La Revolución China produjo un cambio fenomenal en la dinámica social de ese legendario país, cuna de una de las civilizaciones más antiguas de la humanidad. Como caracterización objetiva dada por un estudio serio hecho por una instancia del capitalismo, famosa por la calidad de sus productos, la Editorial Salvat —originalmente española, hoy adquirida por el grupo francés Hachette-Matra— afirma en su respetada Enciclopedia (volumen 4, páginas 3,108 y 3,109):
Hasta 1949 [año de la revolución] China fue un país atrasado: el problema alimentario no estaba resuelto, y las epidemias (cólera, peste, paludismo, etc.), eran muy frecuentes. El 75% de las tierras estaba en manos de una oligarquía de grandes terratenientes, no existían comunicaciones modernas y la subordinación al capital extranjero era absoluta. La base de la economía consistía en una agricultura arcaica, totalmente insuficiente para cubrir las necesidades alimenticias mínimas de la población. Esa era la causa de las frecuentes epidemias y de un malestar que, a veces, se traducía en estallidos revolucionarios. Según cálculos de la ONU, la renta per cápita era 5% de la de Francia y la mitad de la de la India. La industria, concentrada en las grandes ciudades, pesaba muy poco en el conjunto nacional. En las fábricas, en 1941, la jornada laboral era de 12 horas y el trabajo de las mujeres y niños legal.
La Larga Marcha, entre 1934 y 1935, que terminaría años después con el triunfo revolucionario de los comunistas chinos —apoyados por una amplísima base social—, con la conducción de Mao Tse Tung, abrió una perspectiva nueva en el gigante asiático, mostrando que, luego de Rusia, la revolución socialista sí era posible. Un país de enormes dimensiones, con la población más grande de todo el mundo, igual que la Rusia zarista 28 años antes, dejaba atrás el capitalismo y el atraso para comenzar a construir una alternativa superadora.
Como se expresó más arriba, el país —parte del mercado capitalista global, pero sumamente atrasado en esa lógica— tenía características más cercanas al feudalismo que a una nación capitalista moderna, con desarrollados procesos industriales. Un campesinado históricamente empobrecido en condiciones de magra subsistencia constituía la amplia mayoría de la población, nunca libre de hambrunas, condenada al analfabetismo y la ignorancia milenaria, cargada de prejuicios y temores. Todo eso empezó a cambiar, y la Revolución de 1949 abrió una nueva sociedad.
Transformar una sociedad como la China en búsqueda de un horizonte socialista, considerando que existía allí una milenaria cultura donde no se podía mirar a los ojos al Emperador —eso puede funcionar como ejemplificadora metáfora de cómo eran las relaciones interhumanas— representaba una tarea ardua, titánica. Sin dudas, no falta de tropiezos, o si se quiere, de enormes tropiezos, tal como fue la Revolución Cultural —proceso que causó más daños que beneficios—, todo lo cual no impidió que, en unos años, se comenzaran a percibir mejoras para las grandes mayorías populares.
«Es mejor ser pobres bajo el socialismo que ricos bajo el capitalismo», había sentenciado Mao Tse Tung durante la Revolución Cultural. Sin dudas, la revolución triunfante de 1949, si bien había comenzado a obtener logros en el campo social, no pudo modificar la situación económica estructural de base: la pobreza rural crónica, incluso las hambrunas, subsistían. Para 1976, año de la muerte de Mao, China era aún un país muy pobre, atrasado tecnológicamente, con una economía básicamente agraria, y con el 80% de su población bajo la línea de pobreza, sobreviviendo con una precaria economía de mantenimiento (arroz y papa).
En el año 1978 asume la dirección nacional Deng Xiaoping quien, sin renunciar a los principios del socialismo, comenzó a introducir importantes reformas en el ámbito económico: aparición de mecanismos de libre mercado, surgimiento de empresas privadas extranjeras y acumulación capitalista, con la aparición posterior de una clase empresarial nacional con innumerables multimillonarios. «Ser rico es glorioso», pudo decir Deng años más tarde. Era proverbial su pragmatismo: «No importa si el gato es blanco o negro; lo importante es que cace ratones». Años después, con el mantenimiento de ese enorme programa de transformaciones económicas, la China cambió profundamente.
Las reformas se han mantenido y profundizado, pero el espíritu socialista —al menos declarado por su dirigencia— no varió. El Partido Comunista —el más grande del planeta, con 90 millones de miembros— sigue conduciendo el país con, aparentemente, un norte bien claro. De hecho, ya hay trazados planes para el siglo XXII, cosa que, seguramente, solo una cultura milenaria como la china —5,000 años de historia— puede hacer, donde el tiempo se mide en ciclos inconmensurables («¿Qué opina de la Revolución Francesa de 1789?», dicen que le preguntaron a Lin Piao, dirigente maoísta. «Es muy prematuro para opinar todavía»).
Según datos del Banco Mundial, para nada sospechoso de posiciones socialistas, entre 1980 y 2010 la tasa de pobreza (ajustada a inflación y poder de compra) se redujo del 80% al 10%, una caída sin precedentes en la historia. Esto significa que 500 millones de personas salieron de la pobreza histórica, fundamentalmente en áreas rurales, dándose un poderoso movimiento de urbanización e industrialización acelerados. Entre 1990 y 2014 el PIB per cápita creció un 730%, mientras el PIB mundial aumentaba solo un 63%. Esto redujo notablemente las diferencias entre China y el resto de los países del globo. En 1990, el PIB chino era un 83% más bajo que el PIB mundial (con un ingreso per cápita promedio de 1,500 dólares anuales frente a 8,800 dólares), pero en 2014 este diferencial negativo se había reducido al 13% (12,600 dólares frente a 14,400 dólares). La economía china hoy día está vigorosa como ninguna, y sigue creciendo, no al ritmo vertiginoso de años atrás (10% anual), pero sí igualmente en forma muy abultada (6% interanual). De hecho, hoy los cuatro bancos más grandes del mundo son chinos: Industrial and Commercial Bank of China, China Construction Bank, Agricultural Bank of China y Bank of China, tres de ellos de propiedad estatal.
La Organización de Naciones Unidas —ONU—, a través de su secretario general Antonio Guterres, reconoció los fabulosos logros chinos en cuanto a la reducción/eliminación de la pobreza, elogiando los caminos seguidos, haciendo ver que los mismos podrían utilizarse en otras latitudes para ayudar a terminar con ese flagelo: «No debemos olvidar que China ha sido la que más ha contribuido durante la última década en la lucha contra la pobreza”, agregando que “a la luz del frágil ambiente internacional, trabajar por el desarrollo es un importante canal para prevenir los conflictos», afirmando que la República Popular China resolvió el problema alimentario a más de 1,300 millones de personas, es decir, una reducción del hambre para más del 70% de la población mundial.
Está claro, aunque el funcionario no lo haya expresado exactamente en esos términos, que fue un planteo socialista —«socialismo de mercado», si se quiere, pero socialismo al fin— el que permitió esta transformación. Ningún país capitalista, enfrascado en esa mentira bien planificada que es la democracia burguesa-representativa, ha podido lograr algo así. Valen palabras de Luis Méndez Asensio al analizar estas falacias:
El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo.
Ese descomunal crecimiento económico de la República Popular China plantea interrogantes al ideario socialista. Contrario a lo dicho por Mao y su casi entronización de la pobreza, Deng dijo que “la pobreza no es socialismo”. Lo cual lleva a preguntarnos: ¿es la empresa privada el motor del crecimiento económico?
Xulio Ríos, un agudo analista de todo el proceso chino, nos informa que:
El sector privado desempeña actualmente un importante rol en la segunda economía del mundo. Según fuentes oficiales, responde por más del 50% de los ingresos tributarios, el 60% del PIB, el 70% de la innovación tecnológica, el 80% del empleo urbano y el 90% de los nuevos trabajos y nuevas empresas. Todo ello con el 40% de los recursos. Desde 1980, la tasa de crecimiento anual del sector privado ha oscilado entre el 20 y el 30%, mucho más elevada que el 5-10% de las empresas de propiedad estatal.
Tal como la dirigencia china viene afirmando desde la década de los 80 del pasado siglo, el socialismo debe repartir riqueza y no pobreza. A la muerte de Mao el país se encontraba aún con un gran rezago económico comparativamente con Occidente, o con la Unión Soviética; por ello surgió esta idea de pegar un salto en ese sentido. La apertura hacia el capitalismo buscaba atraer capitales frescos y nuevas tecnologías. En otros términos: establecer una nueva dinámica que permitiera generar riqueza. Solo repartiendo riqueza, de acuerdo con esta visión de los comunistas chinos, se puede mejorar la calidad de vida de la población.
Esto, secundariamente, abre otro interrogante: ¿cómo construir el socialismo en países pobres? De hecho, las primeras experiencias socialistas del siglo XX —excluyendo Europa Oriental— se dieron en países de base campesina, casi sin industria, con población semianalfabeta, con gran concentración de la riqueza en pocas manos (la Rusia zarista, la China de los mandarines, Cuba como casino y lupanar de estadounidenses, países agrarios —todavía con arados de bueyes— como Vietnam o Nicaragua). Entonces ¿no es posible construir ahí el socialismo? ¿Qué decir de esos intentos? Lo curioso es que las potencias industriales, donde se podría pensar que iba a estallar primeramente la revolución proletaria, siguieron otro curso, y hoy son los países más conservadores, con burguesías imperialistas y clase trabajadora acomodada, que se beneficia en modo indirecto de la posición hegemónica de sus países. Todo esto lleva pensar en la arquitectura actual del mundo, siglo XXI, donde debe revisarse la posibilidad del socialismo en un solo país en el mar (siempre embravecido) de países capitalistas.
Sin dudas, visto ahora luego de varias décadas de implementación, el experimento chino funcionó. Decía Deng:
[Debemos] saber aprovechar la oportunidad para resolver el problema del desarrollo (…) En lo teórico debemos llegar a comprender que la diferencia entre capitalismo y socialismo no reside en la disyuntiva planificación o mercado. En el socialismo también hay economía de mercado, igual que existe control planificado en el capitalismo. ¿Acaso en las condiciones del capitalismo ya no hay control alguno y uno puede portarse a su libre voluntad? ¡El trato de nación más favorecida no es otra cosa que control! No se crea que practicar cierta economía de mercado es seguir el camino capitalista. ¡Nada de eso! Tanto la planificación como el mercado son necesarios. Sin desarrollar el mercado, uno no tiene acceso ni siquiera a la información mundial, lo que significa resignarse a quedar a la zaga.
A partir de esas consideraciones, el XIII Congreso Nacional del Partido Comunista, que tuvo lugar en octubre de 1987, dispuso que la economía nacional sería planificada y pública para los productos de primera necesidad, en tanto que el Estado, con criterios socialistas, guiaría al mercado, y este, a las empresas, combinando así planificación y mercado en la dinámica general de la sociedad.
¿Por qué este apoyo a la empresa privada entonces que realiza el Partido Comunista de China? ¿Rechazo del socialismo? Según los ideólogos y autoridades que dirigen el país, no. Por el contrario, es el «camino correcto» que traerá desarrollo y prosperidad para toda la población china, y con su proyecto de Nueva Ruta de la Seda, podrá contribuir a un desarrollo global. ¿Es realmente así?
El gigante asiático hace ya largos años que introdujo estos cambios en el ideario socialista con que llevó a cabo su revolución en 1949. Desde las reformas introducidas a fines de los 70 del siglo pasado se comenzó a construir un modelo que para la izquierda tradicional de Occidente nunca se terminó de entender: «socialismo de mercado». Lo cierto es que, apelando a la introducción de todo un sector de propiedad privada, el país ha venido produciendo un avance económico fabuloso, sin precedentes en ningún Estado capitalista. Atrayendo inversión externa, permitiendo -bajo determinadas condiciones- la propiedad privada de los medios de producción, siempre bajo la atenta mirada del Partido Comunista, que es quien fija férreamente las políticas y controla al milímetro su implementación, China pasó a ser una gran economía, disputándole el cetro global a Estados Unidos, y con un superávit comercial impresionante que le permite ser principal acreedor del país norteamericano, al par que comienza a establecerse como nueva gran potencia que busca destronar el reinado del dólar, y con ello, la hegemonía global de Washington. Ahí están los BRICS como proyecto alternativo al mercado del capitalismo occidental, capitaneados por Beijing.
Podemos preguntarnos si hay realmente un «milagro» económico en China. Según como se lo quiera ver: sí y no. No hay dudas de que, con la incorporación de capitales externos, y tomando tecnologías provenientes del desarrollo capitalista, el país asiático mantuvo —y mantiene todavía, aunque en un nivel menor— un vertiginoso ritmo de crecimiento económico que nunca se vio en Occidente (ni durante la Revolución Industrial en la Inglaterra dieciochesca ni en Estados Unidos entre fines del siglo XIX y durante el XX). Ello permitió levantar increíblemente el nivel de acceso a la riqueza de grandes masas, sacando de la pobreza rural ancestral a millones de habitantes. Una vez más: si el socialismo debe repartir riqueza y no pobreza, sin dudas esa consigna funcionó. Hoy China es considerado un país de ingresos medios, donde la totalidad de su población tiene muy bien asegurados los satisfactores básicos —cosa que no sucede en la mayoría de los países capitalistas—y con niveles de desarrollo científico-técnico cada vez más altos.
La dirección comunista impidió que China fuera solo una «gran maquila», como suele presentársela (quizá maliciosamente), dejando de ser «ensambladora de mercaderías de mala calidad», de «juguetitos de segunda», el «taller del mundo», para ir convirtiéndose en un país altamente industrializado, con tecnologías de punta propias que ya comienzan a sorprender. De hecho, en el momento de escribirse este opúsculo, el país oriental ya descuella por encima de Occidente en muchos rubros sensibles del campo científico-técnico, superando con holgura a muchos de los países otrora llamados «centrales». Además —siendo digno de destacarse—, si bien es cierto que esa masiva y monumental industrialización trajo problemas ecológicos graves, la visión comunista a largo plazo del partido ha llevado a China a ser pionera en el cuidado medioambiental, impulsando energías limpias como nadie en el mundo.
El Partido Comunista dirige efectivamente los destinos del país, reservándose las decisiones básicas en el manejo de la economía, exigiendo la real y constatable transferencia tecnológica a los capitales externos que se invierten, y teniendo planes concretos de desarrollo nacional a muy largo plazo (en China hablar de 50 o 100 años no es nada, obviamente, después de 5,000 años de historia. «Siéntate al lado del río a ver pasar el cadáver de tu enemigo», enseñaba Sun Tzu. La paciencia china es proverbial).
El desarrollo económico es real, y ello permitió un avance científico-técnico portentoso, ubicándose ya hoy como líder en muchos campos del quehacer humano, disputando de igual a igual, o superando, a las potencias capitalistas, y en especial a Estados Unidos: informática, inteligencia artificial, robótica, computación cuántica, investigación aeroespacial, biotecnologías, energías renovables, transportes, semiconductores). De hecho, su acumulación de reservas monetarias es tan grande que, junto con Japón, es quien sostiene al Tesoro de Estados Unidos. Hoy día China es vital para el mantenimiento del equilibrio económico del planeta (una de las cuatro reservas monetarias más grande del orbe, junto a Suiza, Rusia y Japón).
El costo de este fenomenal salto no es poco: se asiste a una explotación laboral con condiciones que ya no existen en muchos países capitalistas. La fabulosa acumulación originaria —que en Europa se hizo masacrando indígenas americanos y población negra africana a la que se utilizó como mano de obra esclava llevada como mercancía en los tristemente célebres barcos negreros, mientras se robaban con avidez los recursos naturales— en la China actual se llevó a cabo a partir de la explotación de sectores campesinos que se reubicaron en los grandes centros industriales de las urbes más desarrolladas, con salarios raquíticos y extenuantes jornadas laborales. Condiciones que, sin dudas, abren la pregunta respecto al ideario socialista. Más aún: esa acumulación dio lugar a la aparición de millonarios chinos, muchos de los cuales amasaron enormes fortunas, no muy distinto a como sucede en el capitalismo occidental.
Todo esto no tiene secretos: la riqueza la producen siempre los trabajadores con su esfuerzo personal (urbanos-rurales-manuales-intelectuales, más el trabajo doméstico, nunca remunerado), no importando el modelo económico en el que se desenvuelvan. La cuestión es cómo se distribuye esa riqueza socialmente producida. En China, a partir de la existencia de un sector de su economía basada en el modelo capitalista —aunque sea dirigido por directivas que políticamente fija el Partido Comunista— la explotación está presente. Que esa riqueza no sea apropiada enteramente por los inversionistas privados y que el Estado (socialista) se encargue de devolverlo a la población a través de políticas sociales, es otra cosa. Pero la explotación está. Por otro lado, contrariando los principios marxistas clásicos, este nuevo modelo de desarrollo («socialismo a la china») estimula la aparición de propietarios privados, premiando el «éxito» económico de quienes se transforman en millonarios. El lujo ostentoso está presente en el país al igual que en los más encumbrados centros capitalistas de Occidente: es el lugar del planeta donde existe la mayor cantidad de lujosos vehículos Rolls Royce y Ferrari per cápita. Todo lo cual abre esa pregunta a la construcción socialista: ¿cómo?, ¿socialismo con clases sociales diferenciadas? Sin dudas, la dirección comunista se cuida de la aparición de un nuevo sector propietario con poder político que se constituya en nueva clase dominante (¿la economía subterránea, el mercado negro de la Unión Soviética?), buscando que esas diferencias no crezcan a niveles inmanejables. Cierto nivel de boato y fastuosidad puede ser permitido; la toma de decisiones por parte de los nuevos millonarios, no. Eso sigue estando firmemente en manos del Partido Comunista, que fusila sin miramiento a corruptos y traidores.
Este complejo proceso abre la pregunta sobre cómo construir un auténtico y efectivo «poder popular». En un país de las dimensiones gigantescas como China, con una cantidad tan grande de etnias, culturas e idiomas (más de 300), es sumamente complicado en términos prácticos desarrollar una democracia participativa de base; de ahí que el partido, con sus 90 millones de afiliados, cumple la función de vanguardia aglutinante.
Desde fuera de China, y con planteos marxistas clásicos, cuesta entender el proceso. ¿Es capitalismo o es socialismo? ¿Un paso atrás para tomar impulso y seguir avanzando? Lo cierto es que el proyecto chino actual, que en muchos aspectos se comporta como cualquier planteo capitalista, se está extendiendo por el mundo. Donde llega, su impronta no es capitalista rapaz al modo de los imperialismos occidentales; incluso puede condonar deudas, como ha hecho en buena parte del África; pero tampoco tiene un sesgo socialista apoyando procesos revolucionarios, como mal o bien hizo la Unión Soviética en su momento. La presencia china invierte capitales y explota mano de obra. Claro que —fundamental es aclararlo— de momento no se ha mostrado como potencia imperialista invasora apelando a la violencia. Sin disparar un tiro, sin ninguna base militar fuera de sus fronteras, está haciendo algo que el depredador capitalismo estadounidense, o el europeo en su momento, realizaron a base de sanguinaria entrada bélica. El ambicioso proyecto de la Nueva Ruta de la Seda es una iniciativa que posicionará a China como principal potencia mundial, con presencia en más de 100 países. Para algunos, es una forma sutil de imperialismo, colocando sus propias mercaderías en los cinco continentes; para otros, los chinos fundamentalmente, una forma de llevar prosperidad a los sectores más deprimidos del globo, con su idea, supuestamente igualitaria, de «ganar-ganar». ¿Planteo socialista? El debate para la izquierda está abierto.
El modelo chino, ese raro y complejo «socialismo de mercado», permitió generar una acumulación de riqueza espectacular en poco tiempo. El costo es que está basado en la explotación de los trabajadores. ¿Fue necesario eso como «un paso atrás para tomar impulso»? Todo indicaría que el Partido Comunista tiene puesto ahora sus ojos en la promoción de enormes planes de beneficio social para las inconmensurables masas de población del país. La riqueza acumulada probablemente lo permita. Debe hacerse notar que en el gigante asiático ya no hay hambre ni analfabetismo, la gran mayoría de la población tiene acceso a tecnologías de avanzada y su educación superior es cada vez de más alto prestigio.
Otros países socialistas como Cuba, Corea del Norte, o Vietnam, que sufren continuamente los ataques del mundo capitalista, están preguntándose ahora sobre el modelo chino (dirección política de izquierda con introducción de mecanismos capitalistas). Se abre la pregunta, entonces, sobre si no hay otra forma de incentivar la producción que no sea a través del premio material, el premio al propio esfuerzo, la incentivación de la ganancia («Ser rico es glorioso»). Las empresas privadas en China sirvieron para aumentar la productividad a un gran superlativo. Y ello, pareciera, es lo que sirvió para generar un nivel de confort para toda su población que una economía rural de subsistencia no podía lograr.
¿Cuál es la clave para fomentar la productividad entonces, si entendemos que ese es el camino para el aumento de la riqueza? En la extinta Unión Soviética los mecanismos de mercado sirvieron para la explosión del país (se ha dicho que Gorbachov trabajaba para la CIA. Más allá de eso —posible teoría paranoico-conspirativa—, es evidente que la introducción de elementos capitalistas terminó sirviendo para destruir al primer Estado obrero-campesino de la historia). En China, que siempre estudió muy meticulosamente el experimento soviético, los resultados son otros. Siguiendo a Sergio Rodríguez Gelfenstein puede decirse que:
Los procesos de reforma en la Unión Soviética y en China se produjeron casi al mismo tiempo, con menos de diez años de distancia, pero la diferencia fundamental para el fracaso de uno y el éxito del otro es que mientras los soviéticos desarrollaron simultáneamente los aspectos económicos y políticos del proceso, en China comenzaron con la transformación de la economía, desatando una fase de mejoramiento de la situación social, mientras que la agenda política se desarrollaba paulatinamente pero a un ritmo mucho más pausado a fin de ir midiendo los impactos que iban causando las medidas tomadas y prestando especial atención a que se mantuviera una dialéctica adecuada entre reforma, desarrollo y estabilidad. El PCCh y el gobierno la llamaron una estrategia de «avance paso a paso de manera ordenada».
¿Qué pasará en Cuba, por ejemplo, si se permiten abiertamente los mecanismos capitalistas? China logró éxitos incomparables con esa receta, pero no debe dejarse de tener en cuenta que es un país inconmensurable grande, con infinitos recursos naturales y, quizá esto sea básico, cinco milenios de historia.
Para quienes no creen que el socialismo sea un «artefacto de museo», la experiencia china inaugura un necesario y profundo debate: ¿cómo se construyen las alternativas al capitalismo? Se podría pensar que el aliciente de la empresa privada les ha servido. ¿Qué tiene la empresa privada que fomenta ese crecimiento, y que el Estado socialista, con economía planificada, no consigue? ¿Habrá que quedarse con la idea que «al ojo del amo engorda el ganado»? ¿Es inexorable esa verdad? Por eso decíamos que el fenómeno de la China debe llevarnos a plantear estas cuestiones básicas de todo el andamiaje conceptual socialista.
La idea de «productores libres asociados», como dijera Marx, estandarte de esa fase superior de desarrollo que sería el comunismo donde regiría la fórmula «de cada quien, según su capacidad; a cada quien, según su necesidad», dista aún mucho de la realidad actual. Lo que prima dentro de las relaciones capitalistas no es, precisamente, la solidaridad, la fraternidad. El «sálvese quien pueda» individualista es la matriz dominante.
La experiencia china muestra que el incentivo personal cuenta, y cuenta mucho para la generación de riqueza (¿no era eso lo que buscaba la Perestroika soviética? O, exagerando, ¿no fueron esos mecanismos los introducidos por Lenin al inicio de la revolución bolchevique con la Nueva Política Económica, la NEP, para fomentar la productividad tan dañada por la Primera Guerra Mundial y la guerra interna?). ¿Puede ese elemento ser la guía para la construcción de una sociedad nueva? A estar con lo que nos lega la actual República Popular China, estaríamos tentados de responder que sí. Pero, ¿solo el látigo del amo permite elevar la productividad? Lo cual lleva a plantearnos: ¿es posible construir el socialismo en países industrialmente no desarrollados? Lo curioso es que las primeras experiencias socialistas vinieron de las zonas menos industrializadas, con situaciones agrarias quasi feudales (Rusia, China, Cuba, Vietnam, Nicaragua).
Valga una vez más la cita de Deng Xiaoping: «la pobreza no es socialismo». ¿Se necesita inexorablemente una gran acumulación de riqueza para construir el socialismo? Si es así, pareciera imprescindible elevar la productividad para ello. ¿Sin el látigo patronal no se puede lograr? Esto lleva repensar el tema del «Hombre nuevo» y la construcción de una moral socialista.
La promoción de incentivos individuales para aumentar la producción no es nada nuevo: en la Unión Soviética, durante la década de 1930 tuvo lugar el movimiento stajanovista (impulsado por el minero Alekséi Stajánov), consistente en el pago de bonos extras por el aumento de la productividad. Eso mismo retomó Mijaíl Gorbachov con su intento de reestructuración en la década de los 80, para lo que se introdujeron mecanismos capitalistas. «Bajo el capitalismo, esto es una tortura, o un engaño», dijo Lenin refiriéndose a los premios que otorgaba a sus trabajadores la industria estadounidense. «Hay elementos de ‘tortura y engaño’ en los récords soviéticos también», agregó León Sedov (hijo mayor de Trotsky), analizando el stajanovismo, que no es sino una fórmula capitalista de fomento del individualismo, del premio al voluntarismo personal.
Sigue siendo una agenda pendiente para el socialismo cómo lograr un aumento de la riqueza a partir de economías planificadas. Eso remite a la pregunta de si es posible establecer una «moral socialista» que funcione autónomamente (hay que trabajar con excelencia porque esa debería ser la ética humana, podría decirse), o se necesita siempre del látigo para hacernos mover. Disyuntiva que, sin dudas, no está resuelta. La empresa privada, que no se detiene a filosofar sobre estos puntos, se limita a presentar el látigo (y a hacer producir para mantener inalterable su tasa de ganancia). Para quienes trabajan, la amenaza de la desocupación es un tirano que asusta tanto como la cámara de tortura. Con ese trabajo se acumula riqueza, que es lo que le interesa; lo demás le sale sobrando. Pragmatismo puro, podría decirse. Deng Xiaoping y sus reformas son un claro ejemplo de ello: con ese pragmatismo —y con explotación laboral—se consiguió generar mucha riqueza. ¿Qué sigue después?
La cuestión que se plantea para todo el campo marxista del mundo es considerar ese modelo asiático. Está claro que la experiencia china no es replicable en otros países, porque no hay —ni puede haber— otro gigante como China, con características tan peculiares, esa población, esa historia. A su modo, Vietnam, también Laos o Norcorea, en cierta medida Cuba, han introducido mecanismos capitalistas, buscando con ello fortalecer la construcción del socialismo. Inmenso debate que se abre con ello. China, luego de la pandemia de COVID-19, aunque sigue su ascenso, presenta cierto empantanamiento, con una crisis inmobiliaria que no está claro cómo podrá evolucionar. Se está ahí ante problemas de ralentización económica que semejan las crisis que se presentan en cualquier país capitalista. El modelo de «socialismo a la china» ha resuelto problemas para la población del gigante asiático, pero no es el espejo donde puede reflejarse la clase trabajadora mundial. Las experiencias cubana, vietnamita o laosiana lo muestran, y fuerzan a la discusión (así como la Perestroika soviética también) sobre si es posible solidificar el socialismo con mecanismos capitalistas.