La pregunta ha sido y es motivo de debate en física, matemática, bióloga, filosofía, etc., dando origen a muchas conjeturas acerca del cómo conocemos y percibimos el mundo que nos rodea. ¿Alguna vez cuando eras niño no te preguntaste cómo veía el mundo tu gato? Esta misma cuestión ha sido la motivación de muchas teorías del conocimiento y, por supuesto, funda la génesis de toda investigación científica. ¿Lo que ven nuestros ojos es el mundo «real» o es simplemente producto de nuestro aparato receptor? La «naciente» neurociencia investiga estas cuestiones arrojando interesantes hallazgos que, a su vez, han generado nuevas postulaciones dentro de la filosofía y de la ciencia misma. Así mismo, las más recientes investigaciones acerca del entrelazamiento cuántico de fotones (2022) han sugerido que lo que asumimos como «real» puede cuestionarse. Por supuesto, esto no quiere decir que hemos llegado a una respuesta certera. Los puntos de vista son contradictorios y muchas postulaciones se enfrentan entre sí.
Por ejemplo, hay posturas que sostienen que los seres humanos no podemos acceder a «lo real» otras posiciones admiten todo lo contrario. Es decir, que podemos conocer «lo real» o noúmeno. Algunas posiciones más dogmáticas como la filosofía natural admiten como «lo real» solo aquello que podemos percibir y tener certeza tangible. Lo cierto es que, la realidad es algo escurridizo que escapa –con éxito– de todas estas posiciones o dogmas. Los filósofos de la ciencia, epistemólogos, fenomenólogos, filósofos de la naturaleza, positivistas, neopositivistas, etc., pecan en sus presunciones de tener la «mejor» interpretación de la realidad, olvidando que la filosofía tiene en su génesis más profunda el único objetivo de «hacer las preguntas correctas» sin menospreciar las múltiples respuestas.
En ciencia, y en filosofía me sorprende –amargamente debo decir– cómo se enfrentan las diferentes corrientes menospreciando los hallazgos entre unos y otros. No creo sea una mera apreciación de mi parte. La historia de la ciencia y la filosofía está repleta de debates encarnados que dejan mucho que decir acerca de la apertura que debiese tener quienes, en la búsqueda del conocimiento, debieran suponer que siempre la realidad –o naturaleza– les puede sorprender de tal forma que sus postulaciones sean echadas por tierra. Lamentablemente el hombre en su ansia por alcanzar el poder (recuérdese que el conocimiento es poder) enturbia las aguas cristalinas de la genuina investigación científica cayendo en la trampa del autoengaño de creer que solo su interpretación es la correcta. Inevitablemente se encierra en su creencia y queda atrapado en su propia cueva viendo solo las sombras de su «realidad» (como alguna vez lo relatara el propio Platón a través del mito de la caverna).
Como físico teórico y filósofo de la física me he enfrentado a los más despiadados egos y en cada batalla, aunque he salido ilesa, he tenido que asumir la estrategia de escuchar atentamente las argumentaciones contrarias a mis postulaciones para posteriormente dar mis contraargumentos, o, por el contrario, admitir el equívoco y agradecer el señalamiento que pudiese enrumbar mis investigaciones. Sin embargo, con mucha tristeza y decepción he observado como aumenta cada día más el número de interlocutores que dan argumentos basados solo en la antipatía emocional que les produce una idea o postulación diametralmente opuesta a sus dogmas, sin percatarse que la aceptación de la factibilidad de la misma pudiese representar un paso que nos pudiese acercar más hacia el avance científico. ¿No se trata de esto «hacer» investigación? En muchos casos, la difusión científica se ha convertido más bien en una especie de «espejo deformado» que muestra solo los méritos vacíos de quien ostentan reflejarse en ello. No ahondaré mucho más en esto. La intención es dejar al paciente lector la reflexión acerca de lo que entiende (o cree entender) acerca de «lo real». Hagamos pues un pequeño resumen de las más fructíferas posiciones.
A quienes sostienen que la realidad o mundo exterior no existe se les conoce como escépticos. Mas concretamente, pertenecen a la llamada corriente del escepticismo tradicional. Es decir, podemos entender el escepticismo filosófico tradicional como una teoría del conocimiento que defiende la inexistencia de la verdad y, en caso de que exista, niega que el ser humano sea capaz de conocerla. En su forma más general, el escepticismo tradicional acerca de la existencia del mundo externo sostiene que la experiencia subjetiva podría ser como es sin que fuera el caso que las cosas materiales o físicas existieran actualmente. El origen de esta corriente lo encontramos en la Antigua Grecia.
Más tarde, encontramos la posición del llamado idealismo transcendental de Immanuel Kant quien se opone a la corriente escéptica. En su obra Crítica de la Razón Pura da una respuesta a los escépticos en relación a la existencia del mundo exterior o lo real, basándose en un punto de vista idealista. Siguiendo las ideas de Kant, pero asumiendo que es posible conocer el mundo exterior, realidad, o noúmeno, se presenta Edmund Husserl con el denominado método fenomenológico. Más recientemente, en el actual siglo, el llamado realismo científico procesual, cuyo representante es Raphael Neelamkavil, pasa a sostener que lo real puede ser alcanzado bajo la conjunción de los denominados universales ontológicos y universales connotativos.
Lo cierto es que «lo real» o mundo exterior sigue siendo motivo de debate y discusión. ¿Vemos realmente el mundo tal y cómo es? ¿La ciencia realmente ha descrito el mundo exterior, o son las teorías científicas meras construcciones cognitivas? ¿Cómo explicar el poder predictivo de las teorías científicas si el mundo exterior no existe? Son preguntas que continuamente alimentan la mente del físico y, por supuesto, del filósofo.