Desde un punto de vista conceptual se plantea hoy una pregunta central: ¿resulta o no posible un pensamiento emancipatorio en América Latina que pueda autocomprenderse como un pensamiento de la modernidad? Un pensamiento emancipatorio solo puede ser tal si es posmoderno y opositor, o transmoderno y liberador o glocal y antimoderno, surgido de las raíces de la realidad de sus pueblos y su historia.
Sólo resulta auténticamente emancipatoria una propuesta que renuncie a cualquier forma de eurocentrismo -desde el utopismo marxista al estado de derecho-, una que articule las voces «desde abajo» tanto tiempo acalladas por la fuerza opresora de la modernidad, señala el Grupo de Trabajo Modernidad, colonialismo y emancipación en América Latina de CLACSO.
Según este pensamiento (decolonial), a una modernidad racionalista, antropocéntrica, republicana y capitalista, que organiza las expectativas sociales sobre la urdimbre de estos rasgos imperiales, no podría adjudicársele jamás un rol auténticamente emancipador, que debe estar comprometido, por contraste, con epistemologías, economías, formas de organización social y ecologías basadas en el lugar que permita ir más allá del estado, el capitalismo o la ciencia deslocalizada que son los lugares de lo que en Europa llaman «moderno».
Y comprometido también con la emancipación de todos aquellos que la modernidad ha colocado en el lugar de lo «subalterno» (excluidos, empobrecidos, invisibilizados, ausentes). Una emancipación pensada de esta forma solo puede suceder radicalmente como ‘desoccidentalización’.
Algunas décadas después, en los años setenta del siglo XX, con la crisis de capitalismo keynesiano, y en los años noventa con la implosión de la Unión Soviética y caída del muro de Berlín, resurgieron los términos de gobiernos de derecha y de izquierda. Que, en el siglo XXI, con los triunfos electorales en Venezuela con Hugo Chávez (1999), Brasil con Ignacio Lula da Silva (2003), Bolivia con Evo Morales (2005), Ecuador con Rafel Correa (2006), Uruguay con José Mujica (2010), entre los más significativos, van a ser adjetivados con otro concepto: gobiernos populistas.
Concepto posicionado y difundido por los grandes medios de comunicación, con una fuerte carga peyorativa y desobligante hacia las propuestas y planes de administración pública de los dignatarios latinoamericanos elegidos, quienes colocan al centro de sus preocupaciones la alta desigualdad socioeconómica que acusa la mayoría de sus poblaciones. Desigualdad debida a los efectos de las políticas neoliberales implementadas desde los años setenta al trote de las dictaduras militares y/o estados autoritarios, que dieron un giro de reingeniería en la administración pública por la vía de su tecnocratización.
En la actualidad, tanto el sentido común –producido en buena parte por los medios cartelizados de comunicación social- como la academia, tanto del Norte como del Sur, hablan de la existencia de gobiernos de izquierda y de derecha, lo que resulta sospechoso, más tratándose de las hipercomplejas relaciones del poder político, unos conceptos más complejos de las relaciones humanas.
Es un devenir teórico y social que parte de una disposición espacial de clase y/o estamentos en el marco de las revoluciones liberales, a otro ideológico entre liberalismo y comunismo, es decir, entre propiedad privada o estatal y/o planeación estatal y libre acción de la mano invisible del mercado, para cerrar entre el ejercicio de la hegemonía de la razón populista de derecha o de izquierda en el marco del neoliberalismo y la implosión del socialismo real soviético.
Algunos críticos pretenden que los reveses –golpes de Estado, derrotas electorales- suponen la extinción del proceso progresista, pero sus causas no han cesado, como tampoco las indignaciones y expectativas sociales que ellos generan, ni la urgencia de encontrar soluciones alternativas. Este proceso continúa como un fenómeno en desarrollo.
Las luchas por la igualdad han sido luchas tradicionales en América Latina, un continente cuyas desigualdades se han profundizado a lo largo de los últimos años. Nada excluye que los movimientos que les dieron origen a los gobiernos progresistas de principios del milenio puedan rehacerse, ni que en distintas naciones de nuestra región afloren otras opciones de izquierda que también ganen elecciones en estas democracias formales que solemos respetar demasiado, y que muchas veces son corsés que impiden imaginar otros caminos.
Para algunos analistas, como el chileno Roberto Pizarro, el ciclo del progresismo está terminado. Sin iniciativas de transformación productiva ni políticas sociales universales, el progresismo puso en evidencia mientras fue gobierno en Latinoamérica, que no cuenta con un proyecto propio. Más grave aún es que ha operado políticamente en las cúpulas, distanciándose de los movimientos sociales.
El escenario de los últimos años en la región muestra indudablemente una fuerte reversión de procesos. El objetivo es convencernos de que «ya pasó», ya se «fracasó»: lo que se hizo se hizo, y lo que no se logró hacer, pues una pena. Así, desde la izquierda que descarga su artillería contra el neodesarrollismo, debemos conformarnos con luchar desde grupos y espacios estrictamente locales, cada uno desde su trinchera, desde su lugar, con la fe de que en algún momento esas luchas atomizadas logren unificarse en una revolución universal, señala la politóloga argentina Silvina Romano.
Al final, la realidad estaría demostrando (para la mencionada izquierda) que todos los gobiernos son iguales, todos son parte del mismo sistema opresor. Habría que pensar en qué medida esta frase encuentra sus raíces en un sentido común neoliberal, en el que «la política y los políticos», el Estado mismo se descartan como instrumentos para la emancipación. Para las mayorías que lograron acceso a vivienda, trabajo, atención médica, planes de alfabetización e inclusión política en diversas instancias (con todas las limitaciones y obstáculos que hay que señalar), para esa gente no es lo mismo.
Por su parte, el intelectual Álvaro García Linera, exvicepresidente de Bolivia afirma que estamos viviendo en el continente una segunda oleada de gobiernos progresistas: México y Perú por primera vez, Argentina, Bolivia y Honduras, por segunda vez. Y quizá Colombia por primera vez y Brasil por segunda.
Indica que la presencia y densidad de grandes movilizaciones sociales, que preceden o acompañan a las victorias electorales progresistas es determinante para comprender la radicalidad y margen de acción de los gobiernos. Las movilizaciones colectivas son también aperturas cognitivas y siempre empujan a los gobiernos a decisiones más audaces. No hay mejor pedagogía popular que la amenaza de la calle sublevada para obligar a los presidentes a ser más radicales.
El progresismo arriesga al apostar por una ingenua tranquilidad de todas las clases sociales mediante una gestión meramente administrativa del poder estatal, lo que aleja a mediano plazo a las clases subalternas del gobierno y pierde el apoyo de las clases adineradas que prefieren a los suyos en la gestión gubernamental. Abandonados por los de abajo que se sienten frustrados y rechazado por los de arriba por representar siempre un riesgo a sus privilegios, caerá en una orfandad histórica que desorganiza a las clases populares por un largo tiempo.
García Linera habla de un progresismo de dos velocidades, aquellos que llegan al gobierno meramente por la victoria electoral, y aquellos que vienen cabalgando en la rebelión social, cuya posibilidad de decisiones puede ser más radical o más transformadora.
El proceso ‘destituyente’
Al inicio de los años 2000, la izquierda tenía ideas, pero no tenía votos. Ahora tiene votos, pero pareciera que le faltan ideas. Hoy está a la defensiva: defiende la obra (el pasado) y no habla de cambio ni de futuro, de lo que viene y cómo abordarlo. No sabe vender futuro.
Hoy en América Latina se presenta un proceso destituyente, en la medida en que los derechos conquistados se están destituyendo, a veces a través de cambios constitucionales, otras veces sin ellos. Vivimos hoy estados de excepción sin suspensión de las constituciones, producto de muchos errores por parte de algunos gobiernos progresistas, que no prestaron la atención necesaria para obtener victorias contundentes. Para eso era necesario mantener una lealtad hacia los grupos sociales con los cuales trabajaron durante años.
A pesar del poder de las políticas públicas, todos los avances hechos en materia de integración regional y continental fue saboteada, impedida por los agentes económicos privados, porque el 70 u 80 por ciento de nuestras economías está en manos privadas. ¿Por qué estos agentes económicos privados no aceptaron el proceso de integración, cuando además iban a ser destruidos por el capitalismo global?
El pensador portugués Boaventura de Sousa Santos señala que los gobiernos progresistas no fueron lo suficientemente elocuentes para que la gente pudiera advertir que lo que la derecha y los medios de comunicación decían era realmente falso. Estos cambios de transformación y de políticas de redistribución social están siendo eliminados a través de procesos democráticos. Hubo, asimismo, una presencia desestructuradora por parte de las corporaciones económicas trasnacionales.
Hoy existe una crisis importante en nuestras burguesías nacionales, que están desapareciendo digeridas por el capitalismo global. Su destrucción significa una pérdida del patrimonio económico y productivo de nuestros países, un debilitamiento del potencial productivo en materia de conocimiento, de inversión, de capacidad productiva. Y de soberanía.
Siempre oímos (y leemos) lo mismo: Llegó el momento para una profunda y dura reflexión, partiendo de que no se puede construir una democracia sólida sin la alfabetización política de la población ni la organización de las bases populares, sin reformas estructurales, constitucionales que cambien la estructura electoral y terminen con una justicia corrupta al servicio de los poderes fácticos, y sin la democratización de la comunicación para que se acabe el monopolio de los medios de comunicación, un factor decisivo en la disputa político-ideológica.
Pero tampoco se puede construir democracia sin prestar la debida atención a un mundo que ha cambiado radicalmente, con una democracia formal en crisis que parece dirigirse hacia plutocracias –refutación práctica del credo liberal–, y donde la hegemonía del capital financiero quita los recursos que podrían dirigirse a la generación de bienes y empleos (y las actividades productivas) para desviarlos hacia actividades especulativas.
Mientras América Latina conseguía, durante los primeros lustros del milenio, un pujante cuestionamiento al neoliberalismo, éste avanzaba raudamente a escala global, aun cuando la unipolaridad norteamericana era cuestionada.
Si bien el discurso no pude ir dirigido a todos los públicos, la izquierda desdeña a las clases medias e ignora que cuando los pobres dejan de ser pobres actúan como clase media. Sin duda, ser gobierno desgasta. Y después de años militando la misma cantinela, la gente quiere cambios. Si hubiera gobiernos de derecha, la gente quizá estaría pidiendo gobiernos de izquierda… Sobre todo, cuando las cosas no se hicieron bien.
Hoy la izquierda en América ‘Lapobre’ no está en los partidos ni en los sindicatos, sino en las calles, poniéndole el pecho a las duras represiones, reclamando recrear una izquierda que no se base en la melancolía o la nostalgia, que enamore y seduzca a la juventud. Difícil que lo haga si solo habla del desarrollo y no de la felicidad humana; de las conquistas sociales, pero no abona la esperanza y el futuro.
El progresismo que gobernó en nuestra región no se ha dado cuenta siquiera de que gracias a sus políticas inclusivas ha surgido un nuevo proletariado, de base universitaria… y sigue repitiendo, cansinamente, el mismo libreto de hace 40, 50 años, y así es imposible llegar a los jóvenes. No basta con justicia social: ¿y el futuro? La izquierda tiene esa vieja y añeja costumbre de estar desunida, y hoy perdió la intercomunicación, haciendo imposible una lucha común contra el enemigo común.
Con la «locomotora» de Hugo Chávez, al menos había una coordinación informal de los gobernantes: ahora cada cual está por la suya. La ONG Oxfam lanzó desde inicios de 2017 una alerta sobre la desigualdad creciente en el mundo, en uno de los momentos de mayor concentración de la riqueza de las últimas décadas, cuando el neoliberalismo se expandió a escala global. El informe también da cuenta de la decena de billones de dólares ocultos en paraísos fiscales y de la profunda desigualdad de género, ya que nueve de cada 10 millonarios del mundo, son hombres.
La desestructuración del Estado
El proceso de desestructuración del Estado tiende a seguir los siguientes pasos: una reforma fiscal que disminuye la carga impositiva de los sectores de altos ingresos y que se complementa con procedimientos varios para la exención o la evasión legal o ilegal de impuestos, junto a un tratado de libre comercio con distintos compromisos que tienden a favorecer a las corporaciones frente a los medianos y pequeños productores nacionales. Junto a ello, apunta a la desaparición del Banco Central y la pérdida de control de la política monetaria y crediticia, que deja de estimular a los empresarios nacionales y de controlar entre otros el valor de las divisas, y la lenta o abrupta desaparición de la banca gubernamental de fomento industrial, junto a la disminución o cancelación de estímulos a cooperativas y empresas económico-sociales.
A ello hay que sumar el creciente desequilibrio en el gasto público y el consiguiente endeudamiento externo hasta un punto en que intereses y principal son impagables, mientras los prestamistas adquieren el derecho a supervisar la disposición y el uso del presupuesto nacional y los de los distintos niveles de gobierno; la disposición de los créditos para adquirir bienes de consumo con exclusión de los de producción, en una política de doble negocio en que los prestamistas venden sus productos con lo que prestaron.
Además, se estimula la privatización y desnacionalización de los servicios de salud, educación y seguridad social y de las fuentes e industrias energéticas del petróleo y la electricidad, así como de empresas mineras y portuarias. Se suman la creciente entrega de recursos naturales del suelo y el subsuelo, de los mantos acuíferos y las playas, y de los sitios turísticos que pasan a manos de las corporaciones extranjeras mineras, agrícolas, industriales, comerciales y a sus cadenas con sucursales y empresas subrogadas.
Las sucesivas y crecientes crisis financieras y monetarias provocan fugas de capitales nacionales que superan el monto total del endeudamiento externo con los países prestamistas, mientras que la congelación y reducción de salarios directos e indirectos, mediante la privatización de servicios antes públicos, la fijación de salarios mínimos de calculada depauperación y mediante procesos inflacionarios incontrolados, con lo que todas las medidas señaladas hacen víctima de las políticas neoliberales y localizadoras a la inmensa mayoría de la población, a unos por el despojo de sus tierras y recursos naturales, y a otros por la reducción o anulación de salarios
El proceso de desestructuración apunta al crecimiento derivado y sostenido de la población que se halla por debajo de la línea de la miseria, al aumento de la morbilidad y a la baja de la esperanza de vida, junto al consecuente crecimiento de la represión y al auge de la corrupción, así como de las desigualdades entre los ricos que se vuelven más ricos y los pobres que se vuelven más pobres.
Supone, asimismo, el deterioro y la extinción de los servicios públicos de salud, educación, seguridad social. La política neoliberal globalizadora da lugar a la derogación de facto o mediante actos ilegales que parecen legales de los derechos constitucionales, de los derechos sociales y de los proclamados derechos humanos individuales, excluyendo el derecho a no morirse de hambre y otros parecidos, mientras la creciente vinculación del gobierno con el crimen organizado o mafioso se denuncia y comprueba por jueces nacionales e internacionales sin el menor efecto de sanciones, frenos o cambios de política.
Asimismo, el creciente predominio de la acumulación por desposesión y despojo de las tierras comunales y los pequeños propietarios del campo junto con la ausencia de créditos para el campo y el libre ingreso sostenido de semillas transgénicas, permitido por el derecho nacional e internacional, obliga a los campesinos a ser clientes permanentes de las corporaciones, pues las semillas que venden no se reproducen y el campesino pierde el control de la agricultura.
Se acrecienta el desempleo de personal no calificado, calificado y especializado y el surgimiento de la generación que no tiene educación, ni trabajo ni futuro, mientras se verifica la destrucción o el debilitamiento de las antiguas organizaciones populares y la criminalización de las que genuinamente representan a los ciudadanos, empleados, trabajadores y campesinos junto a la mutilación política, moral, social, cultural, económica de los partidos políticos, que pasan de ser instituciones de luchas programáticas e ideológicas a convertirse en meros recursos para obtener empleos de elección popular.
La desestructuración intelectual, política y moral es el mayor estrago que la guerra financiera del neoliberalismo globalizador causa en sus integrantes y en una inmensa parte de la población, cuyas protestas y cuyos enojos, más que impulsados por una ideología político-social y orientados por un programa de acción pública nacional e internacional, traducen inquietudes respecto de cuáles son las luchas que debe dar y las que no debe dar, cuándo, dónde y con quiénes darlas y no darlas con tal de obtener puestos en el partido o en el gobierno, y reconocimientos y subsidios para el partido, señala González Casanova.
Aprender de los errores
Sin duda, desde el discurso político hay dos perspectivas diferentes sobre el balance de los últimos tres lustros con algunos gobiernos progresistas o de izquierda en la región. Para la derecha, han sido años perdidos, un gran error, un malentendido, un fracaso, y se intenta imponer el imaginario de que nada de fundamental ha pasado en nuestros países en lo que va de este siglo. Pretenden hacer creer «que todo fue una ilusión pasajera, que la vida de millones de personas no ha mejorado mucho durante más de una década», señala el intelectual brasileño Emir Sader.
Desde la izquierda se hacen referencias a la incapacidad/imposibilidad de los gobiernos que surgieron con apoyo y expectativa popular de consolidar los cambios económicos y sociales de carácter progresivo. En este análisis suelen señalarse dos elementos estructurales que no fueron superados por estos gobiernos, afectando directamente su desempeño: la hegemonía del capital financiero, que siguió canalizando a través de las fugas de capitales y actividades especulativas gran cantidad de recursos que podrían estar dirigidos a actividades productivas, con generación de bienes y de empleos, y el segundo, el monopolio privado de los medios, que influye directamente en la formación de la opinión pública.
El de los «errores» de la izquierda fue –y sigue siendo– tema de moda en los portales, las revistas, los medios gráficos: nadie quiere perder la oportunidad de opinar sobre el tema. Hubo reuniones de «expertos» junto a gobernantes y exgobernantes, dirigentes políticos del progresismo y de la izquierda, que sirvieron no sólo como catarsis colectiva, sino como demostración de la necesidad de aprender de los errores. Se suele caer en la nostalgia (todo tiempo pasado fue mejor), el dogmatismo (la simplificación de interpretaciones y consignas suponiendo que el problema es que el mundo es el que no ha comprendido), o la resignación (nada se puede hacer en un mundo manejado por grandes poderes hegemónico como en el cultural).
Y nuestra academia está totalmente desfasada de la realidad y nuestros «intelectuales» siguen escribiendo desde la «resistencia» (que pareciera más un estado de ánimo autocomplaciente que una forma de acción) sin siquiera recordar el pensamiento crítico latinoamericano del siglo XX.