La aplicación Gleeden —«el sitio N.º 1 de encuentros entre personas casadas», según promociona su página web— dice haber constatado un crecimiento del 160% en sus registros durante la pandemia de COVID-19. Informa que «el 42% de los hombres y el 31% de las mujeres han reconocido ser infieles a sus parejas alguna vez», según su propia encuesta. Es de suponer que en investigaciones que tocan este tema, los y las entrevistada/os mienten mucho. En otros términos: el mandamiento del Deuteronomio 5:21 «No codiciarás la mujer de tu prójimo» (prescripción sumamente machista, por cierto) parece que no se cumple a cabalidad. O, más cáusticamente aún, es raro que se cumpla. ¿Por qué decirlo? Porque los hoteles por hora para parejas crecen sin interrupción en todas partes del mundo. Tangencialmente esto debe llevar a reflexionar sobre la institución matrimonial, que sin dudas está en entredicho, pero ese no es el motivo del presente opúsculo.
Crecen sin interrupción los hoteles para parejas, decíamos. Presentan una variada oferta en gustos y opciones económicas: desde modestos y discretos hasta mega albergues con las más increíbles sofisticaciones, con parqueo privado para cada cuarto y seguridad perimetral. Todos son sitios que ofrecen habitaciones pensadas para el disfrute íntimo de la pareja, en algunos casos decorados con fastuosidad, con enormes espejos, jacuzzi, colchones de agua, minibar, música funcional, servicio de canales porno, juguetes sexuales, y un largo etcétera que promueve el erotismo. Se los puede alquilar por lapsos cortos, desde una o dos horas, hasta para toda una noche, incluyendo el desayuno a la mañana siguiente.
La actividad comercial de estos albergues transitorios está especialmente regulada como un comercio tolerado, en consideración al tipo de actividad. Solo puede desarrollarse en el marco de un régimen especial controlado, en el que en teoría se persigue la tutela de normas sanitarias y de moralidad pública. Así, los albergues transitorios autorizados tienen unas exigencias diferenciadas de lavado de la ropa de cama, restringido el acceso a menores de edad, normas específicas de privacidad, obligaciones de higiene estrictas en cuanto a instalaciones y enseres de baño, además de un régimen tributario diferenciado.
Se caracterizan por ser utilizados para encuentros de parejas que de ordinario no conviven (novios, amantes, sexoservidoras con clientes). Es raro que sean frecuentados por una pareja oficial (que, se supone, comúnmente hará el amor en su casa, aunque no tenga cama de agua ni tina con hidromasajes). Por estar rodeados de esa aureola de transgresión, justamente, son lugares especiales: en general nadie quiere ser visto cuando entra o sale de uno de ellos (es común que muchos se oculten la cara al hacerlo) y no hay que dar los datos personales para alquilar un cuarto, tal como sucede en los hoteles «normales».
Es uno de los negocios que más crece en las últimas décadas en distintas partes del mundo. Continuamente se abren nuevos moteles en todas partes, y siempre, a toda hora, están llenos (muchas veces hay que hacer fila para ingresar, igual que en la misa para recibir la hostia). Si la crisis económica golpea, en estas empresas pareciera no sentirse.
¿Qué nos dice esta proliferación continua de albergues transitorios para relaciones extraconyugales? No solo que nos gusta mucho hacer el amor. En todo caso muestra que las parejas «oficiales», las parejas «bien constituidas», el modelo de institución matrimonial asumido como normal en el Occidente cristiano, hace agua. ¿Quién de los que lea este artículo, varón o mujer, o con alguna de las características de la diversidad sexual hoy día vigente (LGTBIQ+) no ha ido alguna vez a uno de estos lugares en situación de transgresión? ¿Quién no ha hecho alguna vez esa «travesura»? Lo que sí es cierto es que tales albergues respetan a cabalidad la equidad de género, porque son visitados en igual proporción por hombres y mujeres —aunque sean los «caballeros» los que, machismo mediante, en general paguen la tarifa.
Tomando como referencia la citada averiguación de ese portal, en realidad no existen estudios categóricos hechos con todo el rigor de la investigación social que fijen con exactitud el porcentaje de infidelidad conyugal existente en el mundo —¿quién se atreve a responder con total veracidad sobre el asunto? Pero como pasa con las brujas, «que las hay, las hay». Es decir: la relación extramatrimonial existe. Si no, no tendríamos ese mandamiento bíblico (el deseo es errático, incontrolable, no se termina de satisfacer nunca —¿para qué buscar «algo más» fuera de la pareja si ahí estamos satisfechas/os?), y no seguirían creciendo en forma exponencial los albergues transitorios… y las colas para entrar en ellos. Por supuesto, algo nos dice esa repetición del hecho.
Por lo pronto debe hacerse notar que se da tanto entre hombres como entre mujeres, pero más entre varones. Esto habla de un difundido patrón machista, asumido como normal en el transcurso de la historia. A los «machos» esta práctica se les tolera mucho más que a las mujeres. Incluso encontramos formaciones culturales donde las relaciones entre géneros se vertebran sobre modelos poligámicos, entendiéndose la institución matrimonial misma como autorizada —para el hombre, no para la mujer— a constituirse teniendo vinculaciones afectivas y sexuales dentro y fuera de la misma. La mujer que osa ser infiel es condenada, pero no así el hombre. En muchos lugares, a las mujeres se les practica la ablación clitoridiana para evitar que tengan goce sexual; eso es solo patrimonio varonil. En algunos países hispanohablantes ser «puto» es sinónimo de «mujeriego», «don Juan», promiscuo, lo cual, si bien no es del mejor gusto, termina aceptándose («así son los hombres»). Pero si se trata de una mujer, si esa mujer tiene muchos hombres, el epíteto se transforma en el peor y más descalificante insulto: «puta». Ser «hijo de puto», hijo de un mujeriego —que quizá tiene varios hijos extramatrimoniales— no ofende. Por el contrario, ser «hijo de puta» es la peor y más denigrante condición. ¿Hasta cuándo seguiremos con ese bochornoso patriarcado?
Ser fiel significa mantener la palabra empeñada, hacerse cargo de un compromiso contraído. El mantener relaciones por fuera de la institución matrimonial habla de lo dificultoso de esa empresa: una de las causas más alegadas como causal de divorcio es, justamente, la infidelidad conyugal. Si esto se repite con la frecuencia que se da (insistamos: junto a las agencias de seguridad privada —al menos en Latinoamérica—, uno de los negocios en mayor expansión en las últimas décadas han sido los albergues para parejas, usados fundamentalmente para relaciones «traviesas»), esto nos está demostrando qué difícil es mantener la palabra.
Los seres humanos no nos acercamos entre varones y mujeres solo para reproducirnos. Ese es un fenómeno del orden animal; los humanos no nos movemos por un instinto de apareamiento. Esto es secundario; nos une el errático, evanescente y por siempre problemático motor del deseo. La reproducción viene por añadidura. Si es que viene. Y definitivamente las relaciones extramaritales están por fuera de la búsqueda de prole (en los hoteles por hora se venden más preservativos que bebidas alcohólicas).
No se trata de abrir condenas, sino de entender la condición humana. El amor eterno… dura poco; el deseo es siempre deseo de otra cosa… y no hay objeto último que lo colme. ¿Será que para evitar la infidelidad en la estructura monogámica habrá que inventar algo nuevo? Pero ¿se puede evitar la «travesura»? ¿Puede terminarse con la transgresión? El crecimiento de estos albergues parece dar la respuesta. Lo cual hace pensar: ¿cómo se puede reemplazar la institución matrimonial?