Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
(Declaración Universal de los Derechos Humanos,1948)
«La reina ha muerto. Viva el rey». Ahora que ha fallecido la «reina mayor», Isabel II de Inglaterra, vuelven a activarse los pros y los contras en torno a las monarquías en y más allá de Europa. ¿Qué significan hoy las figuras «reales», el apego o el rechazo a esas supérstites tradiciones en un mundo donde casi todos los jefes de Estados y gobiernos son electos, mal que bien, por votaciones populares y democráticas? Salvo entre grupos sociales muy conservadores, como en la propia Inglaterra, en su inmensa mayoría el ciudadano de a pie en cualquier otro país es indiferente (ver reacciones en África y el Caribe) a toda esa parafernalia de protocolos y exequias aristocratizantes de pompa y circunstancia. Casi nadie las toma en serio, excepto los súbditos ingleses y los contritos lectores de «sociales». Más que ante un «culto» a la personalidad, pareciera que estamos ante un culto a la diferencia y a la desigualdad antidemocrática.
En una carta abierta durante la reciente visita del príncipe William y Kate a Jamaica, Belice y Barbados, Kay Osborne escribió:
Es un insulto para nosotros que estos jóvenes estén aquí para tratar de persuadirnos de mantener el «statu quo», cuando nuestro objetivo es que la reina retire sus manos ensangrentadas de nuestro cuello para que podamos respirar… creemos que su liderazgo y el de sus predecesores han perpetuado la mayor tragedia de derechos humanos en la historia de la humanidad.
Como bien han señalado antropólogos, etnólogos, sociólogos e historiadores, en la organización política de las sociedades humanas, desde los primeros matriarcados y patriarcados hasta nuestros días, el asunto del «poder» tuvo que seguir rutas y modelos que van de la formación de liderazgos, primero en torno a los chamanes y curanderas; luego, a los sacerdotes; de estos a los jefes militares y, de ellos, hasta los jefes políticos de partidos y de gobiernos, tal como hasta ahora los conocemos… y en mucho los padecemos. Y esos largos y sinuosos procesos giraron siempre en torno al poder.
Cuando pensamos en reyes, monarcas y príncipes vienen a la mente símbolos peculiares como cetros y coronas, castillos, ajuares, joyas y fantasías propias de cuentos y leyendas, desde épocas antiguas. Poca atención ponemos, en cambio, a la vida común y cotidiana de los súbditos, de los pueblos que habitan en los territorios donde sentaron sus reales las monarquías. Monarquías de primus inter pares, de señores y siervos, de aristocracias y noblezas hereditarias o súbitas y precarias que, en su tiempo, se hicieron con el poder hasta constituir lo que algunos denominaron «reinos históricos». En la literatura, tanto como en la arquitectura, en la pintura y otras artes, la Edad Media y el Renacimiento europeos han sido pródigos en esta materia: fabulosos castillos, gobelinos, pinturas, grandes obras teatrales; entre otras, las sagas shakesperianas sobre las intrigas, guerras y tragedias de las monarquías inglesas. Hay que decirlo: la creatividad en las artes ha prosperado bajo el mecenazgo de algunos monarcas.
Si ahora nos preguntamos, de todas esas etapas o épocas ¿qué ha quedado? ¿De dónde provienen y cuáles son los orígenes y la continuidad de las casas reales? ¿Cómo han sobrevivido y qué relación tienen con los poderes políticos y sociales de los Estados y naciones modernas? Para saberlo tenemos que remitirnos no a los manuales de ciencia política sino a las crónicas que aún se ocupan de esos «personajes» y de los «acontecimientos sociales» en los que se ven involucrados: conmemoraciones, bodas, cacerías y hasta algún escándalo por líos de dineros o de faldas.
Existen todavía algunas publicaciones de revistas y libros donde se da cuenta de algunos detalles, e incluso biografías, de esa «fauna singular» que, en ciertos países, forma parte de una comunidad en la que inclusive se registran, compran y venden títulos nobiliarios, tal como acontece entre los autonombrados «grandes» de España. ¿Quién compra y quién vende y cuánto cuesta hoy un título de «conde» o de «marqués»?
Si uno se asoma por curiosidad al Diccionario de la «Real» Academia Española se pueden ver algunos significados de estas palabras:
Rey. (Del lat. rex, regis). 1. m. Monarca o príncipe soberano de un reino.
Príncipe. (Del lat. prínceps, -ĭpis). 1. m. Primero y más excelente, superior o aventajado en algo. 3. m. Individuo de familia real o de la alta nobleza. 4. m. Soberano de un Estado. 5. m. Título de honor que dan los reyes. 6. m. Cada uno de los grandes de un reino o monarquía.
De todas estas caducas definiciones llama la atención que, en ninguna, se mencionen las palabras «poder» o «pueblo».
Sobre las cortes, hay en la historia toda una gama de jerarquías y sofisticaciones que, en otros tiempos, llevaron a extremos protocolares tan rigurosos como extravagantes. Por ejemplo, en la Francia del absolutismo de los Luises en el Versalles de los siglos XVII y XVIII, junto a una rigurosa parafernalia protocolar, allí sí que se habló de un poder («El Estado soy yo», y del «derecho divino de los reyes») que terminaría en la guillotina. Pero también en el imaginario y en el lenguaje popular siguen existiendo las figuras y personajes reales: son comunes las expresiones coloquiales «mi rey» o «mi reina». Y entre los mitos y leyendas han perdurado, por ejemplo, la del rey Salomón o la reina de Saba; y hay canciones populares como «El rey», del mexicano José Alfredo Jiménez.
Como sabemos, las «casas reales» han sobrevivido en países que, en Oriente y Medio Oriente, correspondieron a tradiciones de larga data; o bien en Occidente se mantienen como resabios de tiempos anteriores a la modernidad. Y aún hoy eso sucede en Estados que fueron no solo reinos sino imperios. Desde luego, de manera prominente, en la Europa conquistadora y colonial. Allí, los siglos han visto correr mucha sangre «real» en disputas por y para mantener el «poder». Una rica variedad de guerras intestinas, expansionistas o de resistencia, han visto desfilar una variada colección de horrores en donde se ha enseñoreado la violencia más cruel y bárbara, o más refinada y «exquisita». Y, en todo este largo trayecto, que va a encontrar algunos hitos culminantes durante la Edad Media y el Renacimiento y que se extiende hasta la Rusia de los zares ¿qué otra cosa ha estado en el centro de las disputas «interregnos», si no es el «poder»?
Incluso en las llamadas Guerras Mundiales (que no fueron tales) del siglo XX, se hablaba todavía de un Imperio otomano o de un Imperio británico. Inclusive, a alguna de las triunfantes «democracias» se le adjudicó, ya desde entonces, el epíteto de «imperio». Así, desde los ámbitos de la teoría política, a la nueva potencia hegemónica mundial, los EE. UU., se le identificó como el nuevo «imperio democrático» o neoimperialismo. Denominación que poco tiene que ver con la parafernalia de las antiguas cortes y que, sin embargo, no deja de evocar los símbolos de los antiguos poderes reales. Inclusive hay quienes —los europeos Negri y Hart— hablan de «Imperialismo sin imperio», oxímoron que ha desglosado con toda propiedad el politólogo argentino Atilio Borón.
Pues bien, podemos ahora preguntarnos ¿qué es lo que ha perdurado de las antiguas monarquías, reinos, imperios, principados, cortes y demás «hierbas finas»? Pongamos como ejemplo los casos de Inglaterra y de España. Durante la Edad Moderna, Inglaterra se convirtió en la primera monarquía parlamentaria de toda Europa. Mientras en el resto de los territorios de Europa se establecían monarquías absolutistas, en las que el rey concentraba todo el poder, la monarquía inglesa evolucionó hasta originar el sistema político que todavía existe en el siglo XXI. La reina Isabel II fue la jefa de Estado del Reino Unido, pero su poder era más simbólico que real y lo ejercía a través del gobierno y sus ministros, siempre sujetos a las leyes del parlamento. Como monarca tenía un papel ceremonial y representativo. Y, no obstante, simbolizó también el clasismo colonial y racista y la pretendida superioridad del «hombre blanco», caucásico, de los Churchill y las Thatcher.
Si uno ve la Constitución española, que se creó en 1978 «para reemplazar a las Leyes Fundamentales del Reino», en el preámbulo se habla de «Establecer una sociedad democrática avanzada». Y en el artículo 1, se dice: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»; la forma política del Estado español es también la monarquía parlamentaria. Y uno se pregunta si hay avance democrático cuando, en el Título Segundo, «De la Corona», se establece:
Artículo 56. 1. El Rey es el jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, 3. La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad; Artículo 65. 1. El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma.
Así, aunque en el artículo 14. se afirma que «Los españoles son iguales ante la ley», luego de bromear con algunos amigos hispanos y de preguntarles si, dado su régimen político, más que «ciudadanos» ellos podrían considerarse como «súbditos», una cuestión quedó en el aire: ¿por qué si un súbdito puede ser ciudadano, un ciudadano tiene que ser súbdito?
¿Qué ha pasado? ¿Qué explicación podemos encontrar a la sobrevivencia de tan curiosos anacronismos políticos y jurídicos en los regímenes de países y naciones que, al cabo de las revoluciones francesa, norteamericana, rusa, china o cubana, y de los movimientos de independencia y liberación de América, Asia y África en los siglos XVIII al XX, aun considerándose democráticos conservan sus títulos formales de monarquías, reinos y casas reales? Despojadas de todo poder político real, la «consagración» constitucional y hasta religiosa de las «coronas de cartón», mantenidas por fuerzas e ideologías muy conservadoras de iglesias, consorcios y empresas de aristocracias y burguesías financieras, bien podrían estar ya exhibidas o arrumbadas en museos y panteones, que son los lugares apropiados para el resguardo de reliquias herrumbradas, símbolos de las peores desigualdades e injusticias de todas las épocas. Y, sin embargo, como en el cuento de Monterroso, «cuando se despertó, el Dinosaurio (Rex) todavía estaba allí».
Sean «parlamentarias» o «constitucionales», es evidente que hasta hoy las monarquías siguen manteniendo un estatus desmesurada e injustificadamente privilegiado. A cambio de jugar un papel «ceremonial y representativo» viven a costa de los dineros del pueblo y en realidad son intocables. ¿Por qué? ¿Para qué?
El hecho es que, en registros y archivos, aún se consignan 43 monarquías actuales a nivel mundial. Pero si nos referimos solo a Europa, podemos registrar la existencia todavía de 10 reyes o reinas en activo, es decir, de diez monarquías parlamentarias: España, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Noruega, Suecia, Dinamarca, Reino Unido, Liechtenstein y Mónaco. Y por cuanto a las «dinastías», hereditarias o emparentadas, auténticas o inventadas, podemos hablar de no menos de unas 30 o 40 «casas reales». «Símbolos de unidad», se dice, para minorías de súbditos, más que para mayorías de ciudadanos, los antiguos soberanos tienden a desaparecer con toda su cauda de privilegios, aún sin que los gobiernos monárquicos se atrevan a consultar a sus pueblos en referéndums confiables acerca de la continuidad o el fin de los viejos regímenes y el principio de las genuinas democracias contemporáneas.
Pero lo grave —y no solo absurdo o ridículo— de los hechos e historias que aquí se reseñan es que muestran la indolencia, cuando no la incuria, en la que viven grandes masas sin mayor conciencia que la de seguir sometidas a tradiciones e inercias derogatorias de su propia persona. ¿Cuántos se habrán enterado de que existe una Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) en cuyo primer artículo se asienta que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros»?
Nunca mejor que ahora cabría decir de los monarcas supérstites, que son «fantasmas menesterosos», turistas desabridos que navegan en costosos yates y pasean ataviados con joyas, pieles y marfiles —crueles trofeos de cacerías africanas— viviendo de los presupuestos estatales, de negocios hechos al amparo de las influencias «reales» y de beneficios e intereses escondidos en los paraísos fiscales. Si antes pudieron prestar servicios a las naciones de las que se consideraban «dueños», ahora, esas patéticas figuras que se ven por allí, deambulando, en imágenes de revistas banales, son lo que ha ido quedando de tradiciones y herencias ya destituidas y destinadas a lo que bien se ha llamado el «basurero de la historia». En efecto, cuando vemos una de esas imágenes de la realeza bien podemos decir, sin faltar a la verdad, que «El rey anda desnudo».