Quizá ningún término usado recurrentemente fue tan ultrajado y vaciado de contenido hasta perder todo sentido como la voz democracia. La democracia fue asesinada en nombre de la democracia para emplearla como instrumento de legitimación de las estructuras de poder, dominación y riqueza. Antes de asesinar la democracia, los mismos criminales habían asesinado la verdad.
La verdad es la primera víctima de la guerra, dijo Esquilo, apenas 500 antes de la era cristiana, cuando no existían diarios, televisión ni redes sociales… apenas palomas mensajeras. Cuando se declara la guerra, la verdad es la primera víctima, dijo Lord Ponsomby. El ensayista ruso de ultraderecha Aleksandr Dugin señala: la verdad es una cuestión de creencia (…) los hechos no existen.
Ya Cambridge Analytica (CA), una empresa británica que combinaba la minería de datos y el análisis de datos con la comunicación estratégica para el proceso electoral (que saltó a la fama en 2018 por el llamado «escándalo Facebook-CA»), había demostrado que provocar ira e indignación reducía la necesidad de obtener explicaciones racionales y predisponía a los votantes a un estado de ánimo más indiscriminadamente punitivo.
La publicación de fake news y teorías de la conspiración favorece tanto la viralización de las noticias como las reacciones emotivas y viscerales de un porcentaje notable de los usuarios. Y no se queda solo en las redes sociales, sino que llega a los medios de comunicación tradicionales e inclusive a los parlamentos.
Hoy, en plena época de los fakes (mentiras), big data, de televisores como pantalla enorme para recibir contenidos manejados por las megaempresas de acuerdo al perfil que cada uno va auto diseñando en las redes sociales, manipulaciones, imposición de imaginarios, habría que eliminar la palabra verdad de nuestros diccionarios.
Hoy, el big data permite a la información interpretarse a sí misma y adelantarse a nuestras intenciones: pareciera fácil convertir a la democracia en una dictadura de la información manejada por las grandes corporaciones.
El reino de las fakes
Se conocen como fake news, noticia falsa, noticia falseada, infundio, al tipo de bulo que consiste en un contenido seudoperiodístico cuyo objetivo es desinformar a un público en específico. Se diseña y emite con la intención deliberada de engañar, inducir a error, manipular decisiones personales, desprestigiar o enaltecer a una institución, entidad o persona u obtener ganancias económicas o rédito político.
La posverdad, las fake news, buscan llenar una determinada información de emociones, con el fin de provocar una respuesta en el receptor del mensaje, generalmente el clic en la noticia sugerida o la viralización de la misma, lo que deviene en un clima de polarización, falta de empatía con quien no piensa igual, generando un contexto antidemocrático latente, eliminando el fomento del espíritu crítico y la capacidad de análisis.
La posverdad es un fenómeno radicalmente nuevo respecto a las mentiras clásicas, donde la verdad alternativa se presenta como la crítica (en nombre de la libertad) hacia algún tipo de autoridad dotada de un valor verificador. El mundo ha verificado hechos innegables como la capacidad de penetración de las redes sociales, inmensamente superior a la de los medios de comunicación tradicionales.
También Internet y su evolución hacia la web 2.0 han permitido superar la comunicación unidireccional de los medios tradicionales –prensa gráfica, radio y televisión– y llegar a una interacción con el público, facilitando su eventual participación. Del concepto de «audiencia» pasamos al de «usuario», que no es pasivo, sino que puede crear, editar y compartir contenido generado por él.
La extrema derecha 2.0 ha sabido leer mejor que las demás los cambios de la sociedad, aprovecharse de las debilidades y las grietas de las democracias liberales y entender las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías. Y de ahí su interés y sus esfuerzos para generar y difundir noticias falsas.
Ya habían matado la verdad. Los grupos de presión, generosamente financiados, indujeron al público a cuestionar la existencia de una verdad fiable de forma concluyente, lo que lleva a una batalla entre tus ‘hechos’ contra mis ‘hechos alternativos’. El ensayista ruso de ultraderecha Aleksandr Dugin señala: «La verdad es una cuestión de creencia (…) los hechos no existen».
Fakes
Por ejemplo, los medios de todo el mundo occidental difundieron -en la campaña paralela de terrorismo mediático-, la fake (mentira) que había lanzado un diario afín al gobierno ultraderechista israelí: «40 bebés israelíes decapitados» en el atentado cometido por Hamás en Kfar Aza.
Con la sospecha de que pudiera tratarse de otra maniobra propagandística israelí, la periodista que firma la «exclusiva» de los 40 bebés decapitados explica que su fuente fue un soldado israelí que dice que cree que pasó, pero que no está seguro. Una maniobra de distracción que pretende convertir a los palestinos en los animales y bestias que describe el ministro de Defensa israelí. Y el inefable Biden promociona la fake: «Nunca pensé que vería y confirmaría imágenes de terroristas decapitando niños».
Las inteligencias israelí y estadounidense quedaron mal paradas, tanto como lo hiciera ésta última en 2001 al no tener ni idea de los atentados del 11-S. Israel no sólo es considerada como una potencia militar, sino también tecnológica, pero ninguna de las dos le sirvió para prever, conocer e impedir lo acontecido, pese a que su Unidad 8200 dentro de las Fuerzas de Defensa de Israel ha invertido miles de millones de dólares en Inteligencia Artificial (IA), con la que espiar cualquier comunicación en Gaza.
Informar es un negocio
Decía Ryszard Kapuściński que cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante. Lo cierto es que siempre fue muy difícil estar bien informado, pero ahora es peor, porque las redes suman más confusión y más ruido: no imponen una versión dominante (que sigue en manos de los medios hegemónicos) ni son –por ahora- el medio dominante.
Creemos que cargamos un teléfono personal, inteligente, que nos pertenece, pero no hay nada menos personal. El algoritmo está allí y, de a poco, el celular se va apropiando de nosotros: nos pide la huella digital mientras realiza reconocimiento facial. Entonces, recordamos algo llamado intimidad, que fuimos perdiendo, mientras vigilan cada paso que damos (y cada caída que sufrimos).
Desde hace más de 30 años, desde 1991 al menos, se vienen construyendo las realidades virtuales para consumo de miles de millones de personas en todo el mundo.
Pero en 2016 se produjo un quiebre, cuando el diccionario de Oxford declaró la posverdad como palabra del año, dándole carta de ciudadanía a las fake news. Fue un año para recordar, fue cuando Donald Trump fue elegido presidente de EEUU, demostrando que las mentiras pueden ocupar un lugar en el poder real: la posverdad se transformó en arma de desorientación masiva de la opinión pública.
Las llamadas guerras de Cuarta y Quinta Generación tienen por tarea inocular la idea de que es posible descarrilar los proyectos democráticos, hacer creer que nuestros gobiernos son débiles, ausentes, incapaces… En la mira sigue la idea de apropiarse de nuestras riquezas naturales, la mano de obra y, sobre todo, de las cabezas. De borrar a punta de bayonetas y misiles mediáticos la memoria colectiva y de resistencia de los pueblos.
Las balas militares son sustituidas por consignas mediáticas que no destruyen el cuerpo, sino que anulan la capacidad cerebral de decidir por uno mismo, y los bombardeos mediáticos con consignas están destinados a destruir el pensamiento reflexivo (información, procesamiento y síntesis) y a sustituirlo por una sucesión de imágenes sin resolución de tiempo y espacio (alienación controlada).
Los genios de comunicación de la Casa Blanca le han llamado también «hechos alternativos», como si lo ocurrido se pudiera manipular y darle la forma que convenga a sus intereses. Sí, antes la llamábamos manipulación y servía para impedir que los ciudadanos estén bien informados, que conozcan la verdad, que sean auténticamente libres.
Timothy Snyder señala que la posverdad es el prefascismo. Estamos ante la mayor amenaza que existe contra la democracia en estos momentos. Porque la negación de los hechos, la manipulación de los mismos y/o la creación de relatos que satisfacen los prejuicios y el sectarismo, no es una actividad inocente, tiene un propósito que siempre está ligado con el control del poder por parte de grupos ultraderechistas.
La mentira es un arma de guerra en esta guerra cultural, de cuarta o quinta generación. La tarea ha sido la de instaurar la mentira, el bulo, el fake, el chisme sin corroboración en el imaginario colectivo, para manejar los colectivos, atraer a votantes con engaños. La mentira es un mecanismo de destrucción masiva que sirve para exonerar de responsabilidades a criminales o negligentes.
Es también un problema semántico. Eso no es periodismo, es manipulación. Eso tampoco es democracia, donde las ideas se tratan de imponer con invasiones, masacres y torturas para continuar engrosando las ganancias de los más ricos (países e individuos) y donde las grandes mayorías apenas tienen el derecho a luchar para sobrevivir por debajo de los niveles de pobreza.
Redes: la guerra sin riesgos de guerra
Las redes sociales son expresión de la guerra sin los riesgos de una guerra… hasta que la guerra real se hace presente. Esta necesidad de confrontación, de canalización de las frustraciones a través de la retórica y un agresivo lenguaje corporal (el líder despeinado, orgullosamente obsceno, calculadamente ridículo para provocar más reacción negativa) es propia de la extrema derecha de las redes.
La derecha más formal del neoliberalismo prefería las etiquetas de la aristocracia. Una vez fracasadas todas sus políticas, planes económicos y promesas sociales, se recurre al circo de la extrema derecha, al lenguaje corporal antes que a la serena disputa dialéctica. Se reemplaza la cultura de los libros por la agresión, el enfado, la rabia como expresión del individualismo masivo (no del individuo), que se vuelven incontrolables y se vuelven efectivos en la lucha por colonizar los campos semánticos, la verdad y el poder político del momento.
Hasta comienzos de este siglo, a las corporaciones les importaba tu cerebro, cómo mantenerlo con vida dándole lo menos posible, aumentado permanentemente el porcentaje de la torta con el que se podía quedar sin crear una revuelta tal que creara un cambio en las reglas de juego.
Dos décadas después, con las redes en tiempo real, las corporaciones se animan a más porque pueden crear la idea de que la política es una idea pasada de moda y que todos los políticos son la misma cosa, ya sea de derecha o de izquierda y que finalmente, lo único que puede salvarte eres tú mismo.
El acceso al conocimiento está limitado a pocas megacorporaciones, que se oponen a abrir el juego a nuevos participantes. Quizá nos estemos convirtiendo en una sociedad de frustrados que miran con envidiosa penuria a algunos que logran lo que nosotros no. Los ejemplos sobran; en el medio de la metrópoli, la sociedad estadounidense toma antidepresivos al por mayor antes de salir a su vida laboral: hay que mantenerse activo.
Hay una constante en este nuevo mundo: el algoritmo nos acompaña siempre, está interesado en conocer tus movimientos financieros y anticipar tus próximos movimientos. Mira tus cuentas bancarias, tus movimientos por la ciudad, tus repeticiones de compras en el supermercado, tus miradas a páginas deseando algo, tus llamadas a otros a través de redes sociales, y sobre todo miran el uso de tus aplicaciones: te acercan el taxi que necesitas, la comida, la serie que esperas, la frase que uno debe decir para la ocasión, la aplicación que se necesita para no olvidarte las claves para entrar a las diferentes cuentas.
Lamentablemente, uno no compra una docena ni un quilo de algoritmos en el supermercado. El «pequeño» costo que no dicen ni aun con letritas chicas y casi ilegibles en el fondo del «acepto términos y condiciones». Ese costo es daño colateral; además de la ideología que imponen en su masividad y las anticipaciones de nuestras próximas jugadas, el daño es la construcción de subjetividades cada vez menos cuestionadoras de lo que la sociedad hace de nosotros y con nosotros.
El odio y la ira reinan en estas plataformas, beneficia más a la extrema derecha que a la izquierda. El odio de la lucha de clases es una tradición de la derecha; el marxismo solo lo hizo consciente. Quizá la pregunta que nos deberíamos hacer es cómo abordar la tarea de repolitizar la democracia cuando la política parece dispuesta a suicidarse.
Infocracia e infodemia
El filósofo coreano Byung-Chul Han, analista del individuo autoexplotado, nuevo sujeto histórico del capitalismo señala que el «régimen de la información» ha sustituido al «régimen disciplinario». De la explotación de cuerpos y energías analizados por Michel Foucault se pasó a la explotación de los datos. «Hoy vivimos presos en una caverna digital, aunque creamos que estamos en libertad», dice, recordando a Platón.
La gran hazaña de la infocracia es haber inducido en sus consumidores/productores una falsa percepción de libertad. La paradoja es que «las personas están atrapadas en la información. Ellas mismas se colocan los grilletes al comunicar y producir información. La prisión digital es transparente». Es precisamente esa sensación de libertad la que asegura la dominación.
Han sostiene que, en esta sociedad marcada por el dataísmo, lo que se produce es una «crisis de la verdad», nuevo nihilismo que no supone que la mentira se haga pasar por verdad o que la verdad sea difamada como mentira. Más bien socava la distinción entre verdad y mentira.
Las noticias falsas son, ante todo, información, que corre más que la verdad y por eso el intento de combatir la infodemia con la verdad está, pues, condenado al fracaso. Es resistente a la verdad, que se desintegra en polvo informativo arrastrado por el viento digital, señala.
Se trata de una revolución en los comportamientos que excluye toda posibilidad de revolución política: «En la prisión digital como zona de bienestar inteligente no hay resistencia al régimen imperante. El like excluye toda revolución».