Los electores elijen a sus representantes. Estos gobiernan y legislan, a nombre de sus electores, sin que estos últimos tengan más posibilidades de control, que no sea la de dar o no dar, nuevamente, el voto a los mismos representantes. El concepto de democracia representativa que significa el gobierno del pueblo a través de sus representantes es una contradicción que surgió en la Antigua Grecia, donde los ciudadanos en la polis discutían en foros abiertos, «el ágora», lo que había que hacer y cómo hacerlo. Estas discusiones y contacto directo con los representantes permitieron un cierto control basado en la participación e intercambio de propuestas, opiniones e ideas, donde el político afrontaba, en contacto con los lectores cada uno de los temas. Recordemos que las ciudades en ese entonces eran de pequeñas dimensiones y que las reuniones en las plazas no superaban las cien personas.
Con el tiempo, las ciudades crecieron, los temas y problemas fueron más y más complejos y esta relación directa con la política se hizo cada vez más débil. Este proceso determinó la aparición de una «nueva clase» de intermediarios: los políticos profesionales, denominación que tiene también su origen en la polis. Los partidos que tenían su estructura, programa y adeptos, se convirtieron en los nuevos «foros coloreados de ideología», que organizaban a los simpatizantes, cuyo número, unos decenios atrás, era numerosos y en esa medida los partidos eran el canal de participación directa.
En nuestros días, hemos asistido a los siguientes fenómenos: las personas activas en política como simpatizantes, militantes o miembros de partidos políticos han disminuido enormemente. El Partido Comunista Italiano, por ejemplo, tenía en los años 70 más de 2 millones de inscritos y hoy, en su versión actual, cuenta con menos del 5% de esa cantidad. Esto se ha repetido en mayor o menor escala en todos los partidos. Contemporáneamente, los temas que afligen a las comunidades son más complejos y los tiempos de respuestas más inmediatos. Esto ha tenido como implicación una enajenación de los participantes por falta de preparación y la presencia de un grupo de funcionarios técnicos que lenta y crecientemente ocupan el lugar dedicado a la política.
Otro fenómeno importante es la enorme reducción de las personas que votan, demostrando así un desinterés total por la vida cívica y un consiguiente desprestigio de los políticos. En Italia existe, entre los electores, una migración que ha hecho que en el último decenio las mayorías se han desplazado al menos 4 veces, pasando de un partido a otro de una manera casi independiente de las posiciones ideológicas. Un fenómeno de volatilidad, que esconde también un desprecio por las posiciones representadas por los mismos partidos.
Al mismo tiempo, el contacto entre los políticos y sus posibles electores se ha mediatizado y la televisión y la prensa, es decir, los periodistas y medios de comunicación han asumido la responsabilidad de proyectar la política en el espacio público por medio de temas, personajes y modos. La visibilidad de los políticos en los medios de comunicación ha aumentado y, al mismo tiempo, el prestigio de estos ha disminuido notablemente.
Esta configuración de factores, junto con la falta de una narrativa compartida sobre la cual construir el consenso, ha convertido la política en un espectáculo sin contenido serio, precisamente en el momento en que nuestras sociedades tienen que afrontar enormes problemas que requieren reflexión, participación, diálogo y esfuerzos. Justo en uno de los periodos históricos más críticos el mecanismo que crea consenso y gobernabilidad se rompe, dejándonos en las manos de un sistema incapaz de responder a exigencias impostergable.
La crisis de la democracia representativa, que es la crisis política, paraliza nuestras sociedades y ante este vacío no tenemos alternativas viables, que no sean la tecnocracia, el uso de sistemas sucedáneos de cuestionable validez como instrumentos para delinear las decisiones políticas, económicas y sociales, donde el pensamiento crítico es sustituido por algoritmos incontrolables. La alternativa utópica a la crisis de la democracia representativa sería la creación de formas de democracia participativa, donde el control vuelva a los electores organizados en grupos de estudios, donde el debate defina de manera pragmática el quehacer en una nueva forma de democracia directa cuya validez será proporcional al nivel de preparación y participación activa.