En mis años infantiles, en la Escuela Don Bosco, con el querido maestro José Luis Cantillano Hernández, aprendimos la letra, y cada año entonábamos el Himno al árbol, en la festividad del Día del Árbol. Se nos decía que su autor era el poeta peruano José Santos Chocano, el mismo de Los caballos de los conquistadores, palpitante poema que nos enseñaban a declamar de manera parcial —porque era muy extenso—, y que se iniciaba así:
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Sus pescuezos eran finos
y sus ancas relucientes
y sus cascos musicales...
¡Los caballos eran fuertes!
¡Los caballos eran ágiles!
Desde entonces, y hasta hace apenas un par de años, pensé que el Himno al árbol era una canción peruana, y que se cantaba en todos los países de América Latina. Sin embargo, varias pesquisas referidas a otros asuntos me revelaron después que, en realidad, es costarricense.
Para retroceder un poco en el tiempo, hace poco más de un decenio, mientras efectuaba investigaciones para mi libro Trópico agreste; la huella de los naturalistas alemanes en la Costa Rica del siglo XIX (2013), me percaté de que el segundo obispo en la historia de Costa Rica, el sacerdote alemán Bernardo Augusto Thiel, había sido un devoto aficionado a las ciencias naturales. Por tanto, mi interés en este singular personaje me llevó a estudiar más acerca de él, lo que años después me permitió publicar un amplio artículo, intitulado «Monseñor Thiel y la naturaleza en Costa Rica» (revista Herencia, 2020).
Un hecho que me impresionó es que, muy temprano en nuestra historia, Thiel expresó serias preocupaciones por la escasez de agua en nuestra capital, lo cual justificó un artículo divulgativo, que denominé «El obispo que hablaba de árboles: la carta de monseñor Thiel sobre la deforestación» (Meer, junio 13, 2021). En realidad, dicha carta, escrita hace 122 años, surgió gracias a una invitación de la Municipalidad de San José para que él se pronunciara acerca de lo que ocurría en la capital y el país, quizás porque en febrero de 1901 había publicado un artículo intitulado «Repoblación de árboles» en el periódico El Eco Católico.
Es pertinente indicar que, en la difícil coyuntura que se vivía en la capital, la Municipalidad ya había emprendido acciones concretas desde agosto del año anterior, con la contratación, como consultor, del ingeniero Austregildo Bejarano Solano —graduado en Bélgica—, para la construcción de una nueva cañería en la capital. Asimismo, a inicios de 1901 se instituyeron tres medidas más. Las dos primeras consistían en una «prima del árbol», que era un incentivo para la reforestación, y en un premio económico adicional a quienes sembraran más de 500 o 1000 árboles por año. La tercera, de carácter educativo, fue el establecimiento del Día del Árbol, para que «la veneración o el culto del árbol se lleguen a inculcar de manera firme», en palabras de los regidores capitalinos.
En cuanto a esta última, ellos acordaron celebrar dicha festividad el 1.o de mayo, para conmemorar la rendición del jefe filibustero William Walker en Rivas, en esa fecha, en 1857. No obstante, puesto que ese año no empezaba a llover como se esperaba y era imprescindible que el suelo estuviera empapado para poder trasplantar arbolitos, la festividad debió trasladarse para el 15 de mayo, día de San Isidro Labrador, patrono de los agricultores.
En efecto, en medio de gran alborozo, ese día una gran multitud de ciudadanos se congregó en el Parque Central, para marchar hasta el amplio espacio suburbano de La Sabana. Asistieron unas 6000 personas, y los niños plantaron 688 arbolitos de diversas especies, preparados por el ingeniero forestal sueco Alfredo Anderson Sandberg y su hermano Carlos.
Hoy, al indagar acerca de tan significativo acto, se percibe que, aunque Thiel envió su carta a su debido tiempo, no hizo ninguna alocución. Más bien, el orador de fondo fue el abogado cubano Antonio Zambrana Vázquez, algo entendible, pues era un connotado intelectual, destacado profesor en la Escuela de Derecho. No obstante, sí hubo una sorpresa, pues declamó algunos versos inéditos el poeta y dramaturgo Chocano, para entonces ya famoso en el ámbito hispanoamericano, y había publicado el poemario La selva virgen.
Al leer eso, como era lógico suponerlo, me dije a mí mismo que fue entonces para esa actividad que Chocano escribió su Himno al árbol. Sin embargo, al hurgar más en la prensa de esos días me enteré de que no fue así, pues lo que él declamó fueron unas décimas —60 versos, de siete u ocho sílabas cada uno, con alternancia de rimas, y divididos en seis grupos de diez versos cada uno— escritas para dicha celebración. ¿Entonces…? Me sentí frustrado. Y, más aún, cuando me enteré de que ese día se estrenó el Himno de la fiesta del árbol, escrito por el educador Napoleón Quesada Salazar y musicalizado por Pedro Calderón Navarro, autor de la música del célebre Himno a Juan Santamaría.
Todo esto me intrigó mucho, y fue entonces cuando me propuse esclarecer el acertijo de cuándo, por qué y cómo nació el himno que con tanta ilusión cantábamos de niños.
Tras los pasos de Chocano
A partir de entonces empecé a vivir casi un calvario, pues debí seguir el inconstante peregrinar de Chocano, primero residente en Guatemala, después en Colombia y España, así como transeúnte en Cuba, República Dominicana y EE. UU. Recalaría en México, donde trabajó para el presidente Francisco Madero, y después fungiría como secretario personal del célebre Pancho Villa, para ganarse el mote de «Verbo de la Revolución», por sus proverbiales dotes de escritor y orador. De ahí pasaría a Guatemala, donde por unos cinco años fue secretario y consejero de Manuel Estrada Cabrera, quien por 22 años tiranizó a su pueblo.
Conviene destacar que esa época de oscurantismo, sangre y vejaciones inspiraría al gran escritor Miguel Ángel Asturias —Premio Nobel de Literatura en 1967— para escribir el libro El señor presidente, que leyéramos en nuestros días de estudiantes universitarios. Al respecto, aún resuenan en mis oídos aquellos tétricos y escalofriantes versos con que se inicia dicho libro:
¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! […] ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!
Para retornar a Chocano, fue tan rica y prolija la información que hallé, sobre todo en un par de biografías y en periódicos antiguos, que pensé que ello ameritaba ser escrito y publicado en una revista académica, y empecé mi labor. No obstante, al avanzar me percaté de que era tanto lo hallado, que ninguna revista me aceptaría un artículo tan extenso, de modo que opté por escribir un breve libro que, al final, no lo fue tanto, pues sobrepasó las 250 páginas. En todo caso, por fortuna, la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED) lo acogió para su publicación, y vio la luz el pasado diciembre, con el título Chocano, Costa Rica y el Himno al árbol. Y es así como, sin proponérmelo yo, ahora circula en el año en que se conmemora el centenario de su nacimiento, como se verá posteriormente.
De manera resumida, pude detectar que Chocano estuvo cuatro veces en el país, por motivos muy distintos, pero la tarea era determinar en cuál de ellas escribió el Himno al árbol.
En su primera visita, que duró un mes, Chocano vino en una misión de carácter diplomático, encomendada por la Liga de Propaganda del Derecho en América, para tratar de persuadir al gobierno de Rafael Iglesias Castro de que apoyara la tesis de dirimir por la vía legal e internacional —y no militar— el añejo conflicto entre Perú y Chile por los territorios limítrofes de Tacna y Arica. Su contacto en el país era el ya citado Zambrana, y recibió el apoyo de casi toda la intelectualidad del país. Ofreció varias conferencias, complementadas con la declamación de sus poemas, gracias a lo cual los teatros se colmaron de gente. No obstante, Costa Rica ya había tomado partido por Chile, y no variaría su posición.
Su segunda visita ocurrió en diciembre de 1920, y fue muy contrastante con la anterior. Recién había sido liberado de la cárcel, y llegó abatido, deprimido y enfermo. Ello se debió a que, con la caída del tirano Estrada Cabrera, el 14 de abril de 1920, Chocano estaba con él, por lo que fue detenido por seis meses y condenado a la pena de muerte. Esto último causó tal conmoción, que debieron interceder por él numerosos escritores españoles, portugueses, franceses, ingleses y latinoamericanos, al igual que Alfonso XIII —rey de España—, los presidentes de Perú y Argentina, e incluso el cardenal Pietro Gasparri desde el Vaticano.
Absuelto de la pena capital, se dirigió a Nicaragua y después a nuestro país. Tanto se le admiraba y respetaba en su país que, para paliar su agobiante situación emocional y económica, el gobierno de Perú le otorgó un subsidio mensual, el cual complementaba con los ingresos provenientes de los recitales —con los teatros de bote en bote—, más la publicación de nuevos y frecuentes poemas en nuestros diarios. No obstante, aunque fue muy bien recibido por la mayoría de los ciudadanos, esta vez fue atacado de manera virulenta por algunos. Y no era para menos, pues en el país había un fuerte sentimiento antidespótico, ya que apenas el año anterior había sido derrocada la dictadura de los hermanos Federico y Joaquín Tinoco, que por casi tres años oprimió a nuestro pueblo. Eso sí, fue amigo cercano del presidente Julio Acosta García —al punto de que años después le dedicaría el Himno al árbol—, líder de la revolución de Sapoá, episodio clave en la derrota de los Tinoco.
Aunque el plan inicial de Chocano era recuperarse de su decrepitud, para después emprender una gira por varios países del continente, esto no ocurrió así, y permaneció en Costa Rica hasta diciembre de 1920. Para esa fecha, tras 17 años de ausencia en su patria, el presidente Augusto Leguía Salcedo lo invitó a retornar a Perú, donde fue recibido de manera apoteósica en el puerto de El Callao. Asimismo, se le honró con el título honorífico de Hijo Predilecto de la Ciudad de Lima, y un año después se le declararía el Poeta de América, ceremonia en la cual se le impuso una corona triunfal, labrada en oro macizo.
De vuelta a Costa Rica
Si bien él estaba a gusto en su acogedor terruño, donde permanecería año y medio, algo le turbaba la paz del corazón: durante su estadía en nuestro país se había enamorado de Margarita Aguilar Machado, una atractiva jovencita, proveniente de una distinguida y refinada familia.
El patriarca de dicha familia era el tenor Alejandro (Cano) Aguilar Mora —cercano amigo suyo, con quien incluso había compartido escenarios— y la madre era Claudia Machado Lara, hija del abogado y periodista guatemalteco Rafael Machado Jáuregui. Sus hermanos Jorge y Guillermo eran notables músicos, mientras que su hermana René sería profesora de piano; además, años después, su hermano Alejandro sería un prominente abogado, educador y político, hoy Benemérito de la Patria. Ella, que siempre quiso estudiar medicina o enfermería —carreras que no existían en Costa Rica—, era una muchacha nada convencional, a quien el ambiente josefino le resultaba realmente anodino y aldeano.
Para entonces, Chocano estaba casado con la guatemalteca Margarita Batres Arzú, con quien había procreado dos hijos; además, tenía tres hijos con su primera esposa, la peruana Consuelo Bermúdez Velázquez, y dejó una hija en España. No obstante, quedó embelesado con la belleza, la inteligencia y la sensibilidad de Margarita. Tanto fue así, que no le importó que casi duplicara su edad —él con 46, y ella con apenas 23 años—, además de que convivía con su esposa e hijos en San José. Obviamente, mantuvieron su idilio en la clandestinidad, favorecidos por la complicidad de varios amigos íntimos.
Aunque dicha relación debió interrumpirse con el viaje de Chocano a Perú, mantuvieron una correspondencia intensa y frenética. En realidad, Chocano deseaba retornar a Costa Rica apenas le fuera posible, para buscar a Margarita y hacerla su esposa.
Es pertinente una digresión para indicar que, mientras residía en Perú, él efectuó varios viajes a Venezuela, donde cultivó una amistosa relación con el dictador Juan Vicente Gómez, quien estuvo 27 años en el poder. Una vez más, era reincidente en sus afectos por los tiranos, algo que, junto con el desmedido ego de que padecía y su inconstancia sentimental, han resaltado algunos de sus biógrafos como sus mayores debilidades.
Al parecer, fue gracias a una misión diplomática que le encomendó Gómez, que él pudo volver a Costa Rica. Lo hizo de manera súbita y sorpresiva, a mediados de 1923. A partir de entonces se intensificó su relación con Margarita, por supuesto que siempre en la clandestinidad. No obstante, esto duró hasta un mal día para ambos, cuando algunos exiliados enemigos políticos de Gómez amenazaron a Margarita y la delataron con su familia. ¡Estalló el escándalo! Esto provocó una grave confrontación con sus padres, para quienes aquello representaba una afrenta de parte de Chocano. A partir de entonces se sucedieron de manera vertiginosa varios episodios conflictivos, que incluso condujeron a Margarita a una tentativa de suicidio. Todo esto aparece relatado de manera sobria, fina y elegante en el libro José Santos Chocano; sus últimos años (1964), que ella escribiera y publicara en Chile, país donde enviudó del bardo, como se verá pronto.
Surge el Himno al árbol
Durante esta tercera visita de Chocano a Costa Rica, que se prolongaría por unos seis meses, hasta noviembre, sucedió algo impensado para los habitantes de la capital. En efecto, poco antes del arribo de Chocano, a inicios de junio se había cernido una amenaza sobre La Sabana, pues se pretendía arrendar una parte de dicho predio a empresarios privados. Esto contravenía lo dispuesto en su testamento por el acaudalado sacerdote Manuel Antonio Chapuí Torres, filántropo que en 1783 había donado vastos terrenos del actual cantón de Mata Redonda para su uso por los vecinos de la capital. Fue entonces cuando la citada amenaza indujo a la Junta Progresista de Mata Redonda a promover la creación del Comité de Defensa de La Sabana.
Es evidente que Chocano se identificó con tan noble causa, al punto de que pocas horas después de recibir una carta de dicha Junta, en la que se le solicitaba un himno «destinado a labios infantiles», de inmediato se dedicó a escribirlo. Ese parto lírico ocurrió de un solo tirón, la noche del 31 de agosto de 1923. En sus propias palabras:
Alguien, desde el misterio y sin tardanza, me dictó el Himno ingenuo, que fui escribiendo con la idea puesta en mí mismo a la vez que en cada niño de Costa Rica, como si celebrara una eucaristía tan sincera que me permite firmar con orgullo de Poeta lo que pueda captar cualquier niño.
Es realmente admirable que un hombre que se debatía entre su irrefrenable pasión por Margarita y los incesantes ataques de sus enemigos políticos, tuviera la paz de espíritu para, al amparo del cielo josefino y en la quinta noche después de plenilunio, concebir un canto alusivo a la naturaleza, apto para voces y corazones infantiles.
Al día siguiente el himno apareció publicado en el Diario de Costa Rica. Logrado esto, y como no había tiempo que perder, la Junta Progresista de Mata Redonda gestionó ante la Secretaría de Educación Pública que se convocara a un concurso para musicalizarlo, con un premio de 200 colones. Se actuó con tal celeridad y eficiencia, que el anuncio apareció en la prensa el 11 de septiembre, y ya el 2 de octubre se había elegido la partitura, presentada por el músico costarricense Roberto Campabadal Gorró, hijo de los españoles José Campabadal Calvet y Elvira Gorró Paretas.
Y fue así como, después de las necesarias prácticas en sus respectivas escuelas, en la mañana del 10 de noviembre de 1923, y ante una nutrida concurrencia, los niños de las escuelas Colón, Porfirio Brenes, Juan Rafael Mora y de Niñas N.o 7 entonaron por primera vez el Himno al árbol. Después de tan lindo acto en el Templo de la Música, una comitiva partió del Parque Morazán hacia La Sabana, para plantar cuatro árboles simbólicos: el del Poeta, el de la Música, el del Maestro y el del Pueblo. Esto se hizo en el Bosque de los Niños, concebido por el ya citado Alfredo Anderson, el cual había sido inaugurado en 1918.
Cabe acotar que, por fortuna, existen 12 fotografías de los eventos de tan significativo día, tomadas por el célebre fotógrafo Manuel Gómez Miralles. Tuve la posibilidad de incluirlas en mi libro, gracias a la generosidad del recordado amigo Julio Revollo Acosta —nieto del expresidente Julio Acosta—, quien conservaba innumerables imágenes captadas por Gómez durante la administración de su abuelo.
Epílogo
Pocos días después de estos actos, Chocano partió hacia El Salvador y Guatemala, pero más bien para despistar a la familia de Margarita. Y, en medio de noticias falsas, en lo cual colaboraron periodistas amigos, cuando menos se esperaba, apareció de súbito —esta fue su cuarta visita a Costa Rica—, para casarse con ella. Esto ocurrió de manera clandestina, en la mañana del domingo 17 de febrero, en la casa del dibujante José Rojas Sequeira, donde ofició la ceremonia el gobernador capitalino José Luján Mata. Enterada su familia, se desató la persecución policíaca. Al final, con la intervención de Aquiles Acosta García —ministro de Guerra—, la familia de Margarita debió aceptar tan enojoso agravio, tras lo cual el gobierno los transportó a Puntarenas, para que zarparan hacia Perú, con escala en Panamá.
Ahora bien, cuando la pareja anhelaba paz en sus vidas, no habían trascurrido dos años cuando, por una disputa personal con el joven poeta Edwin Elmore Letts, Chocano le disparó de manera accidental y lo mató. En vez de la cárcel, se le recluyó en el Hospital Militar de San Bartolomé, donde permaneció año y medio; ahí nació su hijo Jorge Santos, que se convertiría en un prestigioso arquitecto, y ejercería en Costa Rica por muchos años. Ya liberado, Chocano vivió año y medio en su natal Lima, y en octubre de 1928 se mudó a Chile. No obstante, un infausto día, el 13 de diciembre de 1934, mientras viajaba en un tranvía santiaguino, un demente llamado Martín Bruce Padilla se abalanzó sobre él y le clavó un cortaplumas en el corazón, para así acabar con su vida, cuando tenía 59 años.
Enterrado en Santiago, sus restos fueron trasladados a Lima 30 años después, en 1965. Puesto que, en su poema La vida náufraga, él había expresado que «Sólo un metro cuadrado busco de tierra firme…, / ¡donde tengan un día que enterrarme de pie!», hoy en la lápida de su pequeña tumba se lee el siguiente epitafio: «Aquí, / enterrado de pie, como él quisiera / está / el más frondoso árbol de la poesía castellana / el poeta peruano / José Santos Chocano».
Para concluir, de retorno a nuestro Himno al árbol —originado de manera indirecta por la relación amorosa entre Chocano y Margarita—, es claro que, con su surgimiento, en combinación con el acto de la siembra de arbolitos en La Sabana, se sepultaron las intenciones de quienes querían lucrar con dicho predio. A su vez, como un inmarcesible legado de aquella memorable jornada cívica y educativa, ese tierno y hermoso himno conserva su vigencia hasta hoy —cuando los problemas ambientales de Costa Rica y el mundo son mucho más acuciantes—, de modo que debiera volver a cantarse en todas nuestras escuelas, como un compromiso con la conservación de la naturaleza, que ineludiblemente debemos inculcar en las presentes y las futuras generaciones.