Quienes seguimos el balompié desde hace décadas nos hemos acostumbrado al complicado y oscuro manejo del fútbol por parte de la FIFA, definida por uno de sus expresidentes, el brasileño Joao Havelange (1974-1998) como una «multinacional del fútbol» y al menos desde su gestión en adelante, todo se movió con parámetros del negocio a gran escala, sin grandes cuestiones éticas.
Sin embargo, pasado el período del «Havelangismo», en el que también se podría incluir a su entonces sucesor, el suizo Joseph Blatter (presidente entre 1998 y 2015), quien antes fuera secretario general del brasileño, podría afirmarse que en la actualidad nos encontramos en la absoluta profundización del modelo, que reúne características particulares que intentaremos explicar.
Es evidente que si hubo grandes casos de corrupción en el ciclo anterior (de hecho, termina con aquella redada de mayo de 2015 en Zúrich, cuando comenzó el llamado «FIFA-Gate», por el que se detuvo a la mayoría de los dirigentes del fútbol latinoamericano, ya sea de Conmebol o Concacaf, por haber recibido enormes sobornos desde las principales cadenas de TV para venderles los derechos de transmisión a la baja y anular a sus competencias, o las más que dudosas votaciones a Rusia y a Qatar como sedes de los Mundiales 2018 y 2022, al menos también había cierta intención de respetar las reglas del juego en sí mismo o de defender a las selecciones nacionales del constante avance de los clubes poderosos europeos, que se iban comiendo todo lo que aparecía en su camino.
«Yo debo administrar pasiones», solía decir Blatter en lo que parecía un contrasentido. Porque «administrar» no parece un acto que pueda tener algún punto de confluencia con la pasión. Sin embargo, el dirigente suizo que debió salir de su cargo a los pocos días de asumir su último mandato por falta de respaldo de varios primeros mandatarios nacionales, no erraba en la idea: por un lado, estaban los negocios, los grandes sponsors, la venta de derechos con retornos (como se probó en el FIFA Gate con la dirigencia latinoamericana) o los que llegaban por elecciones de sede, pero por otro, al menos, aquellas conducciones entendían que el fútbol internacional estaba dividido en dos áreas y que había que saber equilibrarlas: la de los equipos y la de las selecciones.
Aquella dirigencia había logrado entender algunas cosas: que el Mundial es el acontecimiento máximo del fútbol y que, por lo tanto, era el mayor negocio y que había que cuidarlo, lo que también significaba mantener una distancia de cuatro años entre uno y otro para mantener la expectativa por tratarse de un hecho poco frecuente. Al mismo tiempo, al tratarse de un evento especial, había que conseguir un buen lapso de preparación de los equipos, y que cada seleccionado necesitaba jugar una cantidad de partidos por año, más allá del calendario de los equipos. Otro de los puntos pasaba por no atosigar a los jugadores con un calendario que exigiera un sobre esfuerzo y como tercer punto, aunque muy criticado en aquel momento, cierta resistencia a la utilización de la tecnología, con la idea de que ésta podría perjudicar al desarrollo del deporte si no estaba bien trabajada.
Con la salida de Blatter, y tras un breve interregno del camerunés Issa Hayatou como presidente interino de la FIFA, el ítalo-suizo Gianni Infantino se impuso en las elecciones del 24 de febrero de 2016, siendo segundo el jeque Salman bin Ebrahim Al-Jalifa. La diferencia entre ambos fue de apenas tres votos (88-85) y recién en la segunda votación (115-88) pudo imponerse el europeo.
La postulación de Infantino a la presidencia de la FIFA surgió por descarte y en el mismo hotel de Zúrich en el que meses antes se había producido la redada del FIFA-Gate, el «Baur Au Lac». Allí se reunieron, muy preocupados, los principales dirigentes de las dos confederaciones occidentales de más peso, la UEFA y la Conmebol, con la idea de buscar un candidato que surgiera de sus entrañas ante la chance, por primera vez, de perder el poder del fútbol a manos orientales, hacia otras culturas, con lo cual todo se haría inmanejable.
Así es que a todas luces surgió como primer nombre el del entonces presidente de la Real Federación Española (RFEF), Ángel María Villar, que por su gran amistad con el sempiterno titular de la Federación Argentina (AFA) y número dos de la FIFA, Julio Grondona, había logrado colocar a su hijo Gorka (abogado) en la Conmebol pese a no ser sudamericano. Pero se encontraron con la negativa. Villar se excusó con un sólido argumento: estaba con serios problemas internos en su país y a tal punto fue así que poco después terminó pagando una fianza para no caer en prisión.
Fue en ese momento que los dirigentes «occidentales» entendieron que estaban ante un grave problema. Blatter y Platini habían sido suspendidos por una maniobra considerada de corrupción y un altísimo porcentaje de dirigentes latinoamericanos estaba involucrado en el FIFA-Gate. Ninguno de ellos podía asumir la responsabilidad (tanto que, en la reciente Copa América de Chile de mediados de 2015, el hotel en el que se alojarían los dirigentes en Santiago de Chile estuvo vacío todo el mes, pese a tener todas las habitaciones pagas, por miedo a que hubiera otra redada de Interpol).
Fue entonces que surgió la figura de quien en ese momento era un dirigente de segunda línea, y que aparecía muy simpáticamente en las ceremonias de los sorteos de la UEFA, Giani Infantino, para que «Occcidente» no perdiera el manejo del fútbol y los negocios, y sólo se le pidió que «respetara» la línea ya trazada.
Pero Infantino, políglota, diplomático, se dio cuenta de que podía irse despegando y fue armando su propio camino, profundizando los negocios, cediendo ante los poderosos clubes europeos y apretando el calendario de las selecciones nacionales, queriendo explotar al máximo los mundiales exprimiéndolos hasta hacerlos jugar cada dos años, aumentando los equipos participantes en la fase final hasta 48, organizando un Mundial de Clubes de 32 equipos, tirando abajo una más que interesante Copa de las Confederaciones que servían para probar la puesta a punto de los Mundiales que se disputarían al año siguiente, o introduciendo a las apuradas un VAR que cuenta con un presupuesto altísimo en las grandes competencias, pero que generó desastres en las que no cuentan con la tecnología ni la preparación idónea.
A Blatter, probablemente, no se le habría ocurrido irse a vivir a Qatar un año antes del Mundial, o permitir que un emir le pusiera una capa al capitán de la selección campeona del mundo en el momento de la entrega de la Copa, o quitarle a Indonesia su Mundial sub-20 por no aceptar la presencia de Israel en el torneo, para otorgarle, apenas días más tarde, el Mundial sub-17, o aceptar que no se pueda consumir cerveza en los estadios durante el Mundial porque «no creo que nadie se muera si por tres horas no toma cerveza», apenas porque el país anfitrión así lo quiso.
El problema no pasa sólo por todas estas acciones sino por haber sostenido, al asumir, que su paso por la FIFA implicaría un cambio ético, de imagen. Durante el Mundial de fútbol femenino de Francia 2019, este periodista le consultó a Infantino, en una de las conferencias de prensa, por qué los derechos de TV seguían siendo de las mismas empresas que la Justicia comprobó que habían actuado de manera corrupta pagando sobornos en vez de democratizar las transmisiones vendiendo a todos por precios bajos para promover el deporte en el mundo. La respuesta fue que estaba «doscientos por ciento de acuerdo» pero todo siguió igual hasta ahora y este periodista no pudo volver a preguntarle, aunque se cansó de levantar sus manos en Qatar.
Por si faltara poco para parecerse a las gestiones anteriores, Infantino consideró que el ciclo de la primera presidencia no fue entero porque completó el terminado brevemente por Blatter, por lo que aún le correspondían tres períodos más, de los cuales ya ejerció uno completo y le quedan dos más...
En síntesis, la presidencia de Infantino, lejos de ser una renovación en el fútbol, es la continuación de aquellos negocios y vicios implementados por Havelange desde 1974, pero con una mayor idea de explotación, muchos menos pruritos en lo ético y lo deportivo, y un muchísimo menor conocimiento de fútbol y un abandono absoluto de aquella pasión, aunque parecía escondida, todavía caía de algún bolsillo de los trajes de aquellos dirigentes.
Hoy, nada se dice de los avances de los clubes-Estado que pueden insuflar dinero ilimitadamente en entidades dependientes de Qatar, Emiratos Árabes o Arabia Saudita, y tampoco de sus regímenes que relegan a las mujeres. Tampoco parece interesar que un mismo dueño tenga hasta cinco o seis clubes, o que grupos poderosos compren instituciones por todo el mundo. La FIFA hace la vista gorda a todo lo que haga falta para perpetuarse, cada vez con menos disimulo. Si se trata de dirigentes amigos, esa federación manejada corruptamente no se interviene. Si son ignotos, se la interviene inmediatamente.
«Me van a extrañar», llegó a decirle Grondona a este periodista, que lo miró con aires de desconfianza y sorna. Y, sin embargo, hay que reconocer que para lo que hay, al menos aquello era mejor, una deprimente conclusión, al menos hasta ahora.