Ya se sabe: la Copa del Mundo de Catar, inaugurada el 20 de noviembre, no pasará a la historia solo por razones deportivas. Los escándalos de corrupción en el proceso en que el emirato ganó la sede, y luego las cifras sobre explotación y muertes de obreros emigrantes, permanecerán como turbio trasfondo de esta fiesta del fútbol.
Bastante se ha escrito y se continuará escribiendo, con justa razón, acerca de este «mundial de la vergüenza». No faltan las acotaciones humorísticas. «Chile no fue al Mundial porque defiende los derechos humanos», dicen memes que circulan en las redes sociales en este país, que no logró clasificar para la justa mundial, pero que buscó con empeño conseguir un cupo a costa de Ecuador.
La selección chilena remató séptima en las clasificatorias sudamericanas, que dieron a los ecuatorianos el cuarto cupo, detrás de Brasil, Argentina y Uruguay. Una vez terminada la justa propiamente deportiva, la ANFP, la Asociación del Fútbol Profesional de Chile, entabló una demanda ante el tribunal arbitral de la FIFA para que se le adjudicaran puntos perdidos en sus encuentros contra Ecuador.
La acción se fundamentó en versiones de que Byron Castillo, lateral derecho del plantel ecuatoriano, de 24 años, había nacido en Tumaco, localidad colombiana, y que por tanto la federación ecuatoriana había incumplido normas reglamentarias y correspondía aplicarle una dura sanción, dejándola fuera de la cita catarí. No obstante, el registro oficial de Ecuador señala que nació en General Villamil, en la provincia del Guayas.
Se abrió así un proceso de idas y venidas, réplicas y contrarréplicas, pruebas de parte y parte ante las autoridades del fútbol mundial, que finalmente rechazaron la posición chilena y validaron la clasificación de Ecuador, aunque le aplicaron una sanción consistente en el pago de una multa más un singular castigo: en las eliminatorias para el próximo mundial de 2026 el equipo ecuatoriano partirá con tres puntos en contra.
En un amistoso de preparación para el mundial ante Irak, jugado el 13 de noviembre en Madrid, Byron Castillo sufrió una lesión y el seleccionador ecuatoriano, Gustavo Alfaro, anunció que quedaba excluido del plantel que viajaría a Catar. Lo cierto es que la decisión no se adoptó por razones médicas, sino para evitar posibles complicaciones durante el torneo a raíz de las dudas sobre la nacionalidad del jugador.
Ecuador, como se sabe, inauguró la Copa del Mundo el 20 de noviembre, enfrentando a Catar. El triunfo de dos a cero sobre el país anfitrión fue dedicado a Castillo por sus compañeros de equipo.
El «caso Castillo» fue materia de polémicas en Chile, entre quienes defendieron la acción de la ANFP apelando a las reglamentaciones, y quienes consideraron (consideramos) que no correspondía ganar por secretaría, recurriendo a artificios legales, una clasificación que Chile fue incapaz de conquistar en la cancha. El debate escaló cuando a la eliminación del mundial se sumaron las derrotas de los equipos chilenos en las copas Libertadores de América y Sudamericana, lo cual arrojó un diagnóstico de crisis en el deporte más popular de este país.
Se recordó que Chile tampoco clasificó para la Copa del Mundo de 2018 en Rusia, al comenzar el declive de la «generación dorada» con jugadores como Alexis Sánchez, Arturo Vidal, Claudio Bravo, Charles Aránguiz y Gary Medel. Así, una clasificación para Catar habría sido un injusto respiro para los timoneles de la ANFP.
Pero al margen de las tribulaciones chilenas, quedan flotando reflexiones en torno al affaire Byron Castillo. La primera remite al viejo tema de la identidad como resultante de una vida y no del sitio donde se nace. Todos los antecedentes de su trayectoria deportiva remiten a Ecuador, desde su inicio en el Club Sport Norte América, su paso por Aucas, de Quito, y su fichaje en el poderoso Barcelona, de Guayaquil, antes de ser vendido al club León de México.
¿Pudo nacer en Tumaco? Es posible, pero se trata de una localidad costera colombiana casi fronteriza con Ecuador y, por tanto, no sería extraña su vinculación a este país. Así, una vez más se entra en los complejos entreveros de nacionalidad, patria, cultura y medio social como determinantes de la identidad.
Es cierto que a la FIFA no le corresponde dirimir estas cuestiones que podrían calificarse hasta de existenciales, pero en la historia del fútbol y de su entidad rectora a nivel mundial, el tema ha sido materia de preocupación casi permanente, con criterios de manga ancha y de regulaciones que pretenden ser estrictas.
En el año 2004 se pusieron en vigor las Reglas de Elegibilidad que prohíben a un mismo jugador jugar en más de una selección nacional a partir de los 21 años. Futbolistas que tienen un padre de una nacionalidad y madre de otra, por ejemplo, deben optar por el país de uno de sus progenitores. En otros casos, pueden naturalizarse en un país donde residen para ser parte de su selección.
No siempre fue así. Cuando en 1962 se celebró la Copa del Mundo en Chile, España trajo en su equipo nacional a Alfredo di Stefano, que en 1947 había jugado por Argentina, su país natal, y en 1949 por Colombia. También vistió la casaquilla española en ese mundial Ferenc Puskas, nacido en Hungría, en cuya selección jugó por varios años.
Lazlo Kubala vistió en su carrera las camisetas de las selecciones de Checoslovaquia, Hungría y España. Italia en esos años popularizó la figura de los oriundi para alinear en su escuadra a Omar Sivori y Humberto Maschio, que habían vestido la casaquilla natal en Argentina, y a José Altafini (Mazzola), que jugó por Brasil en Suecia 1958.
También en Sudamérica, Alberto Spencer, nacido en Ecuador, jugó por la selección de su país, antes de ser transferido como gran centro delantero a Peñarol de Montevideo y ser convocado a la selección de Uruguay.