Una vez, hablando con una escritora relativamente conocida, me dijo que le gustaría leer mis versos, pero con todas las correcciones hechas antes de terminarlos. Decía que leyéndolos de esa manera, podría llegar a la esencia del texto y entender como habían sido creados. Esto me dejó pensando por un tiempo y después, siempre pensando, imaginé, qué podría suceder si la vida fuese un texto corregible. Si pudiéramos tomar nuestra propia historia y cambiarla, alterarla, modificarla en cada momento, sin que quedara huella del pasado. En realidad, cuando leemos, leemos la última versión y no sabemos de todos los cambios, que la han precedido. Por otro lado, no existe un pasado sino múltiples pasados que se adaptan a nuestra situación actual y nuestros planes futuros. La memoria por ejemplo está sometida a continuas reescrituras y el pasado en pocas palabras es la memoria que conservamos de éste.
Las personas cambian su historia y su identidad y al hacerlo caen en contradicciones con lo que otras personas recuerdan de su pasado y en ese sentido somos una liviana mentira. Me sucede a menudo, mientras estoy hablando con una persona, trato de imaginar cómo ha cambiado y en qué medida, la historia que representa, refleja o no refleja su pasado. Trato de entender, descubrir las partes de su historia que han sido editadas recientemente, como si fuera un libro y uno pudiera volver mágicamente a la versión precedente. A veces pienso en la biblia, en las incontables ediciones cada una alterada según ciertas exigencias que son ajenas al libro mismo y su narración. Observo esta secuencia de cambios en contraposición con la idea de que es un libro santo que representa por excelencia lo inmutable, la palabra de Dios. La biblia ha sido una traducción de una traducción sin que exista un libro que represente la versión original, pues esta es una recopilación de historias que pasaban de boca en boca antes de convertirse en una serie de textos, que han sido pensantemente editados. Nuestra historia se asemeja a la historia de la biblia en este sentido.
Volviendo a mis escritos, debo reconocer que los escribo rápidamente con pocos cambios. A veces descubro algunos errores o aspectos que podrían ser mejores y los cambio. Existen algunos sistemas de escritura que conservan todas las copias de un texto y pulsando un botón con la opción «edit» nos permite ver todas las versione precedentes. Es decir, la historia del texto y cada una de ellas puede ser fácilmente actualizada. Imaginemos si pudiéramos hacerlo con nosotros mismos. O si pudiéramos existir en varias versiones paralelas adaptándonos a diferentes personas y sus preferencias. En realidad, estas adaptaciones existen, pero desgraciadamente en pocas ocasiones nos damos cuenta de qué versión tenemos por delante.
He observado muchas veces que la gente es así, se autoedita y presenta una nueva cara de sí mismo, si el interlocutor cambia y no únicamente. En las redes sociales este continuo cambio es un fenómeno conspicuo. Por otro lado, hablando en otros idiomas, percibo que no soy completamente el mismo, cuando paso de una lengua a otra. Sucede a veces que lo que digo en una lengua, no lo diría en otra. Mis temas son ligeramente distintos y en una cierta medida, mi modo de ser cambia. La lengua es un espacio para proyectar nuestra identidad y si esta cambia, cambia también la imagen que proyectamos. Las diferencias son sutiles y a veces difíciles de notar, pero existen. Una vez, una amiga me dijo que yo era más simpático en italiano. No le pregunté el por qué. Pensé solamente en estos temas, como hago ahora, una vez más.
Volviendo al inicio, mis versos no tienen pasado, ni futuro. Sólo un presente que dura horas, días, semanas y a veces meses o años. Después se olvidan y otros aparecen como las hojas de un árbol en primavera que lo hacen sentir más vivo, más verde, más presente y la pregunta que me hago cada primavera es si el árbol que tengo al frente es el mismo de la primavera pasada o del último otoño. Un poco como el río que cambia sus aguas y sigue su mismo curso. Autoeditarse es una función, cuyo objeto es lo que llamamos identidad y esta es siempre más editable, pues lo que nos ata al pasado es siempre menos en esta sociedad fluida, donde imaginariamente todo es posible hasta el convertirse en otra persona.