Los finales son cierres, de etapas y ciclos, culminaciones de capítulos y escenas de películas, pero también de la vida real. También se refieren a rupturas de relaciones y por supuesto, también los finales son la muerte como la conclusión de la vida, pero tratamos de no usar esta palabra porque se ha convertido en sinónimo de miedo, como si al evitar mencionarla dejara de existir o fuera algo ajeno a nosotros, y nada más lejos de ello.
Existen muchos tipos de finales que son como muertes, en estos tiempos de exacerbación de la levedad de la vida, es un buen momento para empezar a sacarlas a la luz, a mirarlas y a comprenderlas, porque cuando sepamos abrazar la muerte, podremos asumir los duelos con normalidad para establecer finales y cerrar conscientemente los ciclos existenciales. Aceptar los finales e incluso establecerlos haciendo los correspondientes cierres nos permitirá vivir en plenitud, sabiendo que el final es parte esencial y natural de la vida. Como la muerte misma, pues desde que nacemos lo único que tenemos asegurado es que algún día vamos a morir.
El final de la vida y los finales de ciclos es lo único absolutamente seguro que tenemos todos los seres humanos desde que nacemos, sin distinción de razas, género o condición social. La muerte, como final definitivo, es una certeza que hace parte de la dualidad y complementariedad de la vida, como el día complementa a la noche, son dos polaridades que conforman una unidad armónica y perfecta. Y eso es así, ¿por qué tenemos tanto miedo de mirar la muerte o de poner puntos finales?
Quizás la ciencia materialista con su énfasis en la racionalidad para explicar la vida, sumada a la modernidad y la postmodernidad han contribuido a crear sociedades que valoran al máximo la juventud y la belleza como si nunca fuera a terminar o tuvieran un final. Sin darnos cuenta nos hemos alejado de las costumbres ancestrales y de la sabiduría popular que honra, conoce, huele, abraza y acepta los finales como procesos existenciales y naturales de los que no solo hacemos parte esencial, sino que nos nutren para celebrar y vivir la vida.
Los finales que podemos asociar a la muerte no son solamente los físicos o materiales, pues existen muchos tipos de cierres definitivos: de ciclos, relaciones, trabajos, lugares e incluso de formas de vida. ¿Cuántas veces miramos al pasado para darnos cuenta de que dejamos de identificarnos con lo que fuimos? Observamos relaciones con seres a quienes en algún momento amamos, pero ya no resonamos con ellos o directamente rompimos para seguir distintos caminos. Hemos vivido muchos finales sin que les hayamos hecho duelos, quizás para evitar el dolor o por inconsciencia del cierre que estamos haciendo.
Omitir los duelos y los cierres conscientes hacen que dejemos huellas energéticas, memorias activas, que son como libros abiertos o páginas con puntos suspensivos que sin saberlo nos siguen marcando en el momento presente. Esto es evidente cuando dejamos relaciones de pareja, cuya experiencia positiva o negativa nos influye en las que establecemos en el presente. Lo mismo sucede con los lugares o las personas que añoramos o quizás detestamos, en el primer caso se manifiestan con suspiros que salen de los más profundo del corazón, al recordar lo que dejamos; y en el segundo, repetimos la emoción de rabia o dolor, como si se tratara de episodios que se repiten en un bucle que nos ata, dejándonos suspendidos igual que puntos a los que no pusimos finales.
Por otro lado, tenemos historias de finales en las familias, como las rupturas de pareja y divorcios que dejan heridas en todos los integrantes del clan que sin hacer cierres siguen repitiendo el mismo guion que pasa de generación a generación. Lo mismo sucede con los parientes perdidos que salieron a buscar su «futuro», con las desapariciones inexplicables, los accidentes que truncaron vidas y las muertes por largas enfermedades dolorosas y largas agonías, así como por las guerras ajenas que se hicieron propias. Estos sucesos pueden dejar heridas abiertas, porque no existieron finales explicables o aceptables y por tanto los duelos quedaron resonando como dolores del inconsciente colectivo e incluso es información del ADN que se transmite con la epigenética, cual marcas invisibles que nos definen sin que seamos conscientes de ello.
Asumir los finales es sanador o liberador, porque al reconocer los episodios que quedaron abiertos por la ausencia de duelos o por dolores tan profundos que marcaron la historia personal o familiar, se puede poner el debido y necesario punto final para continuar escribiendo nuevos capítulos libres de cargas. Es como emprender el viaje sin anclas y ataduras, permitiendo que el equipaje sea ligero.
Todo tiene su tiempo y ciclo. Ver y asumir los finales puede ser un proceso bonito, cuando se asume como algo natural y normal en la vida. Es bueno saber que todo termina, que tiene un final, porque implica transformación, aprendizaje y la posibilidad de renovación. Quizás eso nos lleva a comprender que lo importante no es solo lo material, ya que existen factores invisibles que nos afectan e incluso determinan, como los afectos, sentimientos y las emociones que permiten hacer los duelos sin vergüenza, para expresar la tristeza cuando alguien se va o cuando somos los que dejamos un lugar o una relación, pues podemos hacer cierres de ciclos sanos y liberadores.
Los finales conscientes son una forma de enterrar los pasados para sembrar futuros y facilitar que retoñe el eterno presente, en el ahora de una vida plena, sabiendo que algún día tendremos un final definitivo, porque moriremos como muere todo. Los finales son cierres de ciclos, como los del otoño que permite el descanso del calor mientras prepara la tierra para el invierno, o la primavera en la que retoña la vida, cual oda de la naturaleza nos muestra los finales e inicios que se complementan formando la rueda de vida y muerte permanente.
De los finales hemos de aprender a vivir la vida plenamente, como la famosa frase de vive cada día como si fuera el último, que más que un final invita a vivir en el ahora consciente. Menos mal existen los finales y la misma muerte, porque imagínate que sería la vida si fuera eterna. A mi me resultaría agotador y aburrido, además es inevitable que llegue un momento en que el cuerpo físico quiera y necesite descanso, igual que el alma podrá estar lista para elevar anclas, como lo escribió el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob en su bella canción de la vida profunda:
Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día… en que levamos anclas para jamás volver… Un día en que discurren vientos ineluctables ¡un día en que ya nadie nos puede retener!
Del final que es la muerte aprendí de mi madre, que es una sabia pasadora a otros planos o acompañante de almas en el proceso de la muerte, a no tenerle miedo, a mirar a los ojos a quienes están enfermos terminales, a acompañarles y manifestar el amor, tomarles de la mano y decirles que morir es parte de la vida, que se puede agradecer todo lo vivido, soltando las culpas que atan al dolor y limitan la posibilidad de honrar la experiencia de todo lo vivido para poder poner el punto final para el buen partir.
Es bueno saber que la energía que somos no muere, simplemente se transforma. Esto no es una creencia espiritual, sino una de las leyes de la física que a todos nos enseñaron y aún sabiéndola la negamos. Morir es una transición a otros planos, igual que las transiciones que hacemos cuando dejamos de ser niños y empezamos a ser adolescentes, cuando dejamos de serlo para ser jóvenes y cuando dejamos de ser tan jóvenes para ser llamados señores o señoras, seres con canas que tenemos arrugas y con fortuna vamos cuidando y viendo como nuestro cuerpo va evolucionando, acercándose al encuentro con un final. El final de ciclo de la vida.
Ese día, cuando reconozcamos la dualidad complementaria de la vida y la muerte, entonces estaremos listos para vivir nuevas experiencias debidas.