo, que apunta tanto a la matriz interna de los países occidentales como a la de los países periféricos, ha triunfado irreversiblemente en su juego de manos sobre la energía y la reorientación de la matriz productiva? Difícil determinarlo. Lo cierto es que el control de esta superestructura dista mucho de ser completo por el momento, y varias líneas de falla están socavando seriamente su iniciativa.

En primer lugar, la conciencia del engaño climático es cada vez mayor, gracias sobre todo al dinamismo de la sociedad civil, mucha de la cual va en la dirección equivocada cuando se trata de hacer campaña por la justicia socioambiental. Esta toma de conciencia es más clara en los Estados Unidos y en los países en desarrollo, expuestos a las manifestaciones autoritarias de la maniobra (incendios provocados, acaparamiento de tierras, corsé financiero de los organismos internacionales, injerencias gubernamentales, lobbies ecologistas, etc.). El aumento mundial de la censura refleja una preocupación creciente por amordazar a la oposición. En segundo lugar, es lógico pensar que cada vez será más difícil mantener una realidad virtual desfasada con respecto a la evolución física y biológica del entorno, a menos que se crea artificialmente la destrucción de la biosfera. Esta tentación existe, y observamos que las fronteras entre la guerrilla climática y el ecoterrorismo8 se están moviendo.

Mientras tanto, conviene acercar las corrientes de pensamiento sobre geopolítica, geoeconomía y guerra cognitiva, para no dejarse engañar por una guerra que no quiere pronunciar su nombre.

Notas

1 Daniel Dory. ¿Ecoterrorismo? Comprender y evaluar la amenaza. Les Cahiers de liberté politique, n°1, marzo de 2023.
2 Thibault Kerlirzin. La influencia de los lobbies ecologistas. Fundación Identidad y Democracia, enero de 2022.
3 Véase la declaración «No hay emergencia climática» firmada en 2023 por casi 2.000 científicos; o la declaración anterior de 1997 apoyada por cerca de 30.000 científicos estadounidenses.
4 Informe La visión congelada del clima en el IPCC. Fundación Clintel, septiembre de 2023.
5 Para 2023, la ONU habla de una inversión necesaria del 15% del PBI mundial.
6 François Soulard. La nueva cara del control de los medios y de la información en las democracias.
7 Annual CO₂ emissions. Our World in Data.
8 Daniel Dory. Una investigación en el crisol de la amenaza ecoterrorista. Abril de 2023.