Cuando no compartimos emociones, cuando no expresamos lo que nos pasa o la manera en que percibimos nuestra propia realidad nos parece diferente a lo que manifiestan los demás y nos callamos, se instala en nosotros una zona silenciosa que, sin embargo, nos habla sin cesar en nuestro foro interno.
Por lo general tratamos de escapar de la vergüenza a través de conductas de evitación, comportamientos de ocultación o retirada que alteran la vida y, particularmente, la relación con los demás. Finalmente, la evitación permite salir de la vergüenza, pero como quien sale de una madriguera, atemorizado, como el convicto institucionalizado que, cumplida la condena, se encuentra con una realidad inesperada; la libertad da miedo.
Con la edad la vergüenza es menos dramática, la contemplamos de una manera más sosegada, especialmente si, con relación a aquello que nos avergüenza, hemos sabido corregir a nuestro detractor interno, aquel que nos ha hecho pasar gran parte de nuestra vida murmurándonos. Si, con el tiempo, hemos aprendido que escondiéndonos no hemos conseguido sufrir menos. Si nos hemos vuelto más confiados y personalizados. Es decir, nos hemos aceptado tal y como somos a través de los cambios que propician que disminuya notablemente la importancia que le damos a la opinión de los otros, al poder de sus miradas.
No es raro que, también con la edad, continuemos con las viejas estrategias de la evitación, hayamos aprendido poco y, en consecuencia, hayamos convertido la vergüenza en aires de superioridad. De modo que la vergüenza se camufle tras la arrogancia y se evoque una emoción contraria. Como toda escisión entre lo que soy y lo que me gustaría ser, la evitación de la vergüenza a través de conductas de engreimiento o desprecio por los demás pueden constituir una verdadera herida traumática.
La vergüenza y la mirada de los demás
La vergüenza es una emoción social. El momento álgido de la vergüenza se producen en la adolescencia, ese período de la vida en el que nos sentimos más vulnerables a las miradas y a las opiniones de los demás. La vergüenza es una emoción muda y, teniendo en cuenta que el hecho de hablar nos calma, nos conecta con nuestra realidad, la vergüenza es una emoción que nos corroe el interior. Cuando alguien comparte nuestro desánimo o nuestra cólera nos sentimos menos solos; tiene algo así como un efecto calmante. Quiero decir que cuando alguien nos escucha nos sentimos aliviados. Hablar de la vergüenza es difícil porque tememos la reacción de las otras personas y cómo puede afectar a nuestra dignidad. A pesar de la riqueza de términos y sinónimos de nuestra lengua nos resulta bastante complicado encontrar un canal expresivo lingüístico para la vergüenza.
La vergüenza es una vivencia enigmática, un sentimiento existencial capaz de revelar nuestra subjetividad más profunda. Al estar relacionado con todo aquello que se quiere ocultar, pero no se puede enterrar, la plasticidad del sentimiento de vergüenza depende de la importancia que se le conceda al otro. «La vergüenza» —decía Jean Paul Sartre— es «el reconocimiento que somos objeto de otro que nos mira y nos juzga». Desde esta perspectiva, la tendencia a romper con uno mismo ante la mirada social de los demás, es un riesgo más evidente alimentado por el miedo a perder el vínculo.
Máscaras para la vergüenza.
En la edad media, una máscara de la vergüenza era un dispositivo para blasfemos y otro tipo de delitos menores. La forma de la máscara dependía de la naturaleza de la ofensa. Las de orejas largas estaban destinadas a las personas acusadas de indiscreción, de dar falsos testimonios, a las que les colgaba la lengua se las colocaban a los sentenciados por calumnia. La máscara de la vergüenza era también un buen dispositivo contra la vergüenza ajena de los pecados que casi todo el mundo cometía, pero no todos lograban esconder.
Como nos cuesta tanto hablar de la vergüenza y no podemos vivir en otro lugar que no sea entre nuestros semejantes, hay a quien la vergüenza le mueve a inventar estrategias para no tener que batallar contra los sentimientos de vergüenza. La ambición, por ejemplo, es una buena máscara cuando el sujeto avergonzado se rebela contra su humillación. El éxito enmascara el silencio de la vergüenza. Quien está muerto de vergüenza busca salir de ese sentimiento haciendo lo contrario de lo que le produce su envenenamiento sentimental.
Romy Scheneider (maravillosa actriz, mítica en su corta vida por su belleza, sus películas y sus controvertidos amores), vivió mucho tiempo atormentada y avergonzada por la relación de intimidad que su madre sostuvo con Adolf Hitler y por los intentos de abuso sexual de su padrastro. Era una amargura constante para Romy. Desde muy joven, se rebeló contra las ideas de su madre de la forma más simple para una joven: enamorándose de muchachos que no le gustaban a su madre. Era una forma de enmascarar su sufrimiento; como también lo era ponerles nombres judíos a sus hijos, años después, para significar la ruptura con su madre y su padrastro como una forma compensatoria de la vergüenza que sentía por estos.
Pero no todos usan una máscara activa y expositiva como la de Romy Scheneider. La máscara más frecuente ante la vergüenza es la de la negación. Se trata de una especie de acción en legítima defensa, pero con consecuencias en forma de angustia psicológica. Es una máscara con la forma de la evitación —desconocimiento. Pero también podríamos imaginárnosla con la forma de una bomba con efectos retardados. Dejar de lado o ignorar todo lo que disminuye la propia imagen es situarse al margen de las relaciones afectivas de la vida cotidiana. La autoexclusión propia de la evitación de la experiencia de la vergüenza nos puede situar al margen de las relaciones afectivas de la vida cotidiana.
Es decir, en estas estrategias de negación, el pensamiento mágico crea momentos de felicidad, lo cual es preocupante. Es una máscara que sueña, sonríe, escribe poesías y manifiesta la hostilidad del mundo hacia ellas. Pero este refugio en lo imaginario es anticipatorio de la angustia, ya que se aparta de la realidad y relaciona a la vergüenza con los sentimientos de culpa.
Ante la vergüenza, el tiempo de negación es bueno, porque permite sufrir menos. Pero, como ocurre en el duelo, llegará un momento en que ya no se podrá negar más y habrá que afrontar la vergüenza y las emociones que nos produce. Se ha de tomar conciencia del sufrimiento que la vergüenza nos puede ocasionar. Tratar de ignorar ese sufrimiento nos hace más vulnerables aún ante las consecuencias de los sentimientos encontrados. Solo cuando la negación proporcione el tiempo necesario para reforzarse y modificar la importancia que le damos a la influencia de la mirada de los otros sobre nuestro sentimiento de vergüenza, podrá hilvanarse un proceso de resiliencia.
La complicada relación entre culpa y vergüenza
Culpa y vergüenza no son términos sinónimos. Son, más bien, realidades distintas que tienen en común su capacidad para producirnos agonía. Pero, la culpa se refiere a las acciones mientras que la vergüenza tiene que ver con el sí; de lo nuestro, de lo suyo, de lo de ellos. La culpa pertenece al orden de la transgresión, la vergüenza al de «no estar a la altura», al del error si esto lo aclara mejor.
El mundo de la vergüenza está lleno de una depreciación incompatible con la imagen propia ideal. Este sentimiento de sentirse rebajado da pie a las conductas y a las relaciones de evitación, de ocultamiento, de desesperación y, también, de rabia. Quien se avergüenza de algo, de lo que sea y lo pretende ocultar del «escarnio público-familiar» rehúye de cualquier situación que le pueda poner en evidencia, que saque a flote su «defecto». Reprocha a los demás, particularmente a los más allegados, cualquier cosa que haga que se asuste. En lo esencial, una persona para avergonzarse debe mostrarse a sí misma como débil, imperfecta, carente y sucia.
Casi en todas las ocasiones en que he tratado en psicoterapia a personas que se culpabilizan, he encontrado en ella años de estrategias de redención, de expiación o de autopunición. Gente muy mortificada con deseos de sacrificios. La culpa es una experiencia circunscrita, focalizada en acciones (u omisiones) específicas y sobre sus consecuencias concretas. Terapéuticamente, abordamos la culpa desde la perspectiva de que nadie se siente culpable de tener sentimientos de culpa, lo cual permite la posibilidad de reparación o, si se prefiere de penitencia-expiación. A diferencia de la culpa, la vergüenza funciona por «accesos»; y quien siente vergüenza si puede experimentar culpabilidad por sentir vergüenza.
Hemos observado, si bien sintéticamente, la relación de oposición entre la culpa y la vergüenza. Pero no son, del todo, sentimientos antitéticos, como estados emotivos complejos mutuamente excluyentes. Un individuo atormentado por los remordimientos y las autoacusaciones puede transformar la ofensa y la humillación que le provoca la vergüenza de «sus actos» y la condición de sumisión, de pasividad y de ausencia de poder propios de los sentimientos de vergüenza, en necesidad de comunicar y nuevas perspectivas de comprensión tanto de los sentimientos de culpa como los de vergüenza; lo cual tiene, sin duda, un enorme potencial terapéutico y de recuperación del bienestar para cualquier persona.