Las caricaturales peripecias del gobierno chileno dieron origen a un brote interminable de interpretaciones, crónicas y análisis, las más de las veces desprovistos del humor que caracteriza al personal.
El propio presidente de lo que hay de República, -tan adepto a los apotegmas-, aludiendo a la infortunada gestión de las urgencias sanitarias por parte del subsecretario de Redes Asistenciales, se rajó con otro: «En este momento no hay espacio para curvas de aprendizaje». Puede que su subconsciente le traicionase y en el fondo referíase a los penosos resultados de la Educación del país que preside.
O bien a la incomprensible y desafortunada decisión del ministro de la Cultura quien –sin consultarle– rechazó el convite que la Feria de Frankfurt le extendió a Chile para ser el «invitado de honor». ¡Qué loco gastar esas lucas!, aliteró De Aguirre.
O tal vez quiso sugerirle al diputado Mellado que, cuando el Ejecutivo convoca a una reunión de los poderes del Estado, no conviene introducir grabadoras de contrabando con la sana intención de difundir los despropósitos del areópago que nos desgobierna. ¡Aprende Mellado, aprende!
Debo admitir que el carácter miserable de lo que precede no es una exclusividad chilensis. En EEUU, un tipo como Raúl Torrealba podría ser candidato a presidente. En España, Alberto Núñez Feijóo, candidato de la derecha a la presidencia del gobierno, propone suprimir el ministerio de Cultura. En Finlandia el gobierno nominó siete ministros fascistas, y no de los menores. En la UE, dos ectoplasmas, Ursula von der Leyen y Josep Borrell, ocupan la presidencia y las RREE, lo que da la medida de la subnormalidad de los subnormales.
Toca explicar el cómo y el porqué del menguado comportamiento de tan menguados héroes. Es en este momento en el que no podemos irnos por los cerros de Úbeda, expresión andaluza que significa quitarle el culo a la jeringa.
En su conocido ensayo La Ilusión Económica, Emmanuel Todd escribe:
Vivimos hoy en día la culminación lógica de la estupidez ultraliberal, que, buscando ‘liberar al individuo’ de toda cortapisa colectiva, no logró sino fabricar un enano asustado y entumecido que busca la seguridad en la deificación del dinero y en su atesoramiento. En ausencia de grupos activos, definidos por creencias colectivas fuertes –obreras, católicas, nacionales– los políticos del mundo occidental están reducidos a su estatura social real, por naturaleza insignificante.
No puedo menos que subrayar el año de publicación del libro en París: 1998. Hace exactamente un cuarto de siglo.
En esa época, en EEUU gobernaba Bill Clinton, quien fue sometido a juicio político por la Cámara de Representantes, acusado de perjurio y obstrucción de la justicia para ocultar su romance con Mónica Lewinsky, estudiante de 22 años, en prácticas en la Casa Blanca.
Rusia estaba presidida por un alcohólico notorio, Boris Yeltsin.
En Alemania era Canciller Gerhard Schroeder, un socialdemócrata que mantuvo buenas relaciones con Rusia y más tarde llegó a ser presidente del consorcio petrolero ruso Rosneft. El SPD, su partido, inició un proceso para expulsarle. No fue Schroeder el que cambió, sino el SPD: en los años 1970 Willy Brandt había construido buenas relaciones con la URSS.
El gobierno español tenía a su cabeza a José María Aznar, un guerrero: no solo pretendió que a él nadie podía prohibirle conducir en estado de ebriedad, sino que fue uno de los pocos que se creyó el cuento de las «armas de destrucción masiva de Saddam Hussein», y acompañó a Bush Jr. y a Tony Blair en la invasión ilegal de Irak. Lo de «ilegal» lo sentenció Kofi Annan, secretario general de la ONU.
Signo de los tiempos… en Francia pasamos de De Gaulle a Chirac, luego a Sarkozy (actualmente investigado por fraude y robo), luego a François Hollande (que por las tardes salía del Eliseo en motoneta –cubierto por un casco– para visitar a su amante)… y finalmente Emmanuel Macron (o Micron, es según…).
En Gran Bretaña la imagen pétrea de Winston Churchill, el hombre que no tuvo nada que ofrecer excepto «sangre, sudor y lágrimas», le cedió el paso a la de Tony Blair, lo que ya era trágico, para caer luego en la patética caricatura de Boris Johnson y terminar hoy en la de Rishi Sunak.
En Chile, donde tuvimos el privilegio de elegir a Salvador Allende, cuya dimensión moral, estatura de estadista y coraje de héroe no conoce parangón alguno, descendimos a un tortuoso Patricio Aylwin, y seguimos cuesta abajo en la rodada con Ricardo Lagos hasta llegar a Gabriel Boric, cuyo nivel intelectual lleva a echar de menos hasta a Michelle Bachelet, lo que ya es decir.
Como puede verse, Emmanuel Todd tuvo buenas razones para escribir: «…los políticos del mundo occidental están reducidos a su estatura social real, por naturaleza insignificante».
Para comprender la disociación entre la sociedad real y la costra política parasitaria, Emmanuel Todd sugiere no limitarse a sus elementos económico-culturales. Todd agrega otra dimensión de la cual es un reconocido especialista: la dimensión antropológica. Leer los dos volúmenes de su libro El Origen de los Sistemas Familiares, -mil páginas cada uno-, requiere un mínimo de dedicación e interés por la faena.
Abreviando, Todd sostiene que las características de las estructuras familiares, elemento antropológico por excelencia, determinan las particularidades del capitalismo en el que estamos sumergidos, incluyendo sus límites, sus debilidades y las falencias que lo están llevando a su tumba.
Habrá que ponerle atención a la evolución histórica de las estructuras familiares que –para más INRI– suelen ser diversas y variadas en un mismo país: es raro encontrar una nación químicamente pura, aun cuando japoneses y alemanes lo pretendan.
Simplificando al extremo, hay países en que priman las estructuras familiares de «cepa», que se distinguen por la autoridad parental y la igualdad entre los hermanos. En esos países hay una tendencia a considerar que la igualdad de los miembros de la nación es un elemento importante de la cohesión social. En otros países, frecuentemente anglosajones, prima la familia «nuclear» en la que el hijo primogénito monopoliza la sucesión, y se acepta la desigualdad como cosa natural. Ahí te dejo, el tema trae tela, en menos de cien páginas no acabo el resumen.
Evitando los cerros de Úbeda, creo necesario evocar algunos elementos económicos del desastre actual, ese que Emmanuel Todd llama la realidad y la ilusión de la mundialización. Ella es una realidad, dice Todd, y asocia «la libertad de circulación de las mercancías, del capital y de los hombres, una baja de los ingresos del trabajo no calificado y luego calificado, un incremento de las desigualdades, una caída de las tasas de crecimiento y últimamente una tendencia al estancamiento».
A propósito de la libertad de circulación de los hombres el naufragio de un barco lleno de inmigrantes frente a las costas de Grecia ofrece un desmentido de 700 cadáveres, la mayoría mujeres y niños, mientras que la subvención alemana de diez mil millones de euros a Intel muestra que el capital no solo circula libremente, sino en círculos cada vez más estrechos.
Como todo hijo de vecino sabe, o debiese saber, en el ámbito de la teoría le debemos a David Ricardo (1772 – 1823) la tesis de las ventajas comparativas que producen intercambios económicos entre dos países dotados desigualmente de factores productivos. De tal modo que, en su ejemplo, Portugal e Inglaterra producen telas y vino, pero a precios diferentes. Naturalmente, la especialización de un país en la producción de vino, y del otro en las telas, genera un intercambio beneficioso para ambos.
Marx –que leyendo esto se reía a gritos– llamaba este tipo de análisis las «robinsonadas»: los economistas suelen construir teorías a partir de uno o dos productores, Robinson Crusoe por un lado y, eventualmente, Viernes por el otro. Marx tenía razón: basta con mirar los resultados de siglos de intercambio desigual entre el sur del mundo y «el norte revuelto y brutal». Lo que vemos en América Latina, África y Asia no es el resultado de intercambios win-win, sino el desmadre del pillaje, el robo y la explotación.
Cuando Ursula van der Leyen viene a Sudamérica no lo hace en virtud de las ventajas comparativas sino por la sencilla razón que la UE no produce litio. Lula en Brasil y Fernández en Argentina llevan razón cuando le preguntan a Ursula: «Y nosotros, brasileños y argentinos… ¿cómo vamos ahí?».
Los partidarios de la globalización encontraron una versión perfeccionada de la tesis de Ricardo en el modelo llamado de Heckscher-Ohlin, nombres a los cuales se asocia de cuando en vez el de Paul Samuelson. Un trío que es al humor lo que Los Tres Chiflados fueron a la economía. Nada contribuye más a la credibilidad de las voladas económicas que las matemáticas. Conscientes de ello Heckscher y Ohlin se rajaron con un teorema que lleva su nombre. Estudiarlo, ¡qué digo!, mencionarlo te viste con los perendengues del economista distinguido. Veamos.
Las bases de los intercambios comerciales no son siempre las mismas, y dependen de la combinación de cinco condiciones necesarias y suficientes para que los intercambios se produzcan, o no. Yo no invento nada, me limito a poner ante tus deslumbrados ojos la ciencia pura. Un consejo: ponte gafas de sol. Las condiciones, helas aquí:
- Los países poseen funciones agregadas de utilidad homotéticas y ellas son las mismas para todos los países.
- Las funciones de producción difieren entre los bienes, pero son las mismas entre los países.
- Las dotaciones relativas de factores son las mismas entre los países.
- Se encuentra la competencia pura y perfecta en todos los mercados.
- Las funciones de producción son homogéneas lineales.
¿Lo qué? Eso mismo. A partir de la alucinante claridad de lo que precede los economistas te explican todo, incluyendo las razones por las que sube o baja el dólar, o que llevaron a Raúl Torrealba a meter las manos en la caja, o motivan a Alexis Sánchez a terminar su carrera en Tocopilla cuando Canela Baja es tan del Choapa. Yo… yo me iría a Empedrado y no es porque esté cerca de Nirivilo. Pero ese es otro cuento.
Los que saben (no de Alexis… sino de economía), te cuentan que la teoría de Heckscher-Ohlin relaja (sic) la tercera condición y establece que las bases de intercambios recíprocos se deben a la presencia de dotaciones relativas de factores de producción diferentes entre los países.
Ejemplo: tu pinche país produce cobre porque acontece que allí hay yacimientos de cobre, -y ahora de litio-, mientras otros países disponen de capital, capital que acumularon durante siglos robándose el cobre… maravillosa coincidencia que prueba la genialidad de Heckscher y Ohlin, y de cuando en vez de Samuelson. En Suecia te dan un premio Nobel por mucho menos que eso.
Hay que reconocer que los suecos son disciplinados y siguen al patrón adonde vaya, por eso le ofrecieron no menos de cinco premios Nobel a los impulsores del ultraliberalismo y la mundialización, incluyendo a Milton Friedman, quien aseguraba que los EEUU no le deben nada a nadie porque «la deuda está expresada en dólares y los dólares los fabricamos nosotros». Nadie ha logrado saber si el Nobel se lo dieron por descarado, por cínico, o por contar la firme de la milanesa.
A estas alturas tienes suficientes ejemplos que muestran que, en materia de incompetencia, de irresponsabilidad, de inanidad política y de chapuzas para el bronce… Chile tiene seria competencia en diferentes puntos del planeta, incluso en los países más insospechables.
Tanta genialidad nos tiene donde nos tiene. El ultraliberalismo va de regreso al sitio del cual nunca debió haber salido. La mundialización amenaza con destruir las condiciones de existencia de la vida humana en el planeta, razón que lleva a los más osados a exigir que de ahora en adelante compres automóviles eléctricos… para los cuales queda por producir la electricidad. La ola de privilegios que acompaña el deterioro de las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población (las estadísticas dicen que somos el 80%) plantea desafíos inéditos. Que el personal -habida cuenta de lo vivido- ya no crea ni en la madre que lo parió, que las pelotas y los pelotas acaparen el interés ciudadano, que las ansias de consumo desarrollen un individualismo exacerbado y disolvente de la cohesión social, todo ello es el resultado del dominio incuestionable del capitalismo.
Hace poco más de un siglo Lenin y los bolcheviques intentaron tomar el cielo por asalto y se dieron como Programa la Revolución Social. Mucho no hemos avanzado, visto que hoy la osadía extrema consiste en concesionar lo que queda. Y en exigir la separación de tus desechos en basureros de distinto color: para salvar el planeta.
Lo dicho: nos estamos yendo por los cerros de Úbeda.