Daniel Ortega, en cuestión de una semana, metió en un avión a 222 personas presas políticas y las mandó al destierro a EE. UU.; a continuación las despojó —ilegalmente— de su nacionalidad; después ordenó la confiscación de las propiedades que poseían en Nicaragua otras 94 personas opositoras políticas, muchas de ellas en el exilio, y también las privó de su nacionalidad. Y, no contento con eso, en un juicio exprés, condenó a 26 años de prisión a monseñor Álvarez, obispo de Matagalpa, quien prefirió quedarse en Managua a ser desterrado. ¿Cómo interpretar estos contradictorios movimientos de la dictadura, la liberación de presos y, a la vez, esas represalias?
Una hipótesis es que Ortega, además de cruel dictador, es también un chapucero, en el sentido que da a esta palabra el diccionario de la Lengua Española: «Alguien que trabaja de modo tosco, alguien que hace chapuzas, trabajos mal hechos y sin esmero».
Sobre su crueldad, no caben dudas; el retrato de Ortega se exhibirá en la triste galería de los dictadores latinoamericanos, esa pandilla de sátrapas de la que forman parte Pinochet, Somoza, Videla, Trujillo o Batista. Sus actos, como la matanza que desencadenó las semanas siguientes a la rebelión pacífica de su pueblo, el 18 de abril de 2018, cuando murieron a balazos más de 320 personas, lo alejaron para siempre del pabellón de personajes ilustres, donde figuran destacados luchadores por un mundo más justo, como José Martí, Augusto C. Sandino, Salvador Allende, Juan Jacobo Arbenz o Jorge Eliécer Gaitán. Ortega, por sus méritos en la revolución sandinista, podría haber formado parte de ese grupo admirable, pero su afán de poder le inclinó hacia el lado oscuro. Su régimen es un fracaso político, económico y social: en los últimos años han abandonado el país más de 600 mil personas, una cifra cercana al 10% de la población nicaragüense.
Pasará también a la Historia Rosario (Chayo) Murillo aunque, en su caso, probablemente como una nota a pie de página; una nota aclaratoria de que el dictador actuó siempre acompañado de su despiadada esposa y vicepresidenta. O tal vez la historia simplemente la ignore. Criminales ha habido muchos y la mayoría han caído en el olvido.
Volvamos a las interpretaciones de los sucesos comentados. La primera, la liberación de 222 presos de las cárceles de Nicaragua, entre quienes estaban la candidata presidencial Cristiana Chamorro y también Dora María Téllez, Ana Margarita Vigil, Suyén Barahona, Tamara Dávila y Violeta Granera —las «antígonas» nicaragüenses—, podría obedecer a un acuerdo con Estados Unidos. No otra cosa cabe interpretar de las palabras de Humberto Ortega, hermano de Daniel y general retirado del ejército de Nicaragua. Humberto afirma que «ha habido un intercambio» con los gringos. Puesto que, para dialogar con Ortega y retirar las sanciones aprobadas contra sus colaboradores más cercanos, el gobierno norteamericano siempre puso como condición la libertad de los presos políticos, el dictador se habría animado a dar ese paso. ¿A cambio de qué? Bueno, ante su aislamiento internacional y su falta de apoyo entre la población nicaragüense, a cambio de su reconocimiento como presidente y, tal vez —como propugna su hermano Humberto—, a cambio de un respiro que le permita llegar a las elecciones de 2026.
Ahora bien, si esto fuese así y Ortega quisiera «amigarse» con los EE. UU., ¿cómo explicar el posterior despojo de la ciudadanía a los 222 expulsados y a otras 94 personas más, entre ellas los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli, Luis Carrión —uno de los nueve comandantes de la revolución—, el periodista Carlos Fernando Chamorro, el obispo auxiliar de Managua Silvio Báez o la presidenta del Centro Nicaragüense de Derechos Humanos Vilma Núñez? Noventa y cuatro personas, gran parte en el exilio, a quienes además el régimen ha confiscado sus propiedades. ¿O cómo explicar la condena de 26 años a monseñor Álvarez? Si lo que Daniel pretendía era el diálogo con los gringos, ese diálogo ya lo ha malogrado; no sería de recibo que Biden autorizase conversaciones con unos tipos que siguen cometiendo fechoría tras fechoría.
Y aquí vienen dos interpretaciones posibles a las últimas perpetradas. Una, que Rosario Murillo impusiera ese ajuste de cuentas. No es descabellado pensar que la todopoderosa vicepresidenta, molesta por esa liberación de presos que, tal vez, Ortega ordenó unilateralmente, y ante el hecho consumado de que se le han ido de las manos, decidiera imponerse a su marido y ejercer esos castigos. «Os habéis escapado de mis garras, pero ahora os quedareis sin nacionalidad; y, de paso, expropiamos a otros tan molestos como vosotros», podría haber pensado Murillo, quien ha ido conformando su propia «joven guardia roja» con personas insensibles y temerarias. ¿Estaríamos en ese caso en un escenario en el que Ortega, garantizando a EE. UU. sus negocios en el país y el control de la emigración y del tráfico de drogas, aspirase a un poco de tranquilidad en su vejez, como consiguió el dictador Francisco Franco pactando las bases militares gringas en suelo español? ¿Un escenario en el que, al contrario, la Chayo Murillo y sus jóvenes guardias no estarían dispuestas a ceder en nada que no sea «morir matando»? Es improbable pero no imposible.
La otra interpretación, más probable, es que Ortega y Murillo actuaran juntos. En ese caso, estaríamos ante una auténtica chapuza de ambos, pues la concatenación de hechos mencionada supone que el tiro les ha salido por la culata, como no podía ser de otra manera. En primer lugar, porque el diálogo pretendido con los gringos debe haberse paralizado; en segundo lugar porque 222 prisioneros del régimen están ahora en libertad y sus líderes promoverán una campaña activa en contra de la dictadura e, incluso, hasta podrían lograr la unidad de una oposición que hasta ahora ha estado fragmentada; en tercer lugar, en el campo económico, si el régimen decide destierros, robos de nacionalidad y expropiaciones sin ninguna base jurídica, como las llevadas a cabo, todo aquel que pueda sacará su «plata» de Nicaragua y los inversores extranjeros harán mutis por el foro.
Y, en cuarto lugar, los gobiernos de España, Chile, Argentina y Colombia han ofrecido la nacionalidad a las 316 personas represaliadas, los 222 recién liberados y los 94 expropiados, una decisión que impide que se queden sin nacionalidad y que acentúa el aislamiento internacional de Ortega —y también, que honra a los presidentes Sánchez, Boric, Fernández y Petro.
Y es que, despojar de la nacionalidad a esos 316 opositores contraviene, por un lado, la normativa internacional, ya que la nacionalidad constituye un derecho inderogable de todas las personas, como recoge el artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: «Toda persona tiene derecho a una nacionalidad. A nadie se privará arbitrariamente de ella», o como establece también la Convención para la Reducción de Casos de Apatridia, que Nicaragua ratificó en 2013; y, por otro, la propia legislación de Nicaragua, cuya Constitución señala que: «Ningún nacional puede ser privado de su nacionalidad».
Cierto que Ortega reformó su Constitución mientras los 222 prisioneros volaban hacia EE. UU. Ahora recoge que: «La adquisición, pérdida y recuperación de la nacionalidad serán reguladas por leyes» y que «los traidores a la patria pierden la calidad de nacional nicaragüense». Pero, según establece la propia Constitución de Nicaragua, para que una reforma constitucional entre en vigor debe ser aprobada en una nueva legislatura, lo que no ha sucedido.
Así que, una de dos: o el gobierno de Nicaragua es bifronte, con una Rosario Murillo que maneja buena parte del poder imponiéndose a Ortega; o el gobierno de Nicaragua, con Ortega al frente, es cruel y también chapucero.
En el cuento de la rana y el alacrán, este le pide al batracio que le cruce a la otra orilla del rio. «Pero, ¿cómo sé yo que durante el trayecto no me clavarás tu aguijón?», preguntó ella. «Muy sencillo, porque en ese caso me ahogaría contigo». La rana quedó convencida y cargó al alacrán, el cual, en el medio del rio, le aguijoneó con su pincho. «¡Que has hecho! —exclamó la moribunda rana—. Ahora moriremos los dos». «No pude evitarlo —respondió el escorpión—. Está en mi carácter».
Así es el dictador Ortega, capaz de clavar su espuela violentando sus juramentos. Está en su carácter. Y, junto a la Chayo, después de llevar a Nicaragua a la ruina, se hundirá como el escorpión. Pero, a diferencia del cuento, Nicaragua saldrá a flote y reconstruirá su historia en libertad mientras a estos dos desalmados sus historias se les acabarán para siempre.