Llegó el día y me presenté en la puerta de Laurencio, un hombre pequeño, pero robusto, con la estatura de un veinteañero traicionada por barba y pelo blanco. Dos ojos penetrantes y luminosos me miraron. La sonrisa abierta y sincera revelaba un rostro relajado, no había sombras ni tensiones. Me miró por un largo rato y me preguntó:
—¿Por qué estás aquí? ¿Qué puedo hacer por ti?
—Soy psicóloga y me formé en etnopsiquiatría. Tengo un fuerte interés por conocer y profundizar los sistemas de cura de otras culturas, así es que me preguntaba si, entre los proyectos que estás desarrollando, podrías necesitar una figura como la mía.
—En realidad, en este momento, no tenemos fondos para apoyar proyectos comunitarios con los que hemos trabajado durante años. Así que no tengo trabajo que ofrecerte. Pero si quieres te enseño lo que sé. Mi abuela era curandera. Conocía el uso de las plantas y practicaba la medicina que usaban sus antepasados y que ha sido transmitida por generaciones. Ella me lo enseñó. Si quieres yo te lo paso a ti.
Estaba estupefacta. Sin dudarlo, lo miré y balbuceé:
—¡Por supuesto! Me siento honrada por la propuesta. ¿Qué tengo que hacer?
No tenía idea de lo que implicaba, pero sabía que tenía que aprovechar la oportunidad. Por supuesto sentí que involucraría un alto nivel de compromiso y sabía que me llevaría hacia horizontes inciertos y desconocidos. No quería, por ninguna razón en el mundo, dejar escapar esta increíble posibilidad.
Volver de estudiar libros a sumergirme en la realidad fue definitivamente muy emocionante.
—Preséntate aquí en dos días y empezamos.
En ese preciso momento todo empezó a cambiar, me diera cuenta o no. Desde el momento en que decidí seguirlo fui catapultada a un escenario que se curvaba, como las olas que doblan el mar. Enrollándose sobre sí misma, la realidad se reprogramó. Me sentí como si estuviera dentro del tubo de un caleidoscopio, aferrada a un fragmento de color que, girando y girando, siempre se recompone en nuevas y encantadoras geometrías. Me dejé seducir, desorientar. Calmada e inconsciente, entré en una nueva forma de experimentar un mundo extraordinariamente multifacética.
Al llegar a la puerta de Laurencio me invadió un olor sumamente agradable y decididamente intenso. Cuanto más me acercaba, más se saturaba el aire con la fragancia de algunas plantas. Fue la alegría, mezclada con la incertidumbre y la curiosidad, lo que me arrastró hasta el timbre. Laurencio vino a abrirme y al abrir la puerta de par en par se esparció una nube aún más cargada de sustancias aromáticas. Me invitó a pasar con un gesto cortés y una sonrisa amable que iluminó todo su rostro. Es un hombre que inspira confianza y serenidad.
Entro, y no tengo tiempo de dejar mi manojo de plantas medicinales sobre la mesa, incluso con cierto orgullo, antes de tener que dejarlas allí, Laurencio, imperceptiblemente excitado, me exhorta a seguirlo más allá de una puerta donde sin duda se originó la exhalación perfumada, mezclada con humedad y calor. Lo sigo, cruzo el umbral y con asombro veo una estructura con forma de semicúpula.
¡¡Maravilloso!!
¡Era un temazcal caliente! ¡Listo para ser usado!
Lo había experimentado una sola vez, años antes, en compañía de un grupo de amigos, en un lugar no especificado en medio de un bosque en las montañas de San José del Pacífico, al sur de Oaxaca. Había sido una experiencia extraordinaria, inolvidable.
Él y yo, un temazcal caliente, una situación llena de rarezas y muchas ganas de saber. Laurencio me invita a desvestirme y arreglarme frente a la puerta diminuta, cubierta con una manta pesada. Lo espero de pie, con timidez, sin saber lo que realmente me espera. Viene con un manojo de ramas y hojas, una copalera de la que salía humo con el inconfundible olor a copal, una resina sagrada para los dioses, utilizada desde la antigüedad por sus propiedades depurativas. Comienza a dar vueltas a mi alrededor, soplando contra mí los vapores de la copalera, creando una gran nube perfumada que, como si tuviera garras, atrapa y se lleva todas mis dudas, incertidumbres, inseguridades.
Me golpea con ramas y hojas, por delante y por detrás, en las piernas y la cabeza. Ya estoy lista, ya puedo entrar al temazcal. Me agacho y me arrastro a este lugar oscuro, ardiente y sagrado. Laurencio me sigue, baja la manta y canta una canción, armoniosa y profunda. Tira agua sobre las piedras y comparte conmigo el alma del temazcal.
La ceremonia conduce al centro del propio ser.
La oscuridad me permite perder la percepción de los límites de aquí adentro o afuera, yo y el otro. Siento mi corazón latir en mi pecho, pero su pulsación se expande y coincide con la melodía de la canción. Mi piel, la fina capa que bordea mi cuerpo, se derrite con la alta humedad y el calor. Mis percepciones se distorsionan, experimento la expansión de mi esencia al recuperar la inmensidad propia del alma. Y así me siento bien, me siento renacer. Florece en mí un agradecimiento espontáneo por esa ocasión en la que me encuentro. Descubro mi naturaleza.
Dicen los curanderos de la región de Oaxaca que el ritual servía precisamente para renacer, así como para curar el cuerpo. El universo y el ciclo de la vida y la muerte están inscritos en las características de la cabaña de sudor. De hecho, los elementos naturales que son el fuego, el aire, el agua, la tierra y el éter de los que se origina toda sustancia de la que se compone la materia, están en el origen del ritual.
La cosmogonía antigua que me transmite Laurencio considera que la vida de la especie humana y la supervivencia del cosmos dependen del equilibrio de los cinco elementos, conectando el microcosmos humano y el macrocosmos natural. La cúpula de tierra del temazcal representa la matriz de la Gran Madre Tierra que acoge a sus hijos en su vientre húmedo y tibio, evocando una nueva gestación. Oportunidad de redescubrir el eje mundo-cosmos, tierra-cielo, cuerpo-alma. La ceremonia es una costumbre milenaria, difundida, aunque en diferentes formas, en vastas zonas del mundo y en toda Mesoamérica, por los aztecas, zapotecas, mixtecas, mayas, con fines terapéuticos.
Temazcal, proviene del náhuatl temazcalli, que ha sido traducido de diferentes formas: «casa del baño de fuego», «casa del baño de vapor». Usado con fines rituales, higiénicos, medicinales, «casa de piedras calientes», de tetl piedra, hot maztili; callos a casa. Las piedras se calientan al fuego durante horas, hasta que se ponen al rojo vivo y luego se introducen en el centro del baño de vapor y se rocían con agua aromática, enriquecida con los aceites esenciales de plantas medicinales, convenientemente escogidas para la ocasión. Quizás una técnica aún más antigua era la de calentar las piedras directamente en la casa, alcanzando una temperatura ya alta antes de acceder a ellas. Es un ritual de purificación de los cuerpos sutiles, purificación de vías respiratorias, aparato digestivo y tonificación del sistema nervioso. En cuanto cae el agua, chocando con las piedras incandescentes, la temperatura sube exponencialmente, la sudoración aumenta y se intensifica, las vías respiratorias se abren y los parámetros vitales se distorsionan. Es una hidroterapia efectiva, aromaterapia y, para mí, definitivamente es el lugar donde se facilitan la meditación y las visualizaciones.
Laurencio me invita a cantar con él. No me sale la voz, se me queda atascada en la garganta. Por supuesto que será por mi timidez. Nunca me había encontrado en una situación como esta, tal vez incluso estoy un poco inhibida. Pero me siento encantada por las extraordinarias sensaciones que tengo, las múltiples emociones que experimento. Me seduce esta increíble experiencia y pierdo las referencias para compartir con él.
(Fragmento del libro: «Pilar, un viaje en busca del alma»)