Como regla personal, he tenido la premisa de que mis vivencias personales no deberían interferir con las temáticas que suelo transmitir a mis estudiantes. La educación, como actividad política, implica cierto nivel de autocrítica para poder discernir entre los contenidos que quiero que los estudiantes aprendan y aquellos que necesitan aprender.
Sin embargo, uno de los momentos vitales que más me ha marcado (las artes marciales chinas) ha generado en mí una serie de contradicciones que me han llevado a concluir que hoy, más que nunca, se requieren de deportes de contacto donde la agresividad deba ser confrontada y, en algunos casos, desarrollada. Para ello tomaré como punto de partida a Lev Vigotsky, psicólogo y teórico ruso repetidamente mencionado en las facultades de educación hasta el punto de ser conocido por su nombre, pero no por sus teorías.
Juego y Moral
Vigotsky es conocido por haberse preguntado ¿Cómo se desarrolla el conocimiento en la mente de un niño a lo largo del tiempo? Así, mientras intenta responder este cuestionamiento aparece la teoría cognitiva del desarrollo infantil donde el papel protagónico lo tendrá el juego. Según él, el juego no solo es una actividad recreativa, sino una herramienta esencial para el aprendizaje y el desarrollo. Cuando los niños juegan, especialmente en interacción con otros que tienen un nivel de habilidades o conocimientos superiores, se desarrollan reglas «implícitas». Estas reglas no siempre se explican de manera explícita, pero se incorporan en la dinámica del juego y la interacción social.
Los niños que están más avanzados en su desarrollo pueden influir en la creación y seguimiento de estas reglas de manera indirecta. En el juego, los niños más capaces actúan como «tutores» para aquellos que están en un nivel de desarrollo inferior. A través de esta interacción, los niños menos avanzados internalizan normas y estrategias, aprenden nuevas habilidades y desarrollan un entendimiento más profundo del juego y, por extensión, del mundo que les rodea. La pregunta que dinamiza estos juegos de manera interna es: ¿Puedes seguirme el ritmo? De este modo, los niños empiezan a identificar cuánto es «demasiado» o «muy poco» respecto al rendimiento propio y de los otros compañeros de juego, si, se crea implícitamente un tratado moral a partir de la forma en cómo se dosifica la fuerza y la agresividad natural del juego.
Agresividad
Como docente, quedo inhabilitado para poder decir con exactitud cuántas veces un grupo de niños ha sido regañado por mí o por otros docentes por exceder el uso de la fuerza en sus juegos. Resulta a veces increíble notar que lo que para nosotros -adultos- podría llegar a ser un juego demasiado brusco, para ellos aún sigue siendo un «stand de negociación» del cual aún no es posible extraer conclusiones. Desde esta perspectiva, muchas veces he tenido una contradicción interna al tener que decidir si detenerlos o no.
Sin embargo, la mayor parte de los docentes sabemos cuándo detenerlos, de este modo ellos también empiezan a notar excesos que, en el calor de la competitividad, dejan pasar. El punto es que resulta natural que algunos rasgos de agresividad se detonen en el juego (sean niños o niñas los involucrados) ser capaces de aprehender esta agresividad los convertirá en seres más maduros y con límites más claros respecto a su corporeidad y la de los demás.
Desde la infancia, la agresividad es una manifestación natural y necesaria que se encuentra en el núcleo de la exploración del entorno y el descubrimiento de uno mismo. En el contexto del juego, por ejemplo, la agresividad puede ser una forma de expresar la energía, establecer límites y aprender las dinámicas sociales. Es una herramienta que los niños utilizan para entender sus propios límites físicos y emocionales, así como los de los demás. La agresividad, cuando se enmarca dentro de límites claros y se guía adecuadamente, también contribuye a la construcción de normas sociales.
Sombras e individuación
Otro teórico de la mente, Carl Gustav Jung señaló que existen partes de nosotros mismos que preferimos no reconocer ni expresar. Estas partes que viven en nuestro ser pero que prefieren no ser expuestas son consideradas dentro de su teoría como «sombras». Jung postuló que la sombra contiene aspectos oscuros, instintivos y menos aceptables de nuestra personalidad, que a menudo son reprimidos o ignorados conscientemente.
En este contexto, la agresividad puede ser considerada como uno de los elementos de la sombra. La teoría de la sombra sugiere que, al negar o reprimir ciertos aspectos de nosotros mismos, estos elementos emergen de manera inconsciente y pueden manifestarse de formas inesperadas. La agresividad, cuando se encuentra en la sombra, puede surgir de manera descontrolada y, en lugar de ser canalizada de manera constructiva, puede manifestarse de manera perjudicial tanto para nosotros como para los demás.
Para Jung, las sombras no deben ser negadas o reprimidas -esto último podría traer resultados catastróficos para el individuo y su proceso de maduración- por el contrario, deben ser «integradas» es decir, aceptada y canalizada de tal modo que se convierta en una herramienta para la personalidad del individuo en su cotidianidad. A este último punto quería llegar al realizar este escrito que relaciona artes marciales, y agresividad.
Es mejor educar a un guerrero en un jardín que a un jardinero en una guerra.
La frase anterior es quizá, una de las más mencionadas por mi maestro durante los entrenamientos con sus estudiantes más cercanos. Usualmente, se relaciona a las artes marciales con la violencia, es decir, con agresividad no canalizada. Sin embargo, mi maestro siempre permitió trascender cada entrenamiento a la idea de que no se entrena para luchar contra alguien, sino contra el ego y nuestras sombras particulares. Por ello cada entrenamiento era distinto y personalizado (éramos 4 estudiantes) cada uno tenía tareas, proyectos y sombras distintas con las cuales dialogar. En las artes marciales, se reconoce que la agresividad es una fuerza natural que puede ser canalizada de manera positiva y controlada. Los practicantes aprenden a gestionar su agresividad, no suprimiéndola, sino entendiendo cómo utilizarla de manera efectiva en el contexto adecuado.
Educar a un guerrero en un jardín implica cultivar habilidades para enfrentar desafíos y conflictos cuando sea necesario, pero también fomentar la paz, la autodisciplina y el autocontrol. Las artes marciales, en su esencia, buscan la armonía y la integración de las fuerzas opuestas, reflejando la filosofía taoísta del yin y el yang.
Algo cambia en el «yo» cuando se empieza a entrenar artes marciales, es como si las personas percibieran cierta aura de «confianza» y «agresividad», de repente (a mis 17 años) cuando empecé mi camino de fortalecimiento descubrí que las personas habían empezado a respetarme más, y nunca necesité mencionar que hacía kung fu.
Lo más sorprendente fue que la confianza y la agresividad controlada -integrada- se volvieron una forma de comunicación no verbal. Mi postura, la determinación en mi caminar y la firmeza en mi contacto visual se convirtieron en vehículos para comunicar la fuerza interior que había cultivado a través de las artes marciales. Este viaje no fue solo sobre el perfeccionamiento de habilidades físicas, sino sobre el desarrollo integral de mi ser. Las artes marciales no solo me enseñaron a defenderme; me llevaron a descubrir una fortaleza interna que, a su vez, cambió la manera en que enfrento el mundo.
Cuando algunos padres me han expresado su deseo de que entrene a sus hijos, siempre noto un poco de temor en sus ojos, naturalmente creen que por empezar a entrenar sus retoños empezarán a ser violentos y excesivamente despiadados en sus tratos. Hasta ahora no ha sucedido, una vez se conoce la fuerza -bien orientada- esta se convierte en una herramienta para otras actividades: estudio, mejorar las relaciones, disfrutar la vida, aprender un idioma etc.
En este proceso, me di cuenta de que educar a un guerrero en un jardín no solo era una metáfora, sino una experiencia transformadora que trasciende las técnicas físicas y alcanza la esencia misma de quiénes somos y lo que podemos llegar a ser.