A los cinéfilos de varias generaciones que se educaron sobre México a través de las representaciones de Hollywood, hay que advertirles que son víctimas de burdas distorsiones históricas y también de estereotipos que hasta hoy rozan el colonialismo, las visiones racistas y nutren el arsenal del supremacismo blanco tan en boga hoy por hoy en los Estados Unidos.
Además de ratón de bibliotecas me considero escarbador del celuloide, a menudo motivado por reminiscencias de los wésterns que veía con avidez en los desaparecidos cines de barrios. Hace poco tiempo, Pirate Bays mediante, rescaté tres películas de las que guardaba buenos recuerdos adolescentes: ¡Viva Zapata! (1952), de Elia Kazan, El Álamo (1960), dirigida y protagonizada por John Wayne, y La patrulla salvaje (1969), de Sam Peckinpah.
Tres filmes que marcaron época y llenaron salas. Las dos primeras con aspiraciones históricas y la tercera como una propuesta innovadora en materia de wéstern, con una exposición descarnada de la violencia y perfiles de personajes que superaban la dicotomía maniquea de buenos y malos de las clásicas películas del oeste, aquellas donde el jovencito derrotaba a los bandidos y se casaba con la hermosa niña, según nuestra terminología de entonces.
El cine es uno de los más poderosos medios de entretención con intereses comerciales, y aunque su objetivo en rigor no es enseñar, en los hechos es un transmisor cultural y educador de masas con entregas de contenidos que se depositan en el imaginario de los espectadores, expuestos a recibir tanto valiosos conocimientos como distorsiones o manipulaciones de la realidad.
Bajo este prisma, numerosos estudios advierten que desde sus orígenes el cine estadounidense, con escasas excepciones, ha construido una imagen de los mexicanos como perezosos, borrachos, corruptos y bandidos, y de las mexicanas como prostitutas. La imagen de una «raza inferior» latina como reverso de los anglosajones.
Esto, que es notorio en las películas del oeste, se recicla últimamente en filmes sobre el narcotráfico e incluso un cineasta tan respetado como Clint Eastwood incurre en esos estereotipos en una de las últimas producciones, Cry macho de 2021, ambientada en México, que desde su título asocia el negativo rasgo del machismo junto al de la corrupción.
En un paper escrito en 2007, el investigador de la Universidad de Sonora Mario Alberto Velásquez registró que desde inicios del siglo XX la filmografía estadounidense introdujo las cintas greaser (grasoso) como un subgénero de los westerns, un término peyorativo para los arrieros de la frontera y los ejes engrasados de sus carretas, que se aplicó a los bandidos mexicanos.
«El bandido, que aparece en todas estas cintas, es un hombre moreno, de baja estatura, con una vestimenta sucia al igual que todo su cuerpo; el rostro sin rasurar; ha perdido algunos dientes; el cabello aparece despeinado y de aspecto grasoso; cicatrices y el ceño fruncido completan la imagen», escribió Velásquez.
«Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos». La frase, que se atribuyó al dictador Porfirio Díaz, habría sido en rigor pronunciada en 1926 por el jesuita Vicente Heredia. De una u otra forma, refleja la realidad de 3.180 kilómetros de frontera, de una historia común y de un presente con 38 millones de mexicanos viviendo en territorio estadounidense.
El estudio de Velásquez, que analiza la visión cinematográfica como resultante de los eventos históricos en la frontera de los dos países, tiene como título La construcción de la imagen de México en Estados Unidos desde una perspectiva de riesgo, riesgo asociado a su vez a la otredad, es decir el rechazo al otro, al diferente.
La xenofobia y el racismo se nutren de la atribución de características peligrosas al otro, y se lo caracteriza como inferior en contraposición a los rasgos propios. Si el estadounidense anglosajón es laborioso, civilizado, sociable, inteligente y de raza pura, el mexicano/latino es holgazán, bárbaro, antisocial, atrasado y de raza impura.
A la luz de este análisis la relectura de western que nos apasionaban en la adolescencia ya no provoca el mismo embrujo y obliga a profundizar en las cuotas de distorsión y de estereotipos que contienen ¡Viva Zapata!, El Álamo y La patrulla salvaje, para detenernos en solo tres ejemplos de este «pobre México», tan cerca de Hollywood.
El filme de Elia Kazan, protagonizado por Marlon Brando, Jean Peters y Anthony Quinn, con guion del célebre John Steinbeck, es una biografía bastante acomodada de Emiliano Zapata, líder de los revolucionarios que en el sur de México se levantaron en armas contra el dictador Porfirio Díaz, derrocado el 25 de mayo de 1911, cuando completaba treinta años y 105 días en el poder.
El Zapata representado por Marlon Brando es idealizado al extremo de negar características esenciales del conductor de la rebelión de los campesinos indígenas, atribuyéndole rasgos propios de los héroes hollywoodenses de los westerns.
Así, con su carácter retraído y parco, es un hombre justo que no ambiciona el poder y cuya aspiración máxima es la justicia, que ama y logra conquistar a Josefa, de un estrato social superior, que le enseña a leer con la Biblia y será su fiel y única esposa hasta su muerte.
Según los biógrafos del líder agrarista, Zapata no era analfabeto y Josefa fue su segunda esposa. Tuvo además relaciones documentadas con nueve mujeres con las cuales procreó un total de dieciséis hijos. Asimismo, su asesinato en 1919 a través de una emboscada en Chinameca, está representado fílmicamente con una desbordada exageración.
Si el filme de Elia Kazan incurre en licencias contra la historia, la película El Álamo de John Wayne lo hace en una escala infinitamente mayor, acorde al objetivo de justificar el despojo territorial de México mediante la anexión a Estados Unidos del actual estado de Texas, el más grande de la Unión.
Entre el 23 de febrero y el 6 de marzo de 1836 tuvo lugar la batalla de El Álamo, una fortaleza defendida por alrededor de 200 secesionistas estadounidenses contra las tropas del general y presidente mexicano Antonio López de Santa Anna, muy superiores en número, que los derrotaron.
Según la versión fílmica de John Wayne, los 150 defensores de El Álamo se enfrentaron a siete mil soldados de Santa Anna, en lugar de los 1.500 a dos mil que registra la historia. Los estadounidenses aparecen como luchadores de la libertad contra el dictador mexicano, cuyo propósito es convertir a Texas en una estrella más de la bandera de los Estados Unidos.
Paco Ignacio Taibo II refirió el año 2021 las falsas ideas a propósito de este episodio y su representación cinematográfica. En primer término, los defensores de El Álamo no eran luchadores por la libertad, sino esclavistas, que se oponían a aplicar la abolición de la esclavitud instaurada en México desde 1812.
El legendario Davy Crocket, interpretado por John Wayne, que llegó a El Álamo con un destacamento de voluntarios de Tennessee, tampoco tuvo la muerte heroica que le atribuye el filme, haciendo volar el arsenal de la fortaleza, sino que se rindió a las tropas mexicanas y fue fusilado.
Tanto Santa Anna, como todos los mexicanos que aparecen en la película, son caracterizados como crueles y malos soldados, que solamente pudieron vencer a los estadounidenses por su gran superioridad numérica.
La patrulla salvaje se llenó de elogios en su estreno en 1969, con loas a la maestría de Peckinpah en la dirección, los juegos de cámaras y la calidad del elenco, encabezado por William Holden. La película está catalogada entre los mejores westerns de la historia. Sin embargo, su representación de los mexicanos incurre en los estereotipos clásicos.
La película transcurre a ambos lados de la frontera en la época de la revolución mexicana y los héroes estadounidenses deben entrar en tratativas con el general Mapache, caracterizado por el actor Emilio Fernández. Es el jefe de un ejército de insurgentes, borracho, mujeriego y cruel torturador, que terminará siendo ajusticiado por los norteamericanos. No podía ser de otra forma.