—Me llaman al móvil.
—Cuelgo.
—Abro el WhatsApp.
—Escribo: ¿Qué quieres?
Mi primer móvil me lo regalaron el día de mi confirmación, o sea a los 11-13 años, era un Nokia 3330 que acababa de salir, no había WhatsApp, ni FaceTime ni nada.
La comunicación en ese entonces era algo digno de un grado en matemáticas porque tenías que medir las llamadas y los números de caracteres de los SMS para no pagar en exceso ya que casi todos teníamos tarjeta de prepago.
Éramos una generación que deseaba comunicarse, hacíamos llamadas largas con los amigos, los novios de ese verano. El único enemigo eran los padres que continuamente nos recordaban cuanto costaba la factura del teléfono.
«Pero si os acabáis de ver al colegio», me gritaba mi madre cuando nada más llegar a casa quería llamar mi mejor amiga.
Éramos una generación que anhelaba comunicarse y expresarse.
La generación de hoy, que ha crecido pegada a una pantalla táctil de smartphone, no está familiarizada con el hecho de llamar a alguien. Se trata de una nueva forma de comunicarse que algunos psicólogos afirman que no es ni mejor ni peor, sino que diferente.
Mentira.
Estamos criando jóvenes con miedo al hablar en público, que no saben comunicarse oralmente, que no sabrían dar un discurso, que le cuesta hablar con su pareja, familia y amigos.
Sin lugar a duda la comunicación escrita tiene sus ventajas, permite pensar conceptos, expresarlos claramente, pero dónde queda el tono de la voz, el interés en una llamada que antes solo se hacía a personas que contaban.
Hoy en día llamar se ve como algo invasivo, que se necesita una solicitud previa por mensaje si podemos o no llamar.
Según un estudio realizado en Estados Unidos con encuestas a 1,200 millennials norteamericanos, un 81 % sufren ansiedad antes de realizar una llamada por teléfono.
En una conversación telefónica nos exponemos realmente como somos, nos dejamos en descubierto por nuestras palabras, también por el tono de voz, las pausas; lo que en comunicación no verbal se llama paralenguaje. Incluso puede parecer paradójico que quienes prefieren no hablar por teléfono no tengan reparos en enviar mensajes de voz a veces de 5 minutos y eso por el mismo motivo de no exponerse, por la ansiedad de no tener el control de la situación. Otro motivo puede ser, también, la búsqueda de perfección. En una llamada telefónica estamos a la merced de las preguntas, de no saber contestar, de quedarnos en blanco, de no encontrar las palabras. Sin embargo, los audios se pueden volver a grabar y cada vez están perfeccionando la manera de hacer grabaciones. Sin contar todo lo que la covid ha agravado esta situación generando un nido de inseguridades.
Así criamos a futuros hombres y mujeres tímidos, sin capacidades básicas de comunicación e incluso con falta de seguridad y autoestima.
En el ligoteo, antes había ese juego de miradas, de sonrisas, nos acercábamos, hablábamos con la persona que nos gustaba. Ahora incluso si estamos en la misma discoteca nos escriben por las aplicaciones algo como «te vi en la discoteca, eres muy guapo/a».
La tecnología no ayuda, pero tampoco la escuela o la universidad. Sin ir mucho más lejos, el viernes pasado me gradué en psicología, y la tesis que escribí nunca tuvo una defensa oral, sino un examen escrito de 3 preguntas.
No es la primera vez que critico la universidad española por no tener exámenes orales, que te obligan a desarrollarte como orador, pero es que ni el trabajo final de grado me han dejado explicarlo oralmente.
Si seguimos así las próximas generaciones serán mudas.