De niño, mi abuelo me llevaba de la mano, cada mañana, hasta la puerta de entrada a la pequeña escuela unitaria de la señorita Soledad. Por entonces, debía tener mi abuelo entre sesenta y sesenta y cinco años. A mediados de la década de los años 60 del siglo pasado, las personas de la edad de mi abuelo, por lo general, eran consideradas personas mayores, ancianas, viejas, y lo era en un sentido infravalorado.
Mi abuelo, no era una persona creyente. En realidad, era alguien escasamente dogmático para cualquier cosa. Pero, como todas las personas que envejecieron en tiempos en los que había dificultad para comprar antibióticos y aún perduraban los ecos de la cultura de las cartillas de racionamiento, y la gente moría joven de tuberculosis, viruela o polio, la desesperanza te convencía de confiar en las posibilidades de mejorar en «la otra vida», en el cielo del más allá. Poco más ofrecía una sociedad llena de prejuicios y exclusión a las personas ancianas, más que creer y sentarse a esperar.
La vejez ayer y hoy
En los años de mi niñez, la desvinculación era la situación en la que quedaban personas como mi abuelo tras la jubilación. Después de toda una vida dedicada a una actividad laboral, quedaban en un limbo personal, en un arrinconamiento existencial, como objetos en un desván. Las posibilidades de participación social eran reducidas entonces y se reducían aún más al envejecer. La persona mayor quedaba casi relegada a su vida interior, supuestamente «liberada» de obligaciones laborales y roles sociales, y a sus circunstancias personales.
La desvinculación era una idea funcional profundamente disfuncional. Mientras que desvincularse para ciertos individuos suponía coincidir con la disposición de la sociedad para librarlo de sus obligaciones y principales cometidos y podía hacerle sentir satisfacción personal, para muchos otros más significaba aislamiento social, vivir como si el tiempo por vivir fuera una especie de tiempo de descuento que complicaba enormemente la adaptación a la vejez y propiciaba la soledad, de la que les hablaré un poco más adelante.
Algunos años después de que mi abuelo falleciera, yo era un joven inquieto y migrante, la desvinculación hacia los viejos se producía, pero con sus matices. Se suavizó. Se la relacionó con una mayor vinculación a la esfera familiar, como una serie de cambios que propiciarían en la persona jubilada por la edad, una vinculación cuantitativa en vez de una disminución cuantitativa. Sin embargo, el desarraigo no dejaba de ser una consecuencia habitual y dolorosa para estas personas.
Hoy, que rondo la edad en que mi abuelo me llevaba de la mano a la escuela, la forma en que envejecemos y la vejez en sí misma es muy diferente. Hace años ya, que la idea de recambio generacional, de que las personas mayores fueran consideradas como una especie de tapón intergeneracional de seguir manteniendo una actividad laboral y social, ha saltado por los aires, dinamitada por el cambio demográfico.
Desde finales del siglo pasado hasta los apenas veintidós que acabamos de dejar atrás de este siglo XXI, hemos transitado, gracias al auge de la ciencia de la gerontología y psicogerontología, por el camino del envejecimiento y la vejez activa. La imagen del deterioro es sustituida por una mirada centrada en la promoción de la satisfacción vital. Esta visión, sin embargo, contenía en sí misma una predisposición discriminatoria hacia las personas enfermas o con discapacidad, o todas aquellas que no mantengan una actitud basada, principalmente en el hacer, en la subrogación de roles de participación.
El paradigma actual del envejecimiento activo se basa, igualmente, en esa premisa empírica de la existencia de relación entre actividad y satisfacción con la vida; si bien se ha desprendido de enfoques utilitaristas, como el de otorgar importancia sui generis a la creencia de que el bienestar solo puede alcanzarse mediante la realización de actividades. Es decir, si las actividades que tienen un componente físico, como dar paseos por la naturaleza, son muy importantes para alcanzar ese bienestar, también lo son la actitud y la conducta de contemplación y de estimulación mental, así como la de una vida tranquila y descansada.
Cambiar la forma de entender la vejez y el envejecimiento
La vejez no es un tiempo de descuento. Si las enfermedades graves nos respetan, e incluso conviviendo con alguna de ellas, puede ser una etapa de la vida donde encontremos satisfacción por vivirla. El envejecimiento y la vejez ya no es un tiempo de resignación, cada vez son más las personas mayores que tienen más interés por la vida que hay antes de la muerte. En esencia, esto significa que, llegar a viejos ya no supone dejarnos abatir por la pesadumbre del miedo a morir, de instalarse en la retórica religiosa en torno a la inseguridad humana respecto a su propia mortalidad. Esto no supone que quien tiene fe, la pierda, pero sí que considere que la recompensa del cielo puede esperar un poco más, porque vivimos más y trataremos de que sea mejor.
La nueva visión del envejecimiento, también postula la necesidad de perderle el miedo al propio proceso de envejecimiento. Tomar conciencia del envejecimiento como algo productivo (y no hablamos de alargar por ley el tiempo de trabajo para terceros), que favorezca contribuciones positivas importantes para la propia persona, sus familias o la comunidad, ayuda a perder ese miedo a envejecer. Esto requiere no focalizar toda la atención sobre la enfermedad, sino atender eficazmente cuestiones de carácter psicológico y social.
Esta visión de la vejez, en el contexto del paradigma del envejecimiento activo —como ocurre de manera más o menos similar, en los planteamientos expresados por otras teorías, como la del envejecimiento exitoso o las recomendaciones contenidas en el «libro verde» de la Comisión Europea (ambas no exentas de cierto tufo neoliberal)—, propone escenarios de convivencia, donde a demás de la atención a la salud y el cuidado de las personas con enfermedades crónicas o discapacidad, se optimicen oportunidades para el bienestar físico, mental y social.
Los que somos de los últimos de la fila de la generación baby boomers (1949-1968) y, por tanto, estamos en la antesala de la vejez oficial, estamos más concienciados que ninguna otra generación anterior, no solo de la importancia de mantenerse físicamente activos por cuestiones de salud física, sino involucrados en actividades sociales, económicas, culturales, espirituales y cívicas, por razones de bienestar y salud mental.
Conviene, no obstante, no entender o no aceptar por que sí, este paradigma de la vejez activa en tanto suponga una forma de modelar el envejecimiento y la vejez como una forma de afrontar los problemas que la vejez causa a la sociedad; es decir, trabajar más años para pagarnos los achaques de la edad o los costes económicos de la jubilación. Millones de personas se jubilan o desean jubilarse de trabajos que les han ayudado a sobrevivir, pero que no han supuesto satisfacción personal y usualmente han deteriorado considerablemente su salud.
Si bien, ser activos en la vejez trae importantes beneficios para la persona, cabe no entender esto como un estándar de ser un «buen mayor», porque además de ser una visión de esta etapa de la vida poco realista, resultaría, también, enormemente injusto. Además, no puedo, llegados a este punto, dejar de advertir de la peligrosidad de fomentar ese pensamiento mágico conforme al cual, se crea una creencia distorsionada alrededor de la salud basada en la idea de que: «Si soy una persona activa no enfermaré», de la buena salud como antídoto del envejecimiento, como si la responsabilidad personal fuera un salvoconducto para una vejez sin enfermedades o discapacidades. Esta es una creencia que puede resultar perversa en cuanto se puede tender a culpabilizar al que «envejece mal».
Naturalmente, la actividad física en la vejez, al igual que la cultural, la intelectual o la social y participativa, es fundamental, pero es importante entender este pensamiento como algo no meritocrático, cuya tendencia es a menospreciar algo tan importante como todo lo comentado: nuestra vulnerabilidad humana, sino, por el contrario, como una forma de aceptarnos como viejos y como viejas, reconociéndonos en esa vieja o en ese viejo, que es una buena manera de afrontar la soledad y el aislamiento.
El reto de la soledad
Nuestra vida es muy distinta a la de nuestros abuelos. Mi abuelo era alguien rodeado de hijos y nietos, y otros muchos familiares. Para disfrutar de la paz de la soledad solía pasear por la bahía y observar los barcos, así y todo, muchas veces me llevaba con él. Nuestras sociedades del siglo XXI también son distintas a la de nuestros abuelos. Vivimos en poblaciones afectadas considerablemente por el cambio demográfico, hay menos niños y más personas mayores que viven durante más tiempo. La soledad no deseada es algo mucho más frecuente de lo que lo era en tiempos de mi abuelo.
Las personas experimentan realidades distintas a lo largo de toda su existencia. El modo en que cada persona vive tiene consecuencias cuando estas llegan a la tercera edad y en la manera en que viven su vejez; marca la iniciativa y la motivación, sus compromisos, pero también sus vulnerabilidades y sus necesidades de salud física y mental.
Estar solo, sentirse solo, percibir que no somos amados, advertir que para nadie somos importantes, observar que no se nos valora, reparar que nadie nos cuidará en caso de necesidad, descubrir poco sentido a nuestras vidas, experimentarlas como vacías, son cuestiones esenciales de lo que denominamos soledad. La soledad se puede entender desde distintos puntos de vista, dependiendo de las expectativas y de la realidad. Es decir, la soledad, se vive de forma distinta dependiendo de la influencia de variables personales, situacionales y contextuales.
La soledad es un concepto poliédrico, puede tener diferentes miradas, pero nos cuesta atrapar lo que palpita en su interior, porque la soledad, en esencia, es una experiencia de aislamiento, que puede ser objetivo o subjetivo, metafísico o comunicativo, existencial o social, y que, en cualquiera de los casos, se acompaña de gran malestar emocional, al que contribuye notablemente la discrepancia cognitiva entre las relaciones que una persona tiene y las que esperaba tener. La soledad no es algo que surja exclusivamente desde nuestro interior. Como ocurre con otros fenómenos como la depresión, factores externos que escapan a nuestro control la suelen producir. No obstante, la soledad también tiene mucho que ver con uno mismo y con el sentido y significado que le damos a la vida.
¿Qué hacer ante la soledad?
Soledad, aislamiento social, vivir solo, sentirse solo o estar solo son expresiones empleadas a menudo de forma intercambiable, por lo que «hacer compañía» no siempre o no en todas las circunstancias es la acción más adecuada para evitar sentimientos como los de vergüenza o los de dependencia que aparecen cuando tratamos de expresar la soledad.
La soledad es un fenómeno multidimensional que puede variar entre personas y situaciones, según los distintos factores implicados, subjetivos y objetivos. La eficacia de la implementación de una intervención en soledad depende de la habilidad para identificar a las personas que están solas o aisladas, o en riesgo de estarlo, por ejemplo, por ser personas viudas o cuidadoras no formales, por vivir solas o por estar institucionalizadas. Esto nos lleva a considerar la intervención en soledad como algo que debe ser, en la medida de lo posible, gestionado por las propias personas mayores, confiar en ellas, aportándoles, en su caso, recursos que las capaciten.
Llevamos años realizando intervenciones para reducir la soledad y el aislamiento social en las personas mayores, algunas con mejor éxito que otras. En cualquier caso, en la actualidad esta es una preocupación cada vez más exigente (será porque todos somos cada vez más viejos), poniendo el interés sobre aquellas que han mostrado mejor adaptación a las condiciones en que viven las personas mayores, con mayor apoyo de actividades de apoyo y educativas.
Al planificar intervenciones para reducir la soledad y el aislamiento de los adultos mayores, es esencial ofrecerles actividades preferentemente grupales que, además de ocupar su tiempo, les hagan sentirse útiles y valorados por la familia y por la sociedad. Es importante que esas actividades les generen sentido y propósito en sus vidas a través de tareas sencillas, como algunas actividades de la vida diaria.
Vivir más años es ya una realidad, lo realmente importante es que esos años estén llenos de una vida mejor y que, en consecuencia, valga la pena vivir más, en nuestro presente, en nuestro contexto, teniendo claro que cualquier otro cielo puede esperar.