«Amar» suele ser una palabra muy usada, casi ofensiva, más que ingenua. La noche nos acuerpa y con ella la luna y sus estrellas. Todo puede ser nombrado para que el amor se dé de la forma correcta. Buscarlo desde el amanecer donde el sol se siente por primera vez, y ya sabes, es solo sentirlo. Pero no es una fórmula, no es un deseo cuando viene de una corriente, debe iniciar desde un par de sueños, desde dos seres que se aman porque además de sentirlo, deben luchar por vivirlo.
Luchar es arisco, pero la travesía del vivir se vuelve como una guerra de emociones, como si se tuviese que luchar por el amor. Lo apropiado sería un fluir sin concesiones. Una libertad absoluta de escogerse y decirse aquí vamos contra toda posibilidad, pero vamos, como un plural constante.
No puedo guiarme como una adivinanza, como si hubiera pistas para encontrar al indicado. He creído en la fantasía del amor y ha sido despegarme, una cruel decisión. No puedes amar de un lado de la frontera, no es un territorio de cuerpos, no es la migración de la necesidad, de que me des lo que no tengo.
Cuando leemos el libro excepcional El Quijote de la Mancha, vemos como este se enamora de su Dulcinea, una sensación donde solo él puede figurar como personaje en su propia historia y agregar, allí mismo, a la amada de su corazón, de su invención y lucha contra todos los molinos y avatares para poder estar con ella. ¿Cuántas veces no hemos sido como el Quijote que ama desde su locura a una mujer o a un hombre que no le corresponde igual?
La neurociencia nos plantea que miles de acciones interactúan en nuestro día a día, y nos cuestionan por qué se hace cada vez más difícil ser felices en soledad, aunque sea la decisión más tomada por la mayoría. La percepción de amar es un latido diferencial en todos. Pues con nuestra multiplicidad de los sentidos, todos nos conectamos; puede ser desde el corazón-alma, corazón-cuerpo, corazón-vista, corazón gustativo o sensitivo y así, en continuos modos de entrelazar sensaciones con emociones.
¿Qué nos motiva a ser pareja y qué nos motiva desecharla?
Nuestro sentido de objetividad en la percepción o, mejor dicho, la racionalidad, es la que nos limita los impulsos y emociones y el buscar la contante aprobación o patrón de otros nos puede congelar lo que sentimos hacia los demás. A pedir permiso por lo que sentimos. A temer ser rechazado por los otros en el proceso de selección natural. Por eso, el amor debe ir más allá de los muros mentales. Y amar sin búsqueda. Encontrarse por el placer de conversar, de entregar confidencias, de sentirse valorado, de ser persona tratada con dignidad, de no avergonzarse si amamos a quiénes otros no amarían o aquellos que buscan para nosotros prototipos demasiados altos que lo único que hacen es centrarse más en el hoyo de la soledad.
La tarea de amar no debe ser un peregrinaje de espinas, ni una ensoñación a lo Quijote. Debe ser un hecho consciente. Una decisión de amor que redunda en el respeto y la admiración por el otro. Es el riesgo que siempre se debe tomar sin culpa, sin ataduras, sin obstáculos que individualmente nos ponemos. Abrirse en corazón, espíritu y cuerpo. Sentir lo trascendente, lo mágico, el compañerismo, las metas de crecimiento personal al unísono.
Tantas Dulcineas que esperan a su soñador para que luchen por ellas, le canten, le amen. Y las conviertan en mujeres reales con todas sus debilidades, imperfección y naturalidad.
Tantos Quijotes que tienen altas expectativas para ir por el mundo tras su búsqueda, la de su amada perfecta, la mujer de una historia sin final porque siempre irá buscando opciones, y cambiándola como un traje diario.
El amor en todas sus connotaciones, sea filial o ágape, conlleva un doblegarse del ego y una transparencia del ser, un perdón constante porque sin querer se hiere lo que se ama, digamos si eso es amor del bueno.
No se teoriza el amor, solo se siente, y luego, con valor decimos, con él o con ella quiero compartir, disfrutar, cuidar, empatar, ver las aspas de los molinos si se quiere, naufragar en el corazón del otro para sobrevivir de vuelta, de la mano, a la isla del encanto llamada cotidianidad y constancia.
Ese encuentro no puede dejarse al azar, al destino. Creo que es una intuición y por etapas, avanzar con la plenitud que lo de atrás se recuerda, pero no nos entierra. Que todos somos dignos de volver a amar e intentarlo una y otra vez, si no logramos el para siempre.