Ya lo decía Andrés Calamaro en su canción titulada Las oportunidades. Cantaba en el año 2004 que «la culpa es un invento muy poco generoso». Me sumerjo en ese sentimiento para analizar la culpa desde ese punto de vista poco amable. Empiezo con unos ejemplos cotidianos.
A veces, las experiencias de otras personas, nos ayudan a entendernos mejor cuando nos vemos en una situación parecida. Os contaré cómo me vi reflejada en una de mis amigas.
Claudia estaba viviendo su primer año de casada, había tenido un noviazgo feliz y lleno de ilusiones. Su vida se presentaba con todo pronóstico de éxito personal. Un día, estábamos tomando café en su casa y la vi bastante apagada. Le pregunté si estaba bien, si había algo que le preocupara y como si hubiera apretado un botón que accionaba su necesidad de sacar lo que le estaba taladrando el pecho, me contó que algo no andaba bien con su marido. Me explicó que recientemente había descubierto que su marido le engañaba. Yo ante tal asunto de importancia me limité a escucharla. Empezó a exteriorizar lo que le atormentaba, pero enseguida pasó a describirme como, seguramente, ella había tenido la culpa.
-Es verdad que en estos últimos meses me he relajado un poco en cuanto a mi imagen, no me he arreglado tanto como antes. Él siempre me había visto perfecta y ahora al convivir me he dejado ver más natural, me dijo. Reconozco que seguramente le he decepcionado, no he cumplido con sus expectativas, claro, si es que nunca antes me había visto despeinada, es más, siempre había cuidado el más mínimo detalle, no hubiera acudido a una cita con un pelo de mis cejas mal puesto y ahora, llevo unos meses que me he descuidado, me he equivocado. Es culpa mía.
Yo le escuchaba, le observaba y no veía nada malo en ella.
Mi amiga prefería juzgarse a ella misma antes que afrontar el dolor que la falta de respeto de él le estaba causando. De esta manera el dolor era menor, prefería echarse la culpa a ella misma antes que admitir que él estaba faltando a su compromiso de fidelidad, así dolía mucho menos.
Esto me hizo recordar algo que yo había vivido de una forma similar. Recordaba mi juventud y la falta de confianza en mí misma. Hubo un tiempo en el que salía con un chico del que estaba totalmente enamorada. Algunos de sus comentarios en aquellos días me habían hecho sentir insuficiente y se me ocurrió que si perdía algunos quilos sería muy posible que a él le gustara más y proporcionalmente me quisiera más. No es que hubiera comentado nada sobre mi peso, pero yo enseguida acudí a mejorar aquello que más insegura me hacía sentir, podría haber sido cualquier otra cosa, pero en ese momento me enfoqué en la báscula. Decidí comer poquito durante toda la semana y cuando llegó el fin de semana, que era cuando podíamos vernos, mi figura había cambiado a simple vista. Cuando nos vimos, yo esperaba una sonrisa y algún cumplido, sin embargo, lo que recibí fue un: «esa camiseta no te sienta bien, te queda grande. ¡No sé por qué te la has puesto!», me dijo. Me quedé totalmente desalentada, no pude disfrutar del día porque solo pensaba en llegar a casa y reparar mi error, no debí haberme puesto aquella camiseta, había vuelto a fallar. Era culpa mía.
Aquel día me sentí igual que Claudia, no había acertado, no había tenido suficiente cuidado con mi imagen, no había reparado en que al perder peso era necesario usar una talla menos. Menudo fallo.
Con el paso del tiempo esto se iría repitiendo y mi autoestima se vería afectada cada vez más, llegando a dudar por completo de mí misma. El daño que yo me había causado era mucho más difícil de reparar que si hubiera reconocido que aquella persona no me quería tal como era. Resultaba mucho más fácil echarse la culpa a una misma que reconocer qué era, en realidad, lo que dolía tanto.
La culpa nos moviliza, nos saca del centro. Nos provoca un estruendo interno de incomodidad. La culpa materializada se transforma en un arma en potencia, es como una amenaza instalada en nuestra alma.
Al sentir culpa intentamos calmar esa ansiedad y subimos la intensidad de escuchar, subimos el volumen del deseo de los demás, silenciando el nuestro.
El inicio de la culpa siempre es el juicio, es como si te apuntaran con un arma cargada, el sujeto se siente condicionado, supeditado a sus capacidades de acertar en su comportamiento, actuando según las expectativas del acreditado a juzgarnos.
Es una estupidez invalidar nuestros actos ante un adversario porque estamos colocando al ser humano en un lugar contrario al que nos encontramos. Con esto lo que buscamos, es la aceptación del otro y esto provoca una contradicción que se siente bien dentro, entre lo que siento yo y lo que le estoy mostrando al exterior. Al querer superar ese proceso en el que advertimos que no estamos satisfechos con nuestro cometido, se establece un nuevo ritmo y el deseo repentino de recuperar nuestra dignidad. Normalmente esto provoca que el camino se haga largo y pesado.
Con la culpa, sentimos que nuestra dignidad está en peligro. No estamos preparados para vernos desde el otro lado, es como si saliéramos del camino predefinido.
La base principal de la vanidad es la capacidad de gustar a los que nos observan. La culpa representa el defraudar en esa percepción externa. Esta incomodidad se establece también en los demás. No es casualidad que se utilice la culpa como una oportunidad para apretar al interlocutor, para forzar su voluntad principal, esa que va acorde con su libertad.
Lo sabio en esta situación en la que sentimos la presión ejercida por el otro, sería escuchar nuestra voz interior, tomarla en cuenta, no silenciarla.
Aplicado así, el sentimiento de culpa supone una condición arbitraria al gusto del consumidor. Las expectativas cambian y son variadas según el deseo y opinión del otro. La culpa es una herramienta que está en nuestro interior y alrededor, algo común, algo que puede llegar a crear un patrón. Esto supone restar libertad. Para situarse en la igualdad se debe respetar sin juzgar a la otra mitad en cualquier relación.
Somos cordiales y amables cuando silenciamos nuestra opinión si esta difiere de lo que se está exponiendo. Se trata así de transmitir cordialidad sin enfrentar nada. Si, por el contrario, fuéramos sinceros, podría aparecer la posibilidad de modificar el rol establecido. Cuando dos personas se muestran con sinceridad, estableciendo una actitud de amor y comprensión, se transmite la capacidad de aceptar sus caminos, aun siendo distintos. Aceptar otra forma de pensar supone aceptar la identidad de cada ser.
Al sentir culpa estamos sintiendo algo que nos condiciona, algo que nos reprime, nos resta libertad.
¿Qué pasa si avanzamos sin caer en la trampa de la culpabilidad? Que caminaríamos en línea recta de acuerdo con nuestra esencia y coherencia, sabríamos caminar sin determinar si los demás aceptan o no nuestro plan en potencia. Esto sería genial.
Ante la individualidad se aplica la asunción de libertad e inocencia. Supone ser y estar sin cambiar la palabra, sin modificar los actos, siendo descubiertos como seres completos que se muestran por fuera al igual que por dentro, transmitiendo algo puro y directo. Nada de titubeos ni de tanteos, solo ser desde el centro. Caminar mirando a ambos lados para reconocer que actuamos desde nuestros sentimientos más puros. Esto lo logramos si estamos conectados con nuestro deseo interno, aceptando nuestra presencia, experimentando la concordancia, como si supiéramos que el ser descubiertos no es, ni por un momento, intento de ser más buenos o más humanos.
Acumulando actos, siguiendo actuaciones predefinidas, no experimentaremos la vida, solo abriremos una partida más, dando la misma vuelta que ya se había definido. Como si ya conociéramos el camino y eso es aburrido. Debemos ser espontáneos, admitir que sentimos impulsos cercanos a nuestro centro y que estos no están condicionados.
Si aplicamos esto respecto a las normas de la sociedad, a las reglas de la comunidad en la que nos encontramos, no cumplirlas, supone sentir la no pertenencia. Cuando no se siguen las reglas se siente como si se estuviera fuera del colectivo o sistema.
En una pareja, por ejemplo, nos aceptamos, nos conocemos dentro de lo que hemos establecido como supuesto acuerdo. Todo aquello que cambiamos supone una revisión por ambos lados. De ahí surgiría la permanencia a conciencia, dando lugar a la posibilidad de cambiar, de estar activando la evolución personal e individual y así además aportando nuevas experiencias a la pareja en este caso. Entraría aquí la libertad individual y personal.
Camina, sitúate sin miedo sin silenciar sentimientos y siempre aplicando la bondad y la humildad, eso es esencial. En caso de que los sentimientos sean otros, se estaría dando la igual capacidad para sumar o restar, para aplicar ese encuentro como una opción más para conocernos, siendo honestos y verdaderos.
El que juzga o aplica temor, ¿saca beneficio de esta condición de culpa? Es posible. Para neutralizar eso, debes confiar en ti.
Esa persona que consigue sus objetivos a partir de esa presión aplicada, podría ser también juzgada. Aquí ahora quien tiene el arma es la persona intimidada. La balanza debe estar equilibrada entre ese dar y ese bienestar social. Se trata de unanimidad, de aplicar la prioridad de intercambiar los deseos y derechos de ambos.
¿Qué pasa con las obligaciones? Aquí se trata de definir qué es lo que te conviene a ti y si aplicando esto será correcto también para el otro. Hay que definir ese aspecto en el que se da equilibrio en el intercambio de actuaciones.
Participar en este análisis daría paso a descubrir que somos prisioneros y en ocasiones carceleros.
¿En general, se puede conseguir un equilibrio totalmente parcial? Lo ideal es evaluar y después actuar uniendo todos los puntos concretos que se quieren negociar o pactar. Actuando sin consenso lo único que conseguimos es el descontento.
¿Y si la persona que se siente culpable cree que así ya está equilibrado el balance? Me refiero a actuar desde el sentimiento de culpa, complaciendo al otro.
Aquí si decimos que esto nos proporciona un lamento sería absurdo, pero si por el contrario establecemos un acuerdo que vemos necesario o incluso placentero lo dejamos como abierto.
¿Y si sabes que el resultado no es equitativo, pero te dejas llevar? No sería casualidad que se vuelva a aplicar la desigualdad. Se establecerá una expectativa para la próxima actividad potencial.
¿Y eso no hace que aumente la desigualdad? Sí, es muy posible. Esto sería aplicándolo en una balanza.
Muere un poco aquel que no desea asumir la realidad, en el sentido de reconocer sus intenciones. Aquel que silencia lo que es deshonesto, actuando así en su propio beneficio, creará el principio de un desgaste psicológico que llevará al cuerpo y a la mente a acabar en el unísono del sentimiento. No obstante, sabemos que lo primero es aceptarse uno mismo. Somos solo aquello que estamos dispuestos a cambiar y a experimentar. Si nos mantenemos sin movimiento solo conseguiremos aplicar la capacidad de estar sin más, ser sin estar de verdad.
Actuar es la principal capacidad de cambiar y establecer un potencial individual. La evolución personal solo se da si se revela el cambio o una nueva oportunidad de experimentar.
La humildad te dará alas para volar, te permitirá vivir desde tu centro, unificando sentimientos y pensamientos como un todo, al unísono. Y eso te hará libre y auténtico.