Los cincuenta años del golpe militar de 1973 vuelven a abrir la memoria de los horrores cometidos por las fuerzas armadas y carabineros en 17 años de dictadura que contaron con la connivencia de sectores políticos civiles. El recuerdo del presidente Salvador Allende, pese a la campaña de difamación de sectores conservadores durante 50 años, y últimamente los intentos de relativizar su legado, tiene asegurado un lugar en el panteón de los grandes de la historia de Chile. Contar la verdad no es inculcar odio, sino es educar a las nuevas generaciones con lo ocurrido. Así se han sanado sociedades como en Alemania e Italia, en cambio en países como España continúan hasta el día de hoy desenterrando cadáveres para entregárselos a sus familiares y eliminando los monumentos o plazas que recordaban la dictadura franquista.
Sin duda que hoy debemos mirar al futuro y fortalecer la democracia, las instituciones armadas y el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, ello no debe impedir recordar lo sucedido y mucho menos en circunstancias en que miles de familias viven el luto permanente de no saber dónde están los restos de sus seres queridos. El presidente Gabriel Boric, en su mensaje a la nación, el pasado 1 de junio, ha señalado que «no claudicaremos en el deber moral que representa agotar los recursos necesarios para que los familiares de los detenidos desaparecidos y ejecutados que no se han encontrados conozcan la verdad de lo sucedido». ¿Cuándo sucederá aquello? ¿Quién, sino las fuerzas armadas y carabineros, puede responder?
Recientemente se ha abierto una duda por el veto del comandante en jefe del ejército a que los recintos militares donde se cometieron aberraciones, torturas y fusilamientos de hombres, mujeres y adolescentes sean registrados como sitios de memoria histórica. Las personas que conocen lo ocurrido en esos aciagos días de la dictadura de Pinochet y la junta militar que lo acompañó, junto al apoyo de gran parte de la oficialidad, pretenden que no se recuerden los sitios, que no queden huellas del pasado, es decir, otra forma de hacer desaparecer: esta vez la memoria y los lugares donde se cometieron los crímenes. Vale la pena recordar algunos, como por ejemplo lo ocurrido con los más cercanos y leales colaboradores del presidente Allende que fueron sacados del palacio de La Moneda el 11 de septiembre, trasladados al regimiento Tacna donde fueron vejados y torturados, para luego ser trasladados al campo militar de Peldehue. El siguiente es uno los cientos de testimonios recogidos por la Vicaría de la Solidaridad y que se conservan en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago, y que fueron presentados a los tribunales de justicia.
Según testimonios de los sobrevivientes, ellos escucharon de los militares que participaron en la operación, que los habían llevado a los campos militares de Peldehue, ubicados en Colina, donde habrían sido fusilados e inhumados. Un soldado del Regimiento Tacna, que pudo presenciar parte de los hechos, relató que los prisioneros fueron amarrados con alambre y lanzados a un camión Pegaso del Ejército que integró un convoy que salió del cuartel a las 14:00 horas aproximadamente, mientras se ordenaba a todos los conscriptos permanecer recluidos en sus cuadras y no transitar por los patios. En la tarde regresó el contingente que había formado parte del convoy y se corrió la voz entre los militares que los prisioneros habían sido conducidos al predio que el Regimiento Tacna tiene en los campos militares de Peldehue, en Colina, allí habrían sido ultimados frente a un hoyo o fosa, de un diámetro de unos cinco a seis metros y de varios metros de profundidad, que existía a poca distancia de la vivienda empleada por el personal de guardia del predio. Los prisioneros eran colocados en grupos de cuatro al borde de la fosa y se les disparaba. Una vez ejecutados y arrojados al fondo del foso, se habrían lanzado granadas en su interior y así continuaron las ejecuciones de cuatro en cuatro. El soldado agrega que le correspondió ir al predio mencionado a fines de septiembre de 1973 y encontró la citada fosa tapada. Allí le confirmaron que se había enterrado a los ejecutados en ese lugar y que éstos eran 26 o 27, los cuales antes de ser asesinados gritaron consignas alusivas al gobierno de la Unidad Popular.
El campo militar de Peldehue es hoy el regimiento del ejército llamado BOE, Brigada de Operaciones Especiales. Nada indica ahí el lugar donde fueron fusilados los colaboradores del presidente Allende. Al ser consultados, los oficiales dicen no saber dónde ocurrió aquello. Esta fosa, al igual que otras, fue abierta años después en la llamada «operación retiro de televisores», iniciada en 1979, dirigida por militares de los servicios de inteligencia y por instrucciones directas de Pinochet y la junta militar. Consistía en desenterrar todos los cuerpos de prisioneros políticos ejecutados y hacerlos desaparecer, según lo revelado en la investigación del juez Juan Guzmán, el año 2004. Por tanto, este lugar, así como otros, deben ser declarados «sitios de memoria histórica» y recordados con placas de los hechos ocurridos. No significará alterar el trabajo de los militares y pueden ser abiertos una vez al año a familiares y público. De hecho, en dos oportunidades la BOE ha recibido a familiares de los asesinados en Peldehue.
El país no puede permitir que se produzca una doble desaparición: de los restos de los fusilados y de los sitios donde ocurrieron los crímenes. La responsabilidad no hay que buscarla en el ejército ni otras ramas de la defensa, sino principalmente en quienes han ejercido el poder civil mandatados por la ciudadanía. En más de 30 años de democracia, algunas de sus autoridades parecieran que siguen cayendo bajo el síndrome de Estocolmo, que actúa como manto protector para no indagar más y dejar en la bruma del olvido, la desaparición y muerte de miles de chilenos. No habrá verdadera paz mientras cada una de las instituciones no hagan su propio reconocimiento de lo ocurrido, ordenado por una generación de mandos superiores que han ensuciado una historia gloriosa de instituciones fundamentales para la república.
Hace 20 años el general Juan Emilio Cheyre tuvo la valentía de dar el primer paso con su llamado al «nunca más», abriendo un camino de encuentro con las víctimas y la historia. Por desgracia, no hubo continuidad, dejando otra vez en el olvido lo ocurrido. Recién en marzo de 2022, en el salón de honor de la Escuela Militar en Santiago, el general Ricardo Martínez fue más allá al reconocer varios horrores cometidos por su institución, entre ellos la llamada «caravana de la muerte» encabezada por el general Sergio Arellano. Queda para la historia la deshonra del excomandante en jefe del ejército, Augusto Pinochet, quien mandó a asesinar en Buenos Aires a su compañero de armas y predecesor, el general Carlos Prats y su esposa, Sofía Cuthbert. Esperemos que no tengan que pasar 20 años más para que el ejército complete y limpie el honor de una institución que no se merece la mancha que le dejaron los 17 años de una dictadura asesina y corrupta. Un paso más ha dado la Armada con las declaraciones del pasado 14 de junio de su comandante en jefe, el almirante Juan de la Maza, al decir «nunca más» a los horrores cometidos en el ex campo de prisioneros de Isla Dawson, ubicada en 2.290 kilómetros al sur de Santiago. Por primera vez un almirante hace referencia a los años de la dictadura y aunque sin condenar lo actuado por otros mandos, señaló que no debe repetirse.
Esperamos que la Armada contribuya en un futuro cercano a aclarar y abrir los archivos donde se guarda información sobre el papel que tuvieron en los años del horror. El almirante de la Maza deberá enfrentar ahora las críticas e insultos de los oficiales en retiro, los que al igual que el resto de las otras instituciones armadas, entregan el verdadero pensamiento sobre la dictadura militar desde el cómodo y «dulce retiro», como lo llaman. El paso importante que debieran dar las fuerzas armadas y carabineros, por respeto y enseñanza de los derechos humanos a las nuevas generaciones, es introducir en los programas de estudio las visitas de todas las escuelas matrices de oficiales y suboficiales de las fuerzas armadas al Museo de la Memoria y otros sitios como Villa Grimaldi.
Los 50 años del golpe y de la decisión de morir del presidente Allende en la Moneda, luego de un bombardeo feroz, junto a los 17 años que siguieron y que cambiaron la vida de millones de personas, son una página de heroísmo, valor y testimonio que no pueden ser borrados, ni mucho menos relativizados, por respeto a la memoria de las víctimas y a los más de 200 años de historia de la República.