La existencia es amor. Y el amor tiene que amar. Y para amar tiene que haber un amado. Pero como el amor es la existencia infinita y eterna, no hay nadie para amar, más que a sí misma. Y para amarse, tiene que imaginarse a sí misma como el amado a quien como amante imagina que ama… Y cuando se logra la unión, el amante sabe que él mismo era todo el tiempo el amado a quien amaba y con quien deseaba la unión; y que todas las situaciones imposibles que superó, fueron obstáculos que había puesto en el camino hacia sí mismo.
(Meher Baba)
Este viaje de creencias e ilusiones, de pareceres y personajes que, como celajes, se desvanecen inciertos entre los vivos y los muertos. Es una procesión instantánea. Larga, como los linderos del firmamento. Este amor solo e indescriptible, sobre el que tanto se discute y se escribe, que se llora, que se canta, que se vive. Esta vida, este lamento maravilloso de la dicha, este valle de lágrimas y risas, que irriga las praderas florecidas del universo, y sostiene la naturaleza de amar de la realidad.
Anoche me desperté y fui al baño a aliviar mis líquidos. De repente, entre la somnolencia y el proceso, me asaltó una percepción de mí mismo y comencé, sin ton ni son, en aquel recinto privado, alejado de la multitud de otros como yo, con los cuales interactúo, comparto y comparo el universo, a reírme de mi mismo, al darme cuenta de súbito, de mi particular punto de vista. Con mi egocentrismo, del cosmos, del mundo, la multitud, la conversación de la historia, los cuentos, y la particular importancia que le doy a este personaje que soy yo. Asumiendo interpretaciones, creencias, preferencias y opiniones respecto a mi vida y a la de los demás, contrastándolas, comparándolas o amalgamándolas con las de los otros.
Todo me vino a la mente de momento, mientras vaciaba mi vejiga. Esta asombrosa, mágica, indescriptible experiencia de la vida y la percepción de existir. Y sin saber por qué, irrumpí en carcajadas, riéndome de lo que consideraba era mí mismo y mi extravagante y fragmentada situación de ser. Cada opinión acumulada en mi saco de mente, cada una de mis posturas, de mis egoísmos sutiles o groseros, revoloteaban en torbellino, en aquella penumbra nocturna, mientras vaciaba, parte de los subproductos de las combustiones a fuego lento de mi cuerpo.
La risa de mí mismo y de mi vanidad, como un fragmento de este todo, se sumaron a los subproductos líquidos vertiéndose, en un mar de risotadas incontrolables. Sentí que también estas regresaban al mar por intrincadas rutas, igual que las aguas servidas. Pero qué de risas surgían, ante tantas poses frívolas, tantas palabras enjauladas, en este orgullo de ser disfraz pasajero.
Por un momento me sentí aliviado de mí mismo, de lo que consideraba bueno o malo de mi actuación como personaje del sueño de la vida. Me di cuenta del continuo de un universo expandiéndose, de una imaginación manifestándose, de una unicidad reflejándose a sí misma, en un número infinito de espejos.
Recordando este momento trascendental, de meditación en sanitario, caminé a la mañana siguiente sobre el pasto del patio trasero y de momento, tal vez volviendo a aquel instante de percepción, vi mis pies pisando la yerba, mi forma desplazándose y no puedo describir la sensación que por un relámpago de tiempo me sobrevino, al verme suspendido en un mar de vida, con un punto de vista envasado en un receptáculo, pero a la vez disuelto en un continuo que me era familiar, íntimo, aunque desconocido. Sentí, que la vida estaba viva en mí mismo y en todo lo demás a la vez, desde mi sitio.
De nuevo quedé asombrado ante todas mis peculiaridades, algunas que pensaba eran tan sabias y ejemplares, que proyectaba con ufano en secreto y también las vergonzosas que no decía a nadie nunca. Y todas eran, como muecas de payaso, ante la vida así sentida. Torbellinos de polvo, bocanadas de humo, nubes pasajeras que obstaculizaban y limitaban la esencia de lo que yo verdaderamente era.
Pensé, ¿y cómo me comunico con eso? ¿cómo me disuelvo en eso? Y me llovieron palabras, doctrinas, teorías, pensamientos, métodos, dudas, miedos, orgullos y sapiencias, en torrentes de mente. Y se me fue de nuevo esa esencia de la vida y me quedé de nuevo envasado en mí mismo.
Ahora, cada vez que voy a vaciar mi vejiga en la noche, o camino por las yerbas del patio de atrás, trato fútilmente de espontáneamente ser espontáneo, y me hago como que no estoy pensando, a ver si percibo, tras las barreras esas de mente, carne, hueso y ego, lo que verdaderamente soy. Como pordiosero, espero una limosna de la gracia, que me deje verme de nuevo por dentro-fuera a la vez.
Sin embargo, lo cierto es que todavía permanece, una estela de luz sugerida, quizás imaginada, alrededor de las cosas. Una especie de cuarta dimensión, que levemente parece rodear todo y percibir todo, como si fuera una presentación de diapositivas. A veces, por ejemplo, hablando con otros puedo «verme» hablando con ellos, y las conversaciones tienen la calidad de las conversaciones sostenidas en los sueños, parecen ser irreales y baladíes.
Son tantas las conversaciones, propagandas, ideologías, doctrinas, tantas las batallas de egos, tanto barullo que proyectamos desde cada uno de nuestros puntos de vista, tan variados y ensimismados. Pero parecen tener, en esos momentos de entre luz, la importancia que tienen los trinos de pájaros enjaulados, que se mueven de una percha a otra, sin salir de su jaula.
Somos tantos y tan diversos, que, a pesar de compartir esta comunalidad de estar vivos, cada uno tiene su propio cuento sobre lo que está pasando. Estamos inmersos en los impulsos, y esto predomina sobre el darnos cuenta de «qué es» en realidad todo esto. Todo el tiempo estamos reaccionando a lo que pasa, o contribuyendo a hacer pasar, viviendo, moviéndonos, sobreviviendo o ratificando nuestro ego, nuestra personalidad, defendiéndola tenazmente de los otros, de los demás, batallando con nuestra idea de nosotros mismos.
Llevo ya casi 80 años, atrincherado en este espejismo llamado «yo», tratando de entenderlo y de entender esas apariciones que me acompañan, desde aquellos seres muy, muy cercanos, que considero mis seres queridos, hasta aquellos que se mueven en ámbitos remotos, como lejanas lluvias de estrellas fugaces en la noche.
La vida ha estado casi siempre, a merced de estos impulsos del pasar, y de este amurallamiento en mí mismo. Aunque ocasionalmente ha habido destellos que añadían una nueva dimensión a lo percibido, llamémosles momentos de lucidez, o de enajenación, de acuerdo con lo que cada uno defina como normal.
Estos últimos años, tal vez a causa de una súbita crisis y cirugía cardíaca, se me quedó como un asomo de percepción de esa dimensión alterna. Manifestándose, como una especie de desapego de las cosas que antes me apasionaban o perturbaban, y que ahora veo como en una pantalla de cine. Como una película proyectada donde soy actor y a la misma vez una especie de espectador.
Esto es confuso y encantador a la misma vez, porque ando medio ausente y presente en el desempeño de mi actuación, o sea participo en todo, pero con un entusiasmo disminuido, porque me distraigo con la percepción paralela, de ser testigo a la vez que participante. Y lo curioso es que parece que nadie se da cuenta.
Ya antes en mi vida, había experimentado esa sensación de estar desapegado del mundo, pero ocurría en santiamenes, donde intencionalmente la buscaba, a través de la meditación, la visita a un lugar místico, o la lectura sobre estos temas. Pero ahora la siento detrás del hombro casi todo el tiempo, cuando camino, cuando llevo a cabo acciones en cualquier contexto, cuando participo en conversaciones con otros, o cuando llevo acciones cotidianas como botar la basura. Siempre está insinuada, asomada.
A veces me causa risa, como lo que relaté antes sobre mi experiencia en el baño. Porque al revisar mis pensamientos, posturas de personalidad y ego, mi diario vivir, a esta luz, me doy cuenta de tanta cosa sin importancia a la cual le adjudico tanto tiempo, aunque tampoco busco con más ahínco, el porqué de este cuento manifiesto que es el universo.
He leído con relativa atención, escritos de maestros espirituales, de místicos, versos de poetas sufíes, y he repasado las doctrinas del cristianismo y otros ismos religiosos, y a veces pienso que nuestra imaginación concibe metáforas e hipérboles, para visualizar las palabras y pensamientos que expresan estos conceptos. Que los maestros de la espiritualidad expresan contextos de la unicidad, como algo que es parte integral y natural de nuestro mismo ser, pero nosotros lo adoptamos con visos de ultramundo, más allá de lo llamado normal, que entonces parecen describir, mundos esotéricos, inalcanzables, descontinuos a este universo.
Me asalta la duda de si al hacerlo así, es porque no nos damos cuenta de la magia y maravilla de este universo en que vivimos, de esta imaginación, de esta consciencia, de este amor en conjunto que nos rodea con un silencio de existencia invisible, como un resplandeciente jardín encantado. No será que esta translucencia, que parece estar detrás de todo lo que es, «es» siempre. ¿Y que «todo es» una manifestación de la «unicidad», en miríadas de puntos de vista, una pulsación para auto conocerse?
Aparte de esos momentos evanescentes de trascendencia, donde uno jocosamente aprecia su propia y creída personalidad con todos sus aspectos, limitaciones, equivocaciones, y esperanzas, o cuando uno se da cuenta de la maravilla circundante del concierto de la vida, hay otra esencia penetrante que se nos asoma a veces, desde todas partes. Le llamamos en castellano; el amor.
Pero este amor no tiene nada que ver con palabras, ni pensamientos, o razonamientos. Es un sentir íntimo y secreto, que nos puede invadir en cualquier momento y circunstancia, y se derrama haciéndonos sentir uno con el otro y con todo, es un proceso de desfragmentación, donde se presiente el ser, más allá de la mente, la identidad y la personalidad.
Y puede surgir a través de la mirada de una de nuestras mascotas, o de cualquier ser viviente. O de un atardecer, un momento frente al mar, un abrazo profundo, la ausencia-presencia de un ser amado, o naturalmente de adentro. Es espontáneo, no negociable, inocente e intransigente, porque no puede ser capturado por doctrina, concepto, o ningún esfuerzo de la mente, solo se asoma de repente y nos envuelve, y durante ese instante sabemos que somos gota de un mar derramado.
No hay preguntas en esos santiamenes evanescentes de unión, solo un continuo de ser. No hay identidad, ni eventualidad, todo es un ahora, un estar consciente de ser.
Pero cuando uno regresa de esos instantes sin tiempo, siente la necesidad de explicárselo, de entenderlo, cosa que es imposible. Y cuando se regresa de sentir esa alternancia de gota-océano, lo próximo que uno se cuestiona es, ¿qué sentido tiene esa alternancia de fragmento a totalidad? Y, además, cómo es eso de ser sin tiempo, y nos da ansiedad de no saber, porqué pasó, porqué es todo esto.
¿Será que el mar se hace consciente continuamente y sin tiempo a través de esta alternancia gota-océano?
Los fuegos artificiales son sombras lejanas de aquella explosión original cuando, por capricho y voluntad, Uno decidió explorarse y conocerse. Generando todo este amor, esta atracción, esta humorosidad del ser. Contrastándose por su obra en sombra —la dualidad. Perdóname mi vida, por esta intensidad que nació de aquella explosión sideral acaecida al principio del todo y la nada. Pero este carnaval lleva ya tanto tiempo, ¿por qué no ponemos fin a este baile de disfraces y me revelas tu belleza desnuda y real? Para poder conocerte y reírme contigo en la dicha de la eternidad. Mira que ya llevamos tanto tiempo en esto que comienzo a olvidarme porque fue que zarpamos en este océano tuyo y mío.