Todos cambiamos, nos cambia la vida, nos cambia el tiempo y, a pesar de que el cambio es omnipresente, dedicamos poco o nada para entenderlo. ¿Qué significa cambiar y qué requiere hacerlo? Dos preguntas en una, que encierran un misterio. Hace años intenté cambiar y en el intento me vi obligado a experimentar en carne propia lo que significa e implica cambiar. La primera barrera fue la resistencia, pues, en cierta medida, cada cosa que hacemos es también un modo de escapar de un conflicto más serio y la resistencia a los cambios es un modo de confrontarse a sí mismo y descubrirse.
Hice una lista de lo que cambiaría: dejar de comer carne, abandonar los productos animales como alimentos, incluyendo los lácteos y huevos, dejar de beber alcohol, no consumir azúcar y dejar de lado el café. Una empresa que me llevó no sólo a bajar de peso, sino que también a cambiarme incluyendo muchos otros de mis hábitos y costumbres. En ese entonces ser «vegano» no era muy frecuente y explicarle a las personas lo que comía o no comía era siempre un desafío.
Lo de la carne no fue un problema en el sentido que el esfuerzo mayor fue encontrar un modo de sustituirla y de explicarme porqué había dejado de comer carne. No lo sabemos, pero detrás de cada hábito tenemos una ideología personal que lo sustenta. Decenas de historias y motivos, como que la carne es sana, es una fuente de proteínas insustituibles, nos proporciona todos los aminoácidos esenciales sin los cuales no podemos vivir una vida sana. En realidad, esta ideología, cuya función es justificar lo que hacemos, no está fundada necesariamente en grandes verdades y para cambiar hay que anteponerle otra ideología con valores contrapuestos: la carne hace subir el colesterol, implica un riesgo mayor de complicaciones cardiovasculares, conlleva al dolor y la muerte de tantos animales, etc.
En relación a este último aspecto, la muerte de los animales, hacer un cálculo sobre la cantidad de carne que comemos en un año podría sorprendernos. Por ejemplo, en el día de Acción de Gracias en los Estados Unidos se devoran 80 millones de pavos y si calculamos medio litro de sangre por cada pavo tendríamos 40 millones de litros de sangre, que en la práctica son 40.000 metros cúbicos. Es decir, el volumen de un lago. Otro aspecto citado en relación a la carne es el uso exagerado de antibióticos que recibimos indirectamente y también la enorme contribución, que esto implica en la producción de gases de efecto invernadero. Con la carne estamos devorando el planeta o al menos cocinándolo a fuego lento.
Una de mis experiencias personales ha sido viajar en coche desde San Francisco a Los Ángeles y viceversa por la Panamericana. A la mitad del camino, pasamos delante un enorme centro de producción intensiva de carne de ganado. Pues bien, el olor que producen las pobres bestias se siente a muchos kilómetros de anticipación, si el viento sopla en la dirección justa. Una de las sorpresas es que esta experiencia y la imagen de las vacas luchando por un poco de sombra a las 4 de la tarde de un día de verano, me sirvieron como argumento personal para dejar definitivamente de comer carne. Un trauma «ideológico», que me ha llevado a otros valores, por ejemplo, el respeto de toda forma de vida sintiente. Como darwinista me pregunto siempre de dónde viene la idea de que somos superiores a los animales y honestamente no tengo hoy una respuesta clara, sino una infinidad de dudas.
Dejar de beber alcohol fue otro experimento interesante. En realidad, el esfuerzo no fue enorme, pero me hizo comprender que no sólo consumía vino, sino que además hablaba y dedicaba tiempo al tema. Era -y quizás lo sigo siendo- un conocedor de cepas y caldos y negarme al consumo de estos néctares ha cambiado la percepción que otras personas tenían de mí, pasando de un epicúreo a un estoico sin paradas intermedias.
Más que el vino o el alcohol en general, el problema más serio que afronté fue dejar de beber café. Donde vivo el café es un ritual y cuando uno se encuentra con un amigo o conocido, la primera cosa que se hace es beber un café juntos. Las calles del centro de la ciudad están llenas de cafés de todos los tipos y el aroma se siente desde lejos e iniciar la jornada con un buen café era un ritual impostergable. En ese entonces, vivía al lado de un café y el propietario apenas me veía entrar ponía un café en la mesa. Un reflejo automático, que me costó un gran esfuerzo desactivar. No porque él se opusiera a servirme un té verde, sino por mi propia resistencia y las dificultades de explicar de manera consistente el cambio.
Una vez leí por allí «si uno no cambia no vive plenamente». Yo no lo diría así y sugeriría que «cambiar es un modo de conocerse a sí mismo» y con los cambios que se perfilan en el horizonte a nivel social, económico y de vida en general, aconsejo a todos de probar cambiar algo en la vida y hacerlo continuamente. Cambiar algo que nos permita estar mejor como movernos más, comer mejor, dormir bien, mejorar nuestra salud y aprender, que también es un cambio radical. Cambiar es vencerse a sí mismo y superar nuestras resistencias y esto nos lleva a descubrirnos, porque en realidad nos conocemos a medias.