Nunca supe cómo se las arreglaba mi padre para darnos tanto con su modesto salario de trabajador de la panificación.
En el tanto ocuparon un lugar de privilegio las lecturas y los viajes. Mi viejo coleccionó durante décadas las revistas deportivas Estadio (Santiago), El Gráfico (Buenos Aires) y aún otras, y cada semana nos compraba kilos de historietas, cuentos y libros varios. Mi madre leía novelas y El Fausto, un semanario para señoras que traía románticas historias por capítulos. De ahí viene mi amor por los libros, del estímulo de un padre que no terminó el tercer año de la escuela primaria, pero amaba la lectura.
Los viajes siempre tuvieron el mismo destino: el archipiélago de Chiloé, más precisamente Achao, en la isla de Quinchao. Llegar allí en esa época, -los años cincuenta-, era una aventura inolvidable.
De San Fernando a Puerto Montt viajabas en un viejo tren tirado por una locomotora perdularia, operada por los tiznados, trabajadores de la Empresa de Ferrocarriles del Estado, así llamados porque sus rostros llevaban la marca indeleble del carbón.
El tren circulaba con una deleitosa y amable lentitud. Cubrir los 700 km le llevaba no menos de 14 horas, sin contar las numerosas paradas en las capitales provinciales. Si abrías una ventanilla eras candidato a recibir una partícula de carbón en un ojo. De vez en cuando pasaba un señor, de chaqueta blanca y muy formal, que te proponía algo de beber y de comer: el servicio era impecable pero demasiado caro para nuestro exiguo bolsillo.
En Puerto Montt medio pernoctabas en alguna posada, hasta la temprana hora del día siguiente en que zarpaba el vapor que te llevaba frente a la isla de Quinchao.
En Achao no había (aún no hay) ni puerto ni molo de abrigo: en medio del océano desembarcabas bajando por una estrecha escalerilla, situada en los flancos del vapor, hasta las lanchas a remo que venían a recogerte y a las cuales saltabas arriesgando zambullirte en las heladas aguas del Pacífico Sur junto a tus maletas, bolsos y mariconadas varias.
Al llegar a la playa de Achao te quitabas los zapatos, arremangabas tus pantalones, y saltabas al agua. Así llegabas, caminando, a tu destino. Allí estaba Luis Soto Romero, mi abuelo, alcalde del pueblo, practicante de su oficio. Mi padre, cachondeándose, lo había apodado el Cacique.
Mi abuelo había sido practicante en el ejército. En Achao, ya civil, hacía de todo, enfermero, partero, cirujano de cirugía menor, autoridad pública, portavoz, juez de paz... en fin, de cacique.
Mi abuelo era socialista, de los de aquella época, no confundas ese género con los de ahora: mi abuelo nunca tuvo ninguna canonjía, ni creó jamás Fundación alguna. Él más bien daba que recibía. ¿Te sorprendería saber que era amigo y compañero de un tal Salvador Allende? Justamente. Salvador Allende.
En el año 1958, yo aún no cumplía 10 años de edad, cuando mi abuelo nos anunció que teníamos que ir a la playa, a recibir a nuestro candidato. Servidor no entendía nada de esas cosas, pero, junto a mis hermanos y a una multitud de lugareños, estábamos en la playa de Achao cuando apareció a lo lejos una lancha de pescador, a vela, la lancha.
A bordo se distinguía claramente el botero maniobrando las velas y el timón, y dos personas vestidas de traje, indumentaria algo incoherente con el lugar, el medio de transporte y los pobladores de tan ignotos lugares.
Al acercarse el bote a la playa, los dos trajeados citadinos cumplieron con el conocido ritual del viajero: arremangaron sus pantalones, se quitaron los zapatos y los calcetines, y saltaron a las heladas aguas. Uno de ellos era Salvador Allende, que visitaba hasta las más recónditas aldeas de nuestra atormentada geografía en su porfiado empeño por obtener el apoyo ciudadano necesario para devenir presidente y terminar con los abusos y la explotación de nuestras gentes, así como con el saqueo de nuestras riquezas básicas.
Otros tiempos, otros hombres, otras prácticas. Costaba mucho ser demócrata y practicar con el ejemplo cotidiano de décadas de actividad política. Allende ya había sido candidato en 1952. Y lo sería de nuevo en 1964, cuando mis hermanos menores escribían su nombre en hojas de cuaderno y salían a pegarlas en calle Curalí.
Era una época en la que, en un rito cíclico, con una periodicidad de seis años, salían las «señoras bien» a visitar a los pobres, provistas de algunos «regalos». Y un mensaje: hay que votar por el candidato de la oligarquía. Yo no sabía que eso se llamaba practicar el cohecho, comprar consciencias, atemorizar a los incautos, predicar el odio con el concurso demasiado evidente de la parroquia local.
Servidor, un adolescente que prolongaba la lucha por los ideales de su abuelo, participó activamente en la campaña. Así pude comprobar que no había lugar, por pequeño y modesto que fuera, que Allende no hubiese visitado en su larga carrera hacia la inmortalidad.
En alguna ocasión unos mineros de Lota me propusieron, más bien me desafiaron, a venir con ellos a las galerías de las que extraían el carbón. Ellas se prolongaban por kilómetros bajo el océano Pacífico, y los accidentes eran frecuentes. Pero no quise acojonarme, y acepté. Confieso que entré en los socavones con un miedo mal disimulado. Ya en las entrañas de la tierra, el minero que llevaba la lámpara anunció: ahora vas a conocer la oscuridad. Y apagó la lámpara.
Los instantes en que conocí una negrura indescriptible, un silencio sepulcral, la pérdida de todo sentido de la orientación... fueron inolvidables. En las minas de carbón no entra la luz de las estrellas.
Cuando por fin salimos a la luz el día, los mineros me dijeron palabras amables por mi entereza (se ve que no supieron del terror que me habitaba). Pero lo que más me impresionó fue que agregaron:
«El único político que se atrevió a entrar con nosotros al fondo de la mina... fue el compañero Salvador Allende».
Luego pude, -a lo largo de mis correrías por Chile, en el norte árido y desértico, en las montañas, en el valle central, en las fábricas, en la costa, en cada pueblito visitado-, comprobar que el «compañero» ya había estado allí más de una vez, mucho antes de que a mí se me encendiera la luz de la conciencia política, esa de los derechos ciudadanos.
Ahora que voy llegando a una edad canónica, me asombra recordar el inimaginable esfuerzo, las incontables horas, días, meses y años, las palabras siempre llenas de esperanza y de estímulo para el combate social, el compromiso épico y el ejemplo ético de Salvador Allende... para ofrecerle a Chile el sueño de un país justo, libre y democrático.
Y comprendo el valor de sus últimas palabras... « Yo le digo al pueblo: yo no voy a renunciar...».
Me queda, inscrito para siempre en el lugar del pecho que sirve para eso, el orgullo de haberle conocido, de haber contribuido, microscópicamente, a que llegase a La Moneda y entrar, definitivamente, en la Historia de los grandes hombres de esta Humanidad.