Hace tiempo que decidí acudir a mi trabajo utilizando con más frecuencia el transporte público. Fue una decisión acertada. Para empezar, mejoró mi vida en algunos aspectos relacionados con la salud. Caminar más durante el día resultó un complemento extraordinario para alguien como yo, que nada casi cada día. Tomar el bus, el tren o el tranvía, me lo tomo además como mi contribución personal a la mejora de nuestro entorno natural, a mi particular lucha contra el cambio climático. Habrá a quien le parezca poco, puede que hasta ridículo. Pero mi modelo es el colibrí del cuento.
Mi imaginación ha volado en muchas ocasiones. Algunas las recuerdo bien, otras no tanto y, probablemente, las que más, ya me han abandonado para siempre, cosas de la edad. Pero de la fábula del colibrí, que descubrí en uno de aquellos relatos de la adolescencia, me acuerdo como si la acabara de leer. La memoria tiene estas cosas, a veces olvidamos lo más reciente y nos viene a la superficie, desde las profundidades de nuestro sistema límbico: un recuerdo, una lectura, una canción, un bonito amor de viejos tiempos.
Un día de verano, como ocurre en tantos veranos y negligencias humanas, ardía un bosque. Todos los animales que habitaban en él trataban de ponerse a salvo de las llamas que saltaban de copa en copa de los árboles y el fuego y el humo que arrasaba las superficies, las madrigueras y los escondites de los animales. Nadie estaba a salvo y todos huían a la desesperada, tratando de salvar la vida.
El jaguar, señor de la selva, que corría más que ningún otro habitante del frondoso bosque, huyendo del peligro en dirección a un lago cercano, se vio sobrevolado por el diminuto colibrí que iba en dirección contraria, hacia el fuego. Le extrañó sobremanera, pero el miedo le impedía detenerse. Al instante le volvió a ver volar sobre su cabeza y sobre la de todos los animales que huían, pero esta vez en su misma dirección. Pudo observar esta rara conducta repetidas veces. Cuando llegó al lago le llamó mucho la atención que el pajarillo llenaba de agua su diminuto pico. A salvo, con el agua hasta el cuello, no pudo contener más su curiosidad, pues le parecía un comportamiento muy estrafalario y peligroso.
¿Qué haces colibrí? —le preguntó.
Voy al lago —respondió el pequeño pájaro— tomo agua con el pico y la echo al fuego para apagar el incendio.
¿Estás loco? —le dijo. ¿Crees que vas a conseguir apagarlo con tu pequeño pico tu solo?
El jaguar sonrió con incredulidad.
No —respondió el colibrí— yo sé que solo no puedo. Pero ese bosque es mi hogar. Me alimenta, me da cobijo a mí y a mi familia, y le estoy agradecido por eso. Y yo lo ayudo a crecer polinizando sus flores. Yo soy parte de él y él es parte de mí. Yo sé que solo no puedo apagarlo, pero tengo que hacer mi parte.
En el autobús leo y también hago mi parte, como el diminuto colibrí, para tratar de ayudar en la solución de este problema del cambio climático, en el que, como a todas las demás, nos va la existencia como especie. El transporte público es una pieza clave para la consecución de un mundo más sostenible; la sostenibilidad conviene entenderla como la satisfacción de las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. La creciente preocupación por la calidad del aire, la contribución al cambio climático o la progresiva descarbonización de la economía supone una transformación completa de la movilidad del futuro, que tiende a ser eléctrica, conectada y compartida.
La lectura y su efecto terapéutico
La lectura es uno de los placeres más limpios y sustanciosos que tenemos a nuestro alcance, nos abre puertas para desarrollar la imaginación y para adquirir conocimiento. Leer tiene, además, un efecto terapéutico extraordinario; ejercita la imaginación, fomenta el interés por aspectos que nos resultan desconocidos, despierta la curiosidad y aumenta nuestra capacidad de concentración y abstracción. Leer, por ejemplo, puede resultar crucial en las etapas de la vida en que debemos reconstruirnos. Cuando fuimos golpeados por una enfermedad, por un accidente o por una pena de amor, cuando perdemos el trabajo, experimentamos una crisis psíquica o nos acecha la depresión.
Recientemente, mi buena amiga y antropóloga Sofía di Luca, me comentaba que, «en la lectura hay algo más que el placer de las vivencias que nos proporciona leer, que depende de un trabajo psíquico a través del cual establecemos un vínculo con aquello que nos construye, que nos da lugar, que nos da vida». Así es, existe investigación empírica que indica que leer favorece una actividad cerebral similar a la que activaría la experiencia real. Lo más importante de este descubrimiento, leer las historias de otros, introducirnos en los mundos imaginados por los escritores de libros tiene un efecto muy positivo en las estrategias que empleamos para afrontar nuestros propios desafíos emocionales.
Leer es un acto de salud mental. Ya en la Grecia clásica, las bibliotecas estaban consideradas como lugares donde uno entraba a sanarse. A lo largo de la Historia, los libros y su lectura nos han acompañado, nos han entretenido, nos han formado, enriquecido y mejorado. La buena lectura nos cambia la vida. Leer, lo recomiendo con frecuencia en mi consulta como estrategia terapéutica, es una buena manera de aceptar la vida tal y como nos viene, especialmente cuando incluye estrés y ansiedad. Leer es, además, un buen camino en el que encontraremos momentos de felicidad.
Los lectores frecuentes son personas más felices
Leer incrementa nuestros estados de felicidad. Es tremendamente difícil esto de calcular y medir la felicidad; es difícil porque cada uno pone el listón de la felicidad en función de sus percepciones, sentimientos y emociones. Pero parece que sí, que las personas que leen con frecuencia aumentan su probabilidad de encontrar más espacios, más momentos, más oportunidades de ser feliz. Y esto ocurre a pesar de que leemos menos libros que nunca.
Leer tiene esa propiedad, que también poseen las conversaciones significativas, de formar conexiones neuronales que nos ayudan en la interacción con el medio y con los demás. Somos seres sociales, y una buena comunicación con otras personas es fundamental para nuestro bienestar emocional. «La lectura debe ser una forma de felicidad», le he leído a Borges, escribiendo sobre el placer. La felicidad es un derecho. Por supuesto que este sentimiento implica adoptar hábitos sanos y constructivos, como la lectura.
Un estudio de la Universidad de Roma, en base a las escalas de satisfacción con la vida de Dianer, establece diferencias estadísticamente significativas a favor de las personas que leen en comparación con las que no leen o lo hacen esporádicamente. Los lectores, afirma el estudio romano, tienen mejor humor porque la lectura les da herramientas cognitivas para hacer frente a las dificultades de la vida.
Otros estudios consultados van en la misma dirección que el de la Universidad de Roma, explican cómo gracias a la lectura, el estrés se reduce, la inteligencia emocional aumenta, así como el desarrollo psicosocial, el autoconocimiento y el cultivo de la empatía. Un artículo del diario The New Yorker sobre la biblioterapia, establece que: «Los lectores habituales duermen mejor, tienen menores niveles de estrés, una autoestima más alta y menos depresión».
Leer no nos promete nada, pero nos da la oportunidad de mejorar nuestro camino hacia el bienestar personal, la felicidad y, en mi opinión, también, la salud mental. Quisiera terminar este artículo con una cita que no se bien a quién atribuir y que dice que «Leer no nos hace más inteligente, pero sí menos ignorantes».