Con relativa frecuencia le he comentado a mis estudiantes que, aunque algunos tratan de ver un conflicto entre religión y ciencia, tal conflicto es, en realidad, una falacia.
Varias de las escuelas donde estudié primaria y secundaria, eran dirigidas por congregaciones católicas. Buena parte de mis estudios de ciencias durante la secundaria, las dictaban curas católicos. Ellos me hablaron por vez primera de Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) y los errores fundamentales de su teoría evolutiva; también sobre Charles Darwin (1809-1882), Alfred Russel Wallace (1823-1913) y la evolución por selección natural… y más de un viernes nos llevaban a escuchar misa «para culminar bien la semana». Nunca se me ocurrió que entre la ciencia y la religión podía haber contradicción y que la evolución, de alguna manera se opone a la espiritualidad. El «supuesto conflicto» lo mantienen grupos fundamentalistas, mayormente minorías protestantes. Sin embargo, ya Pío XII, en una de sus homilías, reconocía que la fe cristiana era compatible con la evolución. Juan Pablo II, más claro, tanto en 1981, como en 1996, afirma que tal compatibilidad es real. Aunque nunca sentí algún conflicto, eventualmente dejaría de ser creyente y hoy soy básicamente ateo agnóstico. Discutiríamos el asunto durante mis clases de epistemología, con el profesor Aníbal Osuna. Luego de una conversación y multitud de preguntas de los compañeros de clase, Osuna me sugeriría realizar mi disertación final comparando la Biblia con El origen de las especies y El origen del hombre. Preparándome para mi exposición, que obtendría una excelente nota, nos percatamos de que la religión es fácil de aceptar gracias a la fe, pero a la ciencia solo podemos entenderla gracias a la razón… cuando ambos conceptos van paralelos y jamás se mezclan, vemos con claridad que no existe el cacareado conflicto al cual apelan algunos fundamentalistas religiosos.
Pero alejémonos del rollo filosófico y volvamos a mi secundaria. Recuerdo con especial deferencia al padre Felipe (creo que su apellido era Izcariuza). Recuerdo su cara, sus gestos y, particularmente, sus emotivas clases de Educación Artística. Con él aprendí a admirar y entender algo la pintura clásica, Giotto (1267-1337), van Eyck (1395-1441), El Bosco (1450-1516), Botticelli (c. 1445-1510), da Vinci (1452-1519), Dürer (1471-1528), Raphael (1483-1520), El Greco (1541-1614), Velázquez (1599-1660), Rembrandt (1606-1669) y unos cuantos más. Con el tiempo he tenido la fortuna de admirar algunos de sus cuadros en varios museos y exhibiciones.
De aquellas clases también recuerdo el impacto que me causó el detalle, origen y descripción de una de las piezas más importantes de El Greco: El entierro del señor de Orgaz (también conocida como …del conde de Orgaz).
En notas pasadas, he comentado que mi pintor favorito es Salvador Dalí (1904-1989). Sin embargo, además de las obras del extraordinario pintor catalán, varios de los cuadros de mi mayor preferencia pertenecen a algunos de los pintores clásicos nombrados. Mi pintura favorita, la cual he podido admirar en Florencia un par de veces, es El nacimiento de Venus de Botticelli. Pero, sin ninguna duda, «El entierro…» ha ejercido sobre mí una fascinación particular. Tanto, que desde adolescente conservo algunas tarjetas y postales (y, recientemente en Toledo, compré una aguafuerte preparada a partir de una reproducción a plumilla hecha por la artista toledana María José Gregoria Maeso) que muestra o describe los detalles de tan magnífica pintura. La emocionada descripción de este óleo que en clases nos hizo el padre Felipe se quedó conmigo y hace solo un par de meses, me sentí transportado al salón de clases de esos tiempos escuchando a un guía describir con refinado esmero, los elocuentes significados plasmados por El Greco. Mi esposa y yo, así como otros presentes, escuchábamos con atención y deleite, mientras admirábamos tan significativo cuadro en su emplazamiento, justo donde reposan los restos de don Gonzalo Ruiz de Toledo (c. 1256-1323). Espacio a un lado del área destinada para los actos litúrgicos, en la Iglesia de Santo Tomé, en el centro de la Ciudad de Toledo.
En 1577, un maduro Doménikos Theotokópoulos (1541-1614), apodado El Greco, llega a Madrid. A mediados de año, es invitado por los clérigos Pedro Chacón (1526-1581) y Luis de Castilla, asociados con la Catedral de Santa María (Catedral Primada) de Toledo, para realizar una serie de obras que adornarían la iglesia (y convento) de Santo Domingo El Antiguo. No pretendía El Greco quedarse en Toledo, sino regresar a Madrid. Antes de su llegada, Juan Fernández de Navarrete, el mudo (1526-1579), había sido designado por el rey para trabajar en El Escorial, aun no terminado. Conocido también como el Tiziano español, por haber sido asistente de Tiziano y como él, utilizar un rico y cálido colorido en sus obras, moriría en Toledo en febrero de 1579. Las obras realizadas por El Greco para Santo Domingo establecerían su reputación en Toledo. Pero al no obtener los favores del rey Felipe II, el prudente (1527-1598), decidiría quedarse en la ciudad, para ese momento el centro religioso más importante de España y una de las ciudades más importantes del reino.
El Greco nació en Candía (Chandax, hoy Heraklion), o en Fodele (suburbio de Heraklion), ambas en Creta, que en aquellos tiempos era parte de la República de Venecia. Su padre era un mercader y recolector de impuestos.
Sus primeros estudios y entrenamiento artístico los recibe en su pueblo natal, bajo el estilo de la reconocida Escuela Cretense, destacada por pintar iconos religiosos. Creta era entonces el centro del arte posbizantino. Muy probablemente, El Greco debe haber estudiado los clásicos griegos y latinos. Candía, en particular, era un centro artístico donde numerosos pintores y escultores, de influencias orientales u occidentales, convivían armoniosamente. Para el siglo XVI estaban agremiados, tomando como modelo los gremios italianos. Con apenas 22 años, miembro del gremio, ya era El Greco reconocido como «maestro» y es muy posible que tuviera su propio taller.
Siendo Creta posesión de la República de Venecia, era natural que muchos de sus artistas viajaran a Italia para estudiar obras y artistas clásicos. El Greco viaja a Venecia alrededor de 1567. El miniaturista renacentista croata, Giorgio Giulio Clovio (1498-1578), aparentemente miembro del taller de Tiziano, y amigo de El Greco, lo describiría como «un raro talento de la pintura». Para 1570, El Greco va a Roma para realizar varias obras de marcada influencia del renacimiento veneciano. En 1575 o 1576 se dirige a España, posiblemente pasando por Venecia.
Recibido en Toledo como un gran pintor, al no contar con el favor del rey para establecerse en Madrid, se radica en la ciudad de las tres culturas. Allí recibirá numerosas comisiones y hoy múltiples iglesias e instituciones de Toledo aún conservan en altísima estima sus obras.
En la obra de El Greco notamos claramente rasgos de los tres estilos de su formación artística. La influencia veneciana es notable en sus figuras alargadas, ágiles, algunas veces retorcidas, que recuerdan un poco a Tintoretto (1518-1594) y el uso de colores vivos, atrevidos y brillantes ligeramente similares a ciertas obras de Tiziano (c. 1488/90-1576). Los rostros icónicos de sus obras recuerdan la influencia de sus primeros estudios en Creta. Sus temas religiosos son muestra de la espiritualidad casi mística de la España católica.
El arte de El Greco se inscribe dentro del manierismo, siendo considerado el máximo representante de tal tendencia en España. El rasgo manierista es notable en sus trabajos: alarga y estiliza las figuras rompiendo el clasicismo renacentista. Sin embargo, El Greco no puede ser integrado a ninguna escuela particular, su estilo es propio, único. Pintaba visiones sobrenaturales, santos estilizados, alargados entre la tierra y el cielo. Pintaba sus almas, no sus cuerpos. Sus rostros parpadean como llamas de velas. Aunque mucha de su obra es religiosa, no es devocional. Su estilo es sumamente moderno y descarta el realismo. Su arte, luego de cientos de años, se nota contemporáneo.
Como comenté párrafos atrás, recientemente estuvimos en Toledo. Como abrebocas disfrutamos de las obras del cretense exhibidas en El Prado, en Madrid. Especialmente notables son La trinidad, y el emblemático El caballero de la mano en el pecho, de quien algunos dicen que fue Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), otros que fue Antonio Pérez del Hierro (1540-1611), secretario de Felipe II. Pero, según la más convincente identificación, es Juan de Silva y Rivera (1461-1538), marqués de Montemayor, notario mayor del reino, jefe del Alcázar de Toledo.
Una vez en Toledo llegamos hasta la Santa Iglesia Catedral Primada de Toledo, la más grande de España, cuya sacristía conserva una de las más relevantes colecciones del artista. Destaca aquí El expolio, poético cuadro, momento cumbre de su producción artística temprana española. Representa el instante en que Jesucristo, en plena Pasión, comienza a ser despojado de sus ropas. La túnica roja que lo cubre vibra, se mueve. ¡Impresionante!
Por supuesto, visitamos la Casa-Museo de El Greco, donde destaca entre todo el apostolado una versión de Las lágrimas de san Pedro (¡también impresionante!), El Cristo crucificado y la excelente Vista y plano de Toledo. Este verano, además, algunas obras de Pablo Picasso (1881-1973) se exponen junto a las de El Greco, muy admirado por el malagueño. Este, siendo adolescente, conoció la obra del cretense, quien luego de su muerte había sido olvidado, pero casi tres siglos después sería redescubierto, convirtiéndose en inspiración del postimpresionismo, el fauvismo, el expresionismo y el cubismo.
Finalmente, debíamos ir a la Iglesia de Santo Tomé para admirar El entierro del conde de Orgaz. Ya frente a tan magnifica obra, es posible abstraerse y sentir que se está en el entierro de don Gonzalo, alcalde de la villa de Orgaz, notario mayor de Castilla, filántropo y piadoso caballero. Habría dejado a su muerte, los dineros necesarios para la ampliación y ornato de esta misma capilla, donde quiso ser enterrado. La leyenda dice que era tan piadoso, que dos santos, san Agustín y san Esteban, bajaron del cielo para acompañar su alma. Aquí los vemos inclinados sobre el fallecido, quien viste una armadura que refleja los colores de las vestiduras de quienes lo rodean. Al funeral asisten los personajes principales de Toledo. Cada cara es un retrato, entre estos vemos al pintor, quien nos mira, motivando a acompañarlo en tan transcendental evento. El niño del primer plano, quien también nos mira y señala a los dos santos y al señor de Orgaz, es Jorge Manuel (curiosamente mi nombre), hijo de El Greco.
El alma de don Gonzalo, representada por un infante fantasmal, asciende por un místico canal para renacer en el cielo. Lo está recibiendo Jesús, vestido de blanco, quien despliega luminosidad; es la luz del mundo. María, maternalmente acoge al señor de Orgaz, mientras varios santos y bienaventurados observan a Jesús. Este señala a san Pedro, quien en su mano tiene las llaves que abren las puertas del cielo. El viento hace que cambien los colores, las formas se estiran.
La influencia de El Greco en Picasso no solo es notable al adoptar al cubismo, mucho más temprano, la vemos en su Evocación (el entierro de Casagemas) de 1901, motivado por la muerte de su amigo Carlos Casagemas (1880-1901). Picasso divide este cuadro, el comienzo de su «periodo azul», en dos secciones, tierra y cielo, cuerpo y alma, reminiscencia de «El entierro…».
Albert Einstein (1879-1955), anotaría en su diario por el Lejano Oriente, Palestina y España, que «El entierro…» no solo es una pintura magnífica, sino que es, además, una de las imágenes más profundas que habría visto jamás.
Notas
Ayala, F. J. (1994). La teoría de la evolución. De Darwin a los últimos avances de la genética. Madrid: Editorial Planeta. 237 pp.
Bermejo, D. (2015). Evolución, ética y religión. Introducción al pensamiento de Francisco J. Ayala. Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica, 71 (269 S.Esp.): 1055-1081.
Brown, J. ed. (1982). El Greco of Toledo. Boston, Massachusetts: Little, Brown & Co. 275 pp.
Brown, J. y Kagan, R. L. (1982). View of Toledo. Studies in the History of Art. 11: 19–30.
Einstein, A. (2018). The travel diaries of Albert Einstein: The Far East, Palestine, and Spain, 1922-1923. Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press. 384 pp.
Steves, R. (2021). Rick Steves Snapshot. Madrid y Toledo. Berkeley, California: Avalon Travel. 229 pp.
Trevor-Roper, H. (1976). Princes and Artists, Patronage and Ideology at Four Habsburg Courts 1517–1633. Londres: Thames & Hudson. 176 pp.