Este libro es una auténtica joya para todo amante de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y un manual verdaderamente necesario para cualquier joven aspirante a escritor: Peregrinos de la lengua. Confesiones de los grandes autores latinoamericanos (2019, Debolsillo. Sin embargo, su primera edición data de 1997) del periodista y político peruano Alfredo Barnechea García (Ica, 1952), quien ha publicado en más de 40 periódicos de América Latina y España, condujo el programa «Contacto Directo» en América Televisión durante las décadas de 1970 y 1980 (uno de sus entrevistados fue el arquitecto Fernando Belaúnde Terry, quien ejerció la presidencia de la República en dos oportunidades: de 1963 a 1968 y de 1980 a 1985) y es miembro de número de la Sociedad Peruana de Historia. También es autor de diversos libros sobre política y literatura. Uno de ellos, Perú, país de metal y de melancolía, fue presentado en el año 2011 en la Feria del Libro Ricardo Palma por Andrés Pastrana Arango (presidente de Colombia de 1998 a 2002) y Carlos Mesa Gisbert (presidente de Bolivia de 2003 a 2005). Fue asesor principal del presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), recibió en 1997 la Orden de Bernardo O’Higgins concedida por el Gobierno de Chile y es Master en Administración Pública y Gobierno por la Universidad de Harvard.
Solamente basta ver la impresionante lista de autores entrevistados por Barnechea (Borges, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, Onetti, Mutis, Edwards, entre otros) para darse uno cuenta de que Peregrinos de la lengua es un libro enormemente valioso. Además, resulta imprescindible mencionar que estos autores no solamente eran maestros en lo literario, también eran intelectuales que sentían un deber como ciudadanos hacia su sociedad, tenían un compromiso con su tiempo, eran conscientes de que sus ideas y opiniones podían ayudar a mejorar la realidad y la historia de sus países. Por ello, suelen ser políticos y minuciosos en muchos de sus análisis. No son los escritores que viven en su torre de marfil y no se enteran de nada de lo que ocurre en el planeta. Sí les interesa cómo avanza el mundo: si va hacia el soñado progreso o se dirige rumbo a una hecatombe.
Además, Barnechea es un excelente entrevistador, muy culto (sabe de historia, filosofía, política, literatura, arte, cine), para estar a la par de sus exigentes interlocutores y realmente conoce la obra de los escritores mencionados, a quienes ha buscado en París, Madrid, Buenos Aires, México D.F., Montevideo, Bogotá, Santiago y Lima. Es decir, entre 1972 y 1996 viajó a muchos países para entrevistar a estos legendarios hombres de letras.
En el libro hay muchísimas observaciones y reflexiones de estos maestros acerca del duro oficio de escribir, sobre lo que opinan de otros escritores o de los consejos que recibieron de sus pares para sacar adelante sus propias carreras literarias. Por ejemplo, descubrimos que el Premio Nobel de Literatura 2010, el peruano Mario Vargas Llosa, le advirtió preocupado a su amigo, el escritor y diplomático chileno Jorge Edwards (Premio Cervantes 1999), cuando iba a publicar en 1973 el libro Persona non grata, que criticaba abiertamente al régimen socialista cubano: «Si los militares y marinos chilenos están matando comunistas, no puedes publicar este libro» (pág. 117).
También nos enteramos aquí de las circunstancias históricas en las que crearon varias de sus obras literarias, sea en narrativa o poesía. Por ejemplo, el argentino Jorge Luis Borges (Premio Cervantes 1979) afirma con entusiasmo: «El hecho de escribir es una dicha. A mí me gusta escribir. Eso de la angustia del escritor es una idea totalmente falsa» (pág. 21). Además, Borges tiene una relación de muchas décadas con el Perú, país al que aprecia: «El primer libro de historia que yo leí en mi vida fue La conquista del Perú, de Prescott. Luego, en mi casa, la platería que Suárez trajo del Perú, el retrato de mi bisabuelo Suárez, y las espadas, y la leyenda de la batalla de Junín. Y luego, Eguren, yo diría. Además, nuestro país tuvo un pasado indígena muy pobre. Si alguna cultura nos llegó, fue la que llegó del Perú» (pág. 37). Por otra parte, Borges tiene una forma muy propia e idealista de concebir el futuro de la política: «Yo espero un porvenir en el que no haya ni países ni gobiernos ni gobernantes. Eso es lo que yo querría. Soy un viejo anarquista individualista» (pág. 36).
Mientras que el uruguayo Juan Carlos Onetti (Premio Cervantes 1980) disfrutaba el acto de escribir, pero no la parafernalia que rodeaba al escritor: «De modo que yo escribo, finalmente, para mí mismo y escribo para mí mismo porque me gusta hacerlo. Y punto. Tengo terror al público, a las mesas redondas, a la televisión. Yo no he buscado nunca el público» (pág. 189). De igual forma, confiesa que le cuesta el proceso de corrección de sus propios textos: «Si me costara escribir, dejaría de escribir en el acto. Y corregir me cuesta trabajo. Cuando corrijo es solo para borrar repeticiones de palabras, para evitar la rima. Cortázar escribe así, creo. Otros no. Por ejemplo, Mario Vargas Llosa. Él hace su magma, según dice, que lo fatiga, y es en la corrección y en la ordenación donde encuentra placer» (pág. 182).
De su lado, el mexicano Carlos Fuentes (Premio Cervantes 1987 y Doctor honoris causa por la Universidad de Harvard en 1983) señala la responsabilidad que todo escritor debe asumir hacia la realidad histórico-social en la que nace: «Un escritor que celebra a su sociedad debería cambiar de profesión. En todas las sociedades, sobre todo en las nuestras, la función crítica es esencial (…) Necesitamos sociedades civiles sanas, donde el escritor sea el crítico que desenmascare los engaños a los que todas las instituciones son proclives» (pág. 136). Además, resalta que un escritor de nuestra región debe esforzarse más que el de otras partes del mundo: «Lo singular del escritor latinoamericano es que tiene que saber el doble de los intelectuales europeos -igual que Sor Juana Inés de la Cruz-» (pág. 139).
Por cierto, el argentino Julio Cortázar (Premio Médicis Étranger en 1974, en Francia, por su Libro de Manuel) pone énfasis en lo exigente que debe ser un escritor consigo mismo antes de publicar: «Tiré miles de páginas antes de publicar por primera vez, porque, si bien respondían a mis impulsos más hondos, algo en mí era capaz de juzgarlas y saber que no merecían la imprenta. Jamás me alegraré lo bastante de haber sido tan duro para conmigo mismo» (pág. 75). Y también manifiesta lo que, como lector, espera de una novela y el motivo por el cual regresa a leer poesía: «De una novela quiero que me enriquezca y me transforme, por la vía del sentimiento o del intelecto, pero jamás le pido que me enseñe algo. Las novelas didácticas o las destinadas a vehicular mensajes me recuerdan aquello de dorar la píldora. Además, no son nunca entretenidas (véase el realismo socialista) y transmiten penosamente lo que ya se ha dicho en el ensayo. Actualmente, leo pocas novelas. Vuelvo, sí, a la poesía, porque puede leerse en todas partes, en los cafés y en los trenes» (páginas 77 y 78).
Asimismo, el chileno Jorge Edwards explica qué se necesita para crear literatura de manera concreta: «Pero lo que define la literatura, más que el género, es el lenguaje. Si yo escribo un ensayo sobre la economía cubana, no soy necesariamente un escritor. Pero si escribo una memoria donde cuento cómo estaban despapeladas las paredes, y cómo era la atmósfera de la calle, y cómo hablaba la gente, estoy haciendo literatura. La memoria es invención» (pág. 112).
Es de resaltar que Barnechea considera al poeta y ensayista mexicano Octavio Paz «el intelectual más eminente de América Latina. Entre los escritores contemporáneos, solo Borges supera su influencia» (pág. 191). Paz, Premio Nobel de Literatura 1990 y Premio Cervantes 1981, incide en controlar la tendencia a la elocuencia que tenemos los latinoamericanos, si deseamos iniciarnos en la escritura: «Para un escritor, para un poeta, es muy importante tener una escuela y a nosotros los latinos nos gusta, en general, la elocuencia. Quizá un chino o un japonés se reiría un poco de nosotros. Hay que tener economía verbal, y esa fue la lección que tuve cuando viví una temporada en el Japón y, después, a través de muchos años de leer a los chinos» (pág. 205).
Por otra parte, el poeta y novelista colombiano Álvaro Mutis (Premio Cervantes 2001) demuestra que conoce bastante bien la poesía peruana: «Yo leí unos poemas de Westphalen en un número de la Revista de las Indias. Esa fue la segunda confirmación de que se podía escribir poesía surrealista en español (…) Moro es como una mina. Es una poesía casi irrespirable, muy difícil, casi en los límites de lo perceptible, pero en esos límites tiene unas luces y unas vibraciones admirables. Aparte de Moro y Westphalen, ustedes tienen a Eielson, un poeta muy sabio» (pág. 174).
Con mucha claridad, el argentino Manuel Puig (sus novelas Boquitas pintadas y El beso de la mujer araña fueron llevadas al cine y al teatro) señala, sin ninguna idealización sobre la literatura: «Lo ideal sería que cada libro modificara el medio. Pero la literatura no cambia nada: es la infancia marcada (…) Hay cosas que solo escribiéndolas me las he podido aclarar: ni a mí mismo me las pude contar» (pág. 217). Además, es plenamente consciente de que el escritor debe ser muy exigente con lo que crea y no debe temer a la corrección reiterada del texto de su autoría: «A mí me gusta mucho experimentar, tirar lo hecho, volver sobre lo andado. El capítulo primero de la última novela lo escribí ocho veces. En cine eso es difícil y en teatro, claro, es imposible» (pág. 214).
Con una visión integral, el peruano Mario Vargas Llosa describe lo qué es una vocación real hacia la literatura: «La vocación literaria es expresión de la totalidad de la persona, de todo un complejo sistema de múltiples relaciones: de un hombre con el mundo, con otros seres humanos, con su familia, con su época. Todo eso se estructura de una cierta manera que cuaja en una vocación (…) De lo único que estoy seguro, respecto de una vocación literaria, es que, en ella, de alguna manera, se expresa una ruptura con el mundo, con la realidad, con el tiempo, con la sociedad en la que vives» (pág. 242).
Aparte, hay que tomar siempre en cuenta que lo inesperado y el infortunio también conforman las vivencias de todo escritor, tal como lo relata el peruano Alfredo Bryce Echenique (Premio Planeta 2002 y Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2012), quien finalizó en Italia la escritura de su primer libro de cuentos: «Al terminar me fui a Grecia y lo seguí corrigiendo el tiempo que trabajé allá, y luego volví a París. Y ahí viene otro hecho que es muy importante: lo perdí. Me lo robaron en el carro en que yo volvía de Grecia. Yo había quedado con Mario Vargas Llosa en llevárselo para que lo leyera y me acuerdo de lo mucho que le afectó a él esta pérdida. Me enumeró, con una erudición increíble, todos los escritores a los que les había ocurrido algo parecido: T. E. Lawrence, que perdió Los siete pilares de la sabiduría, que le había tomado siete años escribirlos, y otros siete rehacerlos; Hemingway, que perdió un maletín en Victoria Station… Al final, era yo el que lo consolaba: «Mario, no es tan importante, eso les pasó a esos señores importantísimos, pero yo no soy tan importante…». Volví a escribir ese libro, en la medida en que eso es posible; quiero decir, cuando se reescribe, algunos cuentos cambian, otros desaparecen» (pág. 47). Además, Bryce se siente en deuda literariamente con Cortázar: «Eso es lo que yo le debo a Julio Cortázar: escribir con libertad; yo escribía con miedo a mis profesores, unos profesores invisibles, si quieres (…) Luego, yo creo que no me he parecido en nada a él, pero me enseñó a escribir libremente» (pág. 48).
Bryce Echenique reconoce que también recibió apoyo del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (Premio Juan Rulfo 1994) en los inicios de su carrera literaria, cuando iba a publicar su primer libro de cuentos: «Huerto cerrado fue un título que no fue puesto por mí, sino por Julio Ramón Ribeyro, a quien no le gustó nada mi título original» (pág. 48). Sobre el recordado autor de Silvio en El Rosedal, El próximo mes me nivelo y Solo para fumadores tenía Bryce este amplio y muy humano concepto: «Ribeyro era el escritor dejado, aunque curiosamente nunca dejaba la literatura, incluso vivía literariamente; Julio era prácticamente un personaje suyo. Era más hermético, callado, tímido que Mario, pero físicamente era más fácil verlo. Yo respetaba mucho a Julio, porque sabía que era un hombre difícil para escribir, material y creativa, y que escribió hasta el final de su vida y hoy se da cuenta de la cantidad de géneros que exploró: novela, cuento, teatro, ensayo y el diario íntimo. Curioso, esa cosa de La tentación del fracaso de su diario, ¿no?, y sin embargo era el no-fracaso; insistía, insistía. Yo creo que Julio era una persona que se sentía marginada, dejada de lado por la suerte, pero eso no lo amargó» (pág. 66).
Revelaciones, análisis comparativos e inesperadas enemistades
Sorprende cuando Juan Carlos Onetti revela que fue capaz de interrumpir la elaboración de una de sus más celebradas obras para empezar otra: «En el momento que tuve la imagen final de Larsen, interrumpí Juntacadáveres y me puse a escribir El astillero. Algunos han reprochado una doble presencia a Larsen en Juntacadáveres» (pág. 185).
Cuando Barnechea le pregunta a Jorge Edwards por Adiós, poeta (1990), donde desmitifica la enorme e influyente figura de su compatriota, el bardo Pablo Neruda, este responde con mucho respeto y consideración: «En el caso de Neruda creo que fui bastante indiscreto. Lo que se me ha reprochado es no haber sido agresivo con la figura de Neruda, pero ¿por qué tenía que ser agresivo, u hostil, con alguien que fue mi amigo, alguien con el que tuve discrepancias, pero por quien siempre sentí cariño? Mi relación con Neruda era ambigua (…) No habría tenido sentido hacer un libro para destruirlo. Además, la tesis mía, en ese libro, es que Neruda tuvo siempre una fidelidad absoluta a la poesía, y que en todo lo demás tenía una fidelidad relativa. Estaba centrado en lo lúdico de la existencia. Seguía siendo un niño, tenía juguetes en su dormitorio; muchas veces lo acompañé a comprar juguetes, perdía horas con juguetes. Interiormente, era alguien totalmente ajeno a la instrumentalización política» (pág. 116).
Y entre los análisis de diferente orden que realizan estos intelectuales, Carlos Fuentes efectúa una comparación muy interesante sobre las realidades de México y el Perú (a pesar de que la entrevista fue llevada a cabo en 1996, parece que sus palabras describieran lo que ocurre en el año 2023): «Perú siempre me pareció el México de Porfirio, un México sin Revolución. Había una diferencia de clases tan marcada que en México no existe; una altanería, una arrogancia de las clases superiores que en México sería inaceptable» (pág. 127).
Por otro lado, Fuentes ha identificado qué ocurrió con Octavio Paz para que se distanciaran de manera definitiva. Explica que no fue su culpa dicho alejamiento: «Lo conocí en París, en 1950, cuando él era secretario de la embajada allí (…) Paz y yo siempre tuvimos ideas políticas divergentes, pero logramos discutirlas. Hasta que él me lanzó a uno de sus perros encima desde su revista, que él dirige con mano férrea, y entonces vi que Octavio había decidido terminar nuestra amistad. Y yo acepté esa voluntad» (páginas 142 y 143). No se debe olvidar en este asunto que Fuentes había evitado publicar en la Revista Mexicana de Literatura, que él dirigía, un ataque contra Paz. Mientras que Paz sí publicó en la revista Vuelta (número 139, correspondiente a junio de 1988), donde era el director, un texto visceralmente crítico de trece páginas del historiador y ensayista Enrique Krauze contra Fuentes, titulado La comedia mexicana de Carlos Fuentes. Es evidente que ambos intelectuales (referentes fundamentales de la literatura mexicana del siglo XX) valoraban la amistad de forma muy diferente.
Por su lado, Mario Vargas Llosa cuenta que pudo conocer personalmente a Fidel Castro cuando llevaba algunos años gobernando Cuba, aunque no confiaba en ese régimen: «Conocí a Fidel… No me acuerdo el año, debe de haber sido 65 o 66 tal vez (…) Él hizo, poco después, una reunión con un grupo chico, donde estaban Ángel Rama y los cubanos Ambrosio Fornet y Roberto Fernández Retamar (…) Mi impresión fue la de una fuerza de la naturaleza, un ser inmensamente carismático, una personalidad arrolladora, que hablaba con una libertad maravillosa (…) Para un novelista, desde luego, era alguien muy interesante (…) pero ya tenía dudas serias sobre la Revolución» (pág. 260).
De igual forma, Vargas Llosa confiesa un episodio muy desagradable que vivió gracias al escritor cubano Alejo Carpentier (Premio Cervantes 1977), luego de ganar el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en 1967, hecho tras el cual terminó de distanciarse de las propuestas de izquierda de la Revolución Cubana: «A través de Carpentier, que fue a Londres a llevarme una carta, me hicieron la propuesta que yo donara el premio. Todo fue muy gansteril. Primero, porque me llevó una carta para que yo la leyera, pero que no me entregó, para que no quedaran pruebas de la oferta. Además, la oferta me repugnó: sabemos que los escritores necesitan dinero, pero done usted el premio y la Revolución verá como lo compensa por debajo, en secreto» (pág. 261).
Ante esto, el escritor arequipeño se sintió indignado y rechazó rotundamente el descarado ofrecimiento: «El establishment cultural era izquierda, socialista. Yo le dije a Carpentier: ‘No voy a hacer eso y es muy ofensivo; cómo se les ocurre que voy a hacer un papel tan ridículo de dar un donativo que me devuelvan debajo de la mesa’. Carpentier era un maestro de la maniobra política. Uno puede ser un genio y, al mismo tiempo, un gran politicastro, un cínico, y Carpentier era las dos cosas. Me dijo: no, fíjate, no conviene contestar eso a Cuba; voy a decirle a Haydée (Santamaría) que no vas a hacer eso, pero que quizás puedas hacer un donativo a las víctimas de los presos políticos» (pág. 262). Es pertinente explicar que Haydée Santamaría (1923-1980) fue una política y guerrillera cubana, muy cercana a Fidel Castro, que dirigió la importante institución cultural Casa de las Américas (adscrita al Ministerio de Cultura de Cuba) desde 1959 hasta su muerte. Desde aquí se promovía el trabajo de escritores, artistas plásticos y músicos latinoamericanos a través de concursos, conciertos, exhibiciones, seminarios y festivales.
Cuatro escritores que vivieron la influencia del surrealismo
Algo bastante llamativo es que varios de los escritores entrevistados (Paz, Cortázar, Mutis y Sabato) consideran que el surrealismo tuvo un impacto innegable en su manera de escribir, vivir y percibir el mundo. Por ejemplo, Paz asegura enfáticamente que «fue fundamental la escuela de rebeldía que significó el surrealismo. El surrealismo fue una escuela y, más que una escuela, una poesía, una poética (…) El surrealismo, como heredero del Romanticismo, trata de establecer un puente, no solamente entre el sueño y la vigilia, sino también entre esta vida y la otra» (pág. 204).
Mientras que Cortázar, con agradecimiento y lucidez, señala: «El surrealismo fue mi camino de Damasco, me arrancó de la sensiblería posromántica de la Argentina de los años treinta, me enseñó a atacar la palabra, a batallar amorosa y críticamente con ella, a fiarme de lo absurdo y a rechazar la sensatez sistemática (…) Después vi anquilosarse poco a poco el surrealismo, convertirse en escuela, casi en iglesia con André Breton como papa. Yo, por muchas razones, no calzo con las iglesias. Pero el verdadero surrealismo es indestructible, es una actitud, un modo de conocer que se da diariamente de mil maneras que, por suerte, no son forzosamente literarias» (páginas 79 y 80).
Cuando se le pregunta a Álvaro Mutis por la importancia que tuvo el descubrimiento del surrealismo en su juventud, él responde con pleno convencimiento: «Te voy a decir primero que ese descubrimiento fue definitivo para mi futuro literario, para todo mi trabajo poético. En la revista de la Universidad de Antioquia, una revista muy local, aparecieron algunas traducciones de textos surrealistas. Recuerdo muy bien de quiénes, te puedo decir exactamente qué cosas: una parte de Poisson solubre, de Breton, poesía surrealista belga, un poema de René Char, y La unión libre, del mismo Breton (…) Para mí, esos textos fueron un absoluto descubrimiento y me indicaron la vía por la cual había que escribir poesía» (pág. 156).
Por su parte, el novelista, ensayista y físico argentino Ernesto Sábato (Premio Cervantes 1984) explica lo necesario que fueron para él sus primeros acercamientos surrealistas: «No encontré al surrealismo por casualidad. No creo que haya casualidades en lo que se refiere al espíritu del hombre: hay proyectos, finalidades, olfatos. Uno, finalmente, busca a los hombres de la raza de uno. Yo encontré al surrealismo porque lo necesitaba. Yo venía de la ciencia pura, esta había sido una experiencia vital (…) El arte es coexistente con el pensamiento científico. Y punto. No se puede decir más, ni reducir una cosa a la otra. El hombre tiene una parte diurna y otra nocturna. Y es ahí donde entronco al surrealismo, creo» (páginas 229 y 230).
En conclusión, Peregrinos de la lengua. Confesiones de los grandes autores latinoamericanos es un libro inagotable, del que se pueden destacar muchas cosas más (tanto observaciones literarias como sociales y políticas), es una fuente insoslayable de consulta para cualquier amante de la literatura o para todo futuro escritor. Hay muchos conceptos teóricos valiosos, reflexiones (hasta de tipo filosófico) e historias de escritores que podemos encontrar en estas páginas. Es justo reconocer que Barnechea, como entrevistador, ha estado a la altura de tan excepcionales escritores de nuestro idioma. Solamente hay un vacío evidente: falta una entrevista con el Nobel colombiano Gabriel García Márquez en este libro. Con él, la pléyade hubiera estado un poco más completa. Sin él, igualmente el libro es muy disfrutable como lector y absolutamente recomendable para todo aquel que quiera acercarse a los mejores exponentes de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX.