En el hermoso balneario egipcio de Sharm El Sheij, será la decisiva COP 27. Hay esperanzas, pero también dudas, y éstas son apremiantes, por más que estén contempladas en un temario ambicioso. El año ha sido desastroso, no sólo para la paz mundial, sino que también para el medio ambiente planetario. India ha superado los índices más alarmantes de altas temperaturas. Pakistán, soportado inundaciones trágicas. Europa suma más calor, y el frío invierno, cuando llegue, los encontrará con una energía todavía dependiente en parte de Rusia, o con reemplazos mucho más caros y escasos. Hay un peligroso aumento de los mares, con riesgos ahora ciertos para pequeños países isleños que pueden verse inundados. Igualmente preocupantes son los actuales índices de pérdida de la biodiversidad y contaminación global. En fin, donde se mire, los objetivos de tantas reuniones previas de la propia COP, o consignados en los numerosos acuerdos internacionales vigentes, en relación a los desafíos medioambientales, siguen sin garantizar las metas previstas. Una situación degradada que seguramente será alertada en los ya predecibles discursos de muchos, que sabrán ponerlos en evidencia. La reunión se realiza en África, que sigue sumando carencias y postergaciones, y que ahora reclama ser compensada, lo que ciertamente encontrará opositores.
Sus resultados están por verse, y por desgracia, sin una verdadera toma de conciencia y compromisos reales, no hay certezas de que también serán llevados a la práctica, más allá de los acuerdos que se logren, si es que los hay. Y no sólo será una realidad para los que asistan a la reunión, sino también a quienes no estarán presentes o no han deseado participar, por las razones que fueren, agudizando todavía más, la realidad ecológica que se vive actualmente. Para complicar las cosas, esta COP 27, y por primera vez, se efectuará en plena guerra al oeste de Europa, luego de largos casi nueve meses desde que Rusia la inició, y en la que Putin no participará.
Una situación real, no teórica, que entremezcla como nunca antes: el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, con el medio ambiente, lo que parecía lejos de estar vinculado como ahora, de manera indisoluble. No es una señal alentadora. Bien sabemos que la paz se ha vuelto un principio que presenta debilidades crecientes, vulnerado no sólo por las guerras que persisten, incluida la más urgente y representativa como la agresión rusa a Ucrania, sino que tampoco evidencia posibilidades de un entendimiento pacífico entre las partes. Su persistencia, aleja cada día todo tipo de tratativas, entre países que han cortado todo diálogo, y que tampoco admiten gestiones de quienes pretendan colaborar a ello. Ni las instituciones creadas al efecto, aplicando el derecho y el sistema internacionales previstos, ni las iniciativas de terceros, han dado resultado. Tampoco se avizoran.
Las indefiniciones en el trágico campo bélico, sin ganadores ni vencidos, se prolongan. Al contrario, todo está indeterminado, se avanza y retrocede, indistintamente, lo que aumenta el riesgo de que se considere como una guerra inevitable, o simplemente nos acostumbremos a que el conflicto integre la todavía larga lista de confrontaciones de baja intensidad, que pocos podrían enumerar, y que a muchos, ya no les importan mayormente.
No podemos olvidar, que la guerra sigue siendo uno de los peores desafíos que atentan contra el medio ambiente. No es su objetivo preservarlo en lo más mínimo, sólo destruyen, no sólo las vidas, lo más importante, sino que, al mismo tiempo, la naturaleza y las obras humanas. Arrasan con todo lo que está a su paso con tal de obtener la victoria o el sometimiento, sin importar cómo. En consecuencia, a las prioridades urgentes que presenta el deteriorado medioambiental a nivel global, se les añadirá, aunque nadie lo desee, la peligrosa situación bélica existente, en todas sus manifestaciones, principalmente representada en Ucrania. El resultado es predecible, ya que ambas en conjunto, pueden alejar más que acercar posiciones, al ser imposible diferenciarlas y lograr compromisos de cualquier tipo.
La posibilidad de que los temas medioambientales sirvan, como debiera adicionalmente, contribuir a la paz del mundo, se hace teórica e impracticable si todo sigue igual. La guerra en cualquier caso, sólo las agrava. Los ensayos armamentísticos, maniobras, y sobre todo las armas pesadas o de destrucción masiva, siempre aniquilan su entorno. Ni qué decir, de aquellos nucleares en tierra, mar o aire. Dejan secuelas por siglos, y es aún peor, si efectivamente se utilizan, como tan irresponsablemente Rusia continúa amenazando. No habría peor catástrofe que ésta. Y no podemos asegurar que en algún momento, de extrema locura, se haga realidad.
Tal vez, todavía la preservación del medio ambiente, y por supuesto los acuerdos que se alcancen, podrían igualmente contribuir a la paz internacional. Lograrían una dimensión planetaria complementaria al mantenimiento de la seguridad tan vapuleada, y en riesgo de escalar, como está hoy. De esta manera, la preservación ecológica tendría un componente coadyuvante del mantenimiento de la paz, lo que la elevaría a un nivel superior y paralelo, a los consabidos principios tradicionales de la Carta de las Naciones Unidas, y que enfrentan claros casos de violación o de menoscabo riesgoso. No son pocos los actores internacionales que buscan, precisamente, suplantarlos o condicionarlos a sus crecientes intereses, o al menos, interpretarlos a su manera. La ecología tan en boga, y ciertamente tan necesaria ante tantos desafíos reales, jugaría un papel nuevo y trascendente, en su campo, así como para la convivencia entre los Estados.
En definitiva, no habrá avances en el medioambiente planetario, si no hay mantenimiento de la paz y seguridad internacionales. Son actualmente, inseparables, y se necesitan mutuamente. La COP 27, tiene esa responsabilidad adicional en estos momentos de incertidumbre.