La cumbre hispanofrancesa celebrada en Barcelona el pasado mes de enero, que tantas expectativas despertara entre actores de distinto tipo (económicos, sociales, culturales) tuvo un prólogo importante con la entrevista concedida por el presidente francés, Emmanuel Macron, al escritor español Javier Cercas.
Esa entrevista, de la que el diario El País dio cumplida noticia en su edición del día 19 del mismo mes, fecha en que dio comienzo la citada cumbre, nos da una lectura muy particular de la crisis que atraviesa Occidente, así como de nuestro modelo de sociedad erigido alrededor de la democracia como base de su desarrollo. Este fue el tema central del encuentro celebrado en el palacio del Elíseo, en París, auspiciado por un Macron que, de acuerdo con su personaje, se mostró como el perfecto anfitrión que sin duda es. Anfitrión que, al desplegar las luces de su inteligencia con el propósito de seducir al visitante, se nos revela no solo como el estadista que trata de definir un proyecto para su propio país, sino como el líder europeo capaz de reunir los apoyos suficientes para consolidar el programa federal que afecta a nuestro continente.
Dos parecen ser los problemas que planean, cual ave de mal agüero, sobre la piel de Europa: el nacionalpopulismo y la guerra. Dos cuestiones que, al resultar complementarias, se retroalimentan.
El escritor, pues, le plantea al mandatario más caracterizado de Europa una cuestión que, hoy por hoy, constituye la preocupación más importante de cuantas puedan darse sobre la piel de nuestro continente: cómo la crisis desatada por la bancarrota de 2008 afecta al futuro de nuestra vida en los órdenes más destacados de la misma —político, económico, social, cultural— y si la guerra de Ucrania es el prólogo de una contienda más vasta y profunda, que podría afectar no solo al territorio europeo, sino extenderse a todo el mundo.
El mandatario, que sin duda es uno de los interlocutores más intuitivos y escurridizos que haya dado la escuela francesa, nos da una respuesta que, aun siendo brillante, a muy pocos convence: «…como usted ha dicho, el honor, el orgullo y el interés de los europeos pasa por apoyar a los ucranios ya que, de hecho, están defendiendo no solo los valores, sino también principios del derecho internacional».
A muy pocos convence porque, si apartamos los intereses estratégicos de las grandes corporaciones multinacionales, así como a las élites que sustentan esos intereses, la inmensa mayoría podemos perderlo todo en un envite que, al presentar el problema de la forma en que lo hace, puede dar al traste con un bienestar que, cuando menos, cabe calificar de relativo. De alguna forma, el mandatario lo sabe al extenderse en sus respuestas alrededor de la guerra cuando nos dice: «Creo que el detonante de esta guerra es un fenómeno impulsado fundamentalmente por la crisis que vive el modelo ruso y Rusia como potencia […] La capacidad para metabolizar el período posterior a 1991 ha sido muy difícil». Y más adelante, al tratar de definir mejor su pensamiento, concluye: «…colectivamente no hemos digerido completamente el período posterior a la Guerra Fría y la caída del Muro de Berlín».
En efecto, ese «no hemos digerido», podríamos aplicarlo a las potencias que, con Estados Unidos al frente, vieron tras la caída del Muro de Berlín y la reunificación alemana, la oportunidad de acosar a una Rusia perdida en un horizonte de posibilidades que un estadista de la talla de Mijaíl Gorbachov no consiguió estabilizar. Y no pudo por la sencilla razón de que, los acuerdos a los que verbalmente se llegaron entre el líder ruso y los occidentales del momento, no fueron respetados. Recordemos que el compromiso principal no fue otro que el de no ampliar el radio de la OTAN hacia los países del Este que, hasta ese momento, habían estado bajo la férula de la antigua Unión Soviética.
Es evidente, tras lo acontecido en la década de los noventa, que el interés de nuestras democracias no fue el de ayudar a Rusia a desarrollar un modelo de «socialismo democrático», del que Javier Cercas hace gala en una reciente entrevista concedida a La Vanguardia. Más bien, la pulsión que latía hacia el inmenso espacio constituido después por la Federación Rusa fue el de balcanizar el territorio para mejor dominarlo. Podrá decirse cuanto se quiera, pero si Estados Unidos y la Unión Europea hubiesen apostado decididamente por apuntalar a Mijaíl Gorbachov, hoy no estaríamos ante la situación que vivimos; es decir, a un paso de la guerra nuclear.
Es evidente que Vladimir Putin no es ningún dechado de virtudes; de virtudes democráticas, quiero decir. Algunos lo sitúan entre la camada de los antiguos chequistas que tan bien solían «dar el pasaporte» a los disidentes y antiguos militantes bolcheviques en la Lubianka. Y quizá tengan razón. Seguramente la tienen quienes conocen los entresijos de su biografía. Pero es evidente también, que peor que mejor, ha logrado estabilizar el espacio formado por la Federación Rusa. Y ningún dirigente, por corrupto o venal que sea —y aquí incluyo al deprimente Boris Yeltsin, al que tan bien se le dio negociar con Occidente por el expeditivo método de aceptar todo cuanto le fuera sugerido por nuestros dirigentes— puede aceptar una ampliación del espacio propuesto por la OTAN que reduce a cero su capacidad de defensa.
Por otra parte, muy pocos periodistas mencionan estos días el conflicto que durante años ha enfrentado a una parte de la población del Donbass, rusófona, con el resto de Ucrania. Un velo de silencio se abate sobre esta realidad que parece molestar a los más fervientes partidarios de la guerra. Quizá porque no hallan argumentos convincentes para sostener su empresa más allá del guion establecido: la inaceptable invasión, por parte de Rusia, del sagrado suelo de Ucrania.
El presidente francés, y con él los principales dirigentes europeos, olvidan que otra posición sobre la crisis actual es posible: la de no intervenir manu militari y sí obligar a Rusia, por la vía de las sanciones económicas vitales, a sentarse y negociar con los líderes ucranios una salida razonable. En este contexto, se comprenderían mejor sus palabras cuando, rotundo y seguro de sí mismo, afirma: «La respuesta es una Europa soberana económica, tecnológica y militarmente. Es decir, una Europa verdaderamente poderosa».
Muy lejos queda esa «Europa poderosa» cuando la política esencial, en este momento, la dicta no París ni Berlín —y menos aún Bruselas— sino Washington, con Joe Biden a la cabeza de los destinos de nuestro mundo; un mundo a la deriva y que busca un autor para escribir un relato que dé verosimilitud a una identidad (la nuestra, la europea) que se tambalea por falta de consistencia.
Javier Cercas es uno de los invitados a participar en esa narrativa. Así lo manifiesta el presidente de la República Francesa cuando, abiertamente y sin ambages, dice: «Debemos imaginar Cervantes felices o Cercas felices que escriban este relato». En otras palabras: el mandatario deposita en la esfera del escritor aquello que la política no es capaz de construir por falta de audacia, por falta de firmeza. Demasiado. Demasiado no solo para Cercas, sino también para Miguel de Cervantes en el supuesto de que viviera. Porque no basta con reconocer las lagunas, la distancia que todavía nos separa del gran proyecto formulado por el deseo de construir una Europa unida e independiente de tutelas ajenas. Es preciso arriesgarse e ir más allá: resulta imperativo «desorbitar al cíclope solar», que dijera Juan Larrea en su poema Evasión. Lo cual no quiere decir sino que la gran empresa de futuro que encarna Europa, ante sí misma y ante el mundo, ha de emanciparse de extrañas, cuando no abyectas servidumbres que impiden su cristalización y crecimiento. No otra cosa señala Emmanuel Macron cuando, al hablar de la crisis de 2008, que sacudió los cimientos de las altas instituciones financieras internacionales, sostiene que «…la parte económica y social que acompaña a nuestros sistemas democráticos está en crisis porque ya no genera espontáneamente progreso para todos, sino que vuelve a crear desigualdades entre clases sociales», o, cuando reconoce que la respuesta que damos al gran reto que supone para la vida en este planeta el cambio climático, nuestro sistema «no aporta soluciones sobre el clima: lo empeora».
Así pues, del conjunto de la sustanciosa entrevista sostenida con Javier Cercas, el lector extrae la impresión de que el presidente Macron se alinea con aquellos que piensan que, si bien orillan el precipicio al que nos asoman, los grandes trances y peligros que las crisis convocan constituyen, asimismo, una excelente oportunidad para corregir el rumbo emprendido y situar la nave en la dirección acertada. Que no es otra que la más necesaria. Ello entraña, claro está, la idea de que no hay que adelantar el éxito de la derrota emprendida por la nave que se pilota. No hay mejores términos que los suyos para expresar esta evidencia: «nunca hay que dar por sentada la idea europea y Europa. Es una batalla permanente».
En efecto, los sueños de la Historia, como los de la Revolución, adquieren ese carácter: el de ser permanentes. Es decir, estar sometidos a crítica y revisión constantes. Son, como las grandes novelas, crónicas que nos remiten a una multiplicidad de lecturas que transforman la identidad de aquel que en ellas se sumerge. Cada lectura nos dará una imagen diferente, pero adicional, de nosotros mismos; de nuestra radical alteridad, del desconocido que habita entre las páginas que se visitan y que no son sino un destello de otra vida que, sin saberlo, nos vive. Tal y como ocurre con los grandes acontecimientos de la Historia y de la Literatura.