Give peace a chance —«den una oportunidad a la paz»— era el título de la canción-protesta que John Lennon compuso en 1969 y que incomodó terriblemente al presidente Nixon porque promovía una contestación aún mayor, sobre todo entre la juventud estadounidense, a la guerra de EE.UU. contra Vietnam.
Han pasado más de 50 años desde que se grabó aquella música y ahora tenemos, además de la guerra que acaba de estallar entre Hamás e Israel y de las numerosas «guerras olvidadas», la de Rusia contra Ucrania que pronto cumplirá dos años. Una guerra de la que sabemos algunas cosas y de la que ignoramos muchas otras.
Entre las que sabemos, es claro que el Gobierno ruso, con Vladímir Putin a la cabeza, ha cometido una ilegalidad internacional. La invasión de un país por otro está expresamente prohibida por la Carta de las Naciones Unidas, la cual precisamente se aprobó «para preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra». La Carta establece en su artículo segundo que «Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado» y, al contrario, explicita que «arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos». Por tanto, con rotunda claridad, Rusia ha incumplido y está incumpliendo el mandato de la Carta de Naciones Unidas que signó en su día.
La segunda certeza es que Ucrania tiene, por tanto, el derecho a defenderse. Y tiene derecho a recabar toda la ayuda internacional posible para tener éxito en esa defensa.
Otra certeza más: la comunidad internacional está obligada moralmente a apoyar a Ucrania. Con un matiz: ese apoyo debe dotar a Ucrania de armas defensivas, pero no de armas ofensivas, pues en ese caso el conflicto se agravaría. En igual línea, los países terceros no deben involucrarse con sus propios ejércitos.
Establecidas esas certezas, hay otra que no podemos soslayar: desde que cayó el muro de Berlín en 1989, la OTAN se ha expandido a catorce naciones que antes formaban parte de la Unión Soviética: República Checa, Hungría, Polonia, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia, Albania, Croacia, Montenegro y Macedonia del Norte. Dos de ellas, Estonia y Lituania, poseen fronteras con Rusia. Y todo ello a pesar de que existía un compromiso formal entre EE.UU. y Rusia según el cual, la adhesión de la Alemania unificada a la OTAN se consentiría a cambio de que esta organización no se ensancharía hacia el Este. Este pacto fehacientemente se incumplió.
Lo anterior debe ser recogido, no como una «razón» que permita la invasión rusa a Ucrania, pues no hay ninguna que la justifique, pero sí como una «explicación»; ante la expansión de la OTAN, Rusia trazó una línea roja: no consentiría que Ucrania, con la cual mantiene dos mil trescientos kilómetros de frontera, formase parte de esa organización —tampoco Georgia, también fronteriza con Rusia—. Pero EE.UU. y Ucrania jugaron con esa posibilidad: ¿acaso no era Ucrania un país soberano? ¿por qué no podría pedir su entrada en la Organización del Tratado del Atlántico Norte? ¿Por qué no concedérsela? Así que, buena parte de la responsabilidad del conflicto descansa en EE.UU. —país que comanda la OTAN— por tratar de «arrinconar» a Rusia irrespetando lo que ésta considera su zona geoestratégica de seguridad. Por algo, cuando Kruschev se dispuso en 1962 a instalar misiles en Cuba, nación también soberana, estuvimos al borde de una guerra nuclear. Hay cosas con las que no se juega.
Vayamos ahora a lo que ignoramos de esta guerra. En primer lugar, desconocemos el número real de víctimas, pues se mantienen en secreto. El New York Times aventura que las ucranias ascenderían a no menos de 75 mil personas fallecidas y las rusas a cerca de 300 mil, a las que hay que añadir más de 100 mil heridos ucranios y alrededor de 170 mil rusos. Es decir, si se aceptan estas cifras, hay más de 600 mil víctimas, de las que cerca de 400 mil han sido mortales. El sufrimiento provocado por la invasión es, pues, inmenso: en las familias de los fallecidos, en los niños y niñas huérfanos, en los heridos, en los más de seis millones de seres que han tenido que exiliarse de Ucrania o que sufren la pobreza provocada por la destrucción de viviendas e infraestructuras.
Ignoramos también las ganancias que esta guerra ha reportado a los fabricantes de armas, sobre todo en EE.UU., el mayor productor mundial, aunque han debido ser estratosféricas. Según cifras oficiales, EE.UU. ha entregado 45 mil millones de dólares a Ucrania en ayuda militar, a los que hay que añadir 12 mil millones de euros de los países miembros de la Unión Europea —la UE ha concedido a Ucrania otros 50 mil millones de euros en préstamos y subvenciones para financiar gastos civiles, humanitarios y para la reconstrucción—. Pero esas cifras para armas y equipos militares son muy pequeñas si se comparan con el crecimiento de los gastos militares inducidos por la guerra. Dos ejemplos: Alemania anunció la creación de un «fondo especial para las fuerzas armadas» dotado de 100 mil millones de euros para alcanzar el objetivo de la OTAN de gastar el 2% del PIB en defensa —objetivo que EE.UU. reclamaba desde antes de la guerra—; y en España se ha estimado que el gasto militar alcanzará los 27 mil millones de euros en 2023, un 26% más que en 2022. Además, los beneficios que reporta la guerra a EE.UU. no se dan solo en el negocio de las armas, sino que también los obtiene en el ámbito energético, debido a las sanciones impuestas a Rusia —solo la Exxon declaró 56 mil millones de dólares de beneficios en 2022.
En suma, en esta guerra hay un gran perdedor: Ucrania, el país que pone las víctimas y que terminará con su economía destrozada. Un segundo perdedor será Rusia, con una ingente cantidad de recursos dedicados a gastos militares —10.8 billones de rublos en el presupuesto para 2024, equivalentes a 103 mil millones de euros— en lugar de invertirlos en la mejora del nivel de vida de su población. Ese será el legado de Putin a Rusia, cientos de miles de muertos, una economía dilapidada, una nación guerrerista y una pésima imagen internacional. Pierden también los países europeos, obligados a aumentar sus gastos militares y a ceder buena parte de su autonomía a Washington. Y gana EE.UU.: su liderazgo en Occidente es mayor que nunca, los beneficios económicos han sido boyantes, Rusia ha quedado debilitada, el arsenal norteamericano se habrá renovado en buena parte y, todo ello, sin registrar ninguna baja.
Respecto a la evolución del conflicto, cabe aventurar que la situación actual no experimentará grandes cambios. Rusia se ha anexionado, y tiene bajo su control, los territorios fronterizos que más le interesan —Donetsk y Lugansk en el este, y Jersón y Zaporiyia, en el sur, además de Crimea—. No parece probable que se lance a tomar otras regiones ni tampoco que se deje arrebatar por la fuerza las ya conquistadas.
La gran pregunta es: llegados a este punto, ¿cómo puede alcanzarse la paz y evitar que el conflicto se enquiste durante años y siga provocando más sufrimiento?
Volvamos la vista a los países neutrales de más peso que han hecho propuestas de paz: China y Brasil. China ha explicitado 12 principios, entre los cuales están el respeto a la soberanía de todos los países —lo que incluye la integridad territorial de Ucrania—; el abandono de la mentalidad de la guerra fría —lo que implica poner fin al expansionismo de la OTAN—; el cese de hostilidades para alcanzar un alto el fuego integral; y la reanudación de las conversaciones de paz, para lograr un arreglo pacífico de la crisis. Es difícil estar en desacuerdo con cualquiera de estos puntos, aunque desde Occidente —y sobre todo desde EE.UU.—, siempre se verá a China como un competidor, por lo que sus propuestas tenderán a desconsiderarse para no otorgarle baza diplomática alguna.
Brasil aboga por sentar en una mesa de negociación a Rusia y Ucrania junto a países neutrales de la talla de México, Indonesia, China, algún país europeo —como Francia— y el propio Brasil, para llegar a acuerdos de paz. Lula considera que Ucrania debe recuperar su integridad territorial y que Rusia ha de obtener garantías de que la OTAN no se instalará en sus fronteras, dejando los acuerdos concretos a lo que Putin y Zelenski puedan concertar.
Difícil también estar en desacuerdo con Lula, aunque con el matiz de que EE.UU. no podría faltar en esa mesa de negociación. Es posible que esté ahora en mejor disposición de firmar un acuerdo si se le empuja suficientemente a ello. Ya ha ganado bastante y, además, los republicanos, tan reacios a pagar impuestos, también lo son a seguir apoyando a Ucrania.
Rusia establecería sin duda dos asuntos como innegociables: mantener el dominio de Crimea —anexionada en 2014, de población mayoritariamente rusa y donde tiene la base naval de Sebastopol—, y el compromiso de que Ucrania no entraría en la OTAN. En ese caso, Putin, quien también necesita una salida digna a la invasión, probablemente se avendría a negociar con Zelenski el futuro de las regiones anexionadas. Hay distintas fórmulas que la diplomacia podría pactar y precisamente para ello están las negociaciones.
Y si ha llegado la hora de clamar por un ¡basta ya! a tanto sufrimiento con alguna posibilidad de éxito, ¿qué puede hacer Europa para impulsar esa paz?
Si en España llega a formarse un gobierno progresista entre PSOE y Sumar, debería unirse a Francia y Alemania, las naciones europeístas de más peso, y lograr que la Unión Europea, junto a Brasil y otros países neutrales, se lance a exigir un alto el fuego y a preparar una conferencia de paz en la que se logre sentar a Rusia, EE.UU. y Ucrania en la mesa de negociaciones. Es hora de construir y dejar de destruir. Desde la sociedad civil no cabe demandar otra cosa. Se necesitan candidaturas para resucitar la canción de Lennon y que se dé una oportunidad a la paz.