Hace ya un tiempo, alguien —llamémosle Lucas— me comentó que, hurgando en una librería de viejo, se encontró con una edición facsímil del Libro del juego de las suertes. El original, por lo que pude averiguar después, fue impreso en Valencia a finales de la década de 1520, y este a su vez fue la traducción de un texto italiano, escrito por un tal Lorenzo Spirito Gualtieri poco más de cuarenta años antes. No es mucha la información que puede encontrarse sobre el libro en los canales más comunes de investigación, pero «las suertes», al parecer, fueron pretendidas entre la gente de cunas humildes y soberbias como un juego con el cual divertirse en las fiestas, aunque su finalidad original era más bien adivinatoria.
Por la manera en la que «las suertes» están construidas, me comentó Lucas, estas pertenecen al acervo de sistemas estructurados de adivinación; con sus reglas a seguir, imágenes o textos por descifrar. Como el Tarot o el I Ching, aunque en el caso de «las suertes», híbrido. Según la edición que se consulte, el interesado puede escoger de entre una lista de 14 y 22 preguntas sobre los asuntos más banales o transcendentales, lanzar los dados, y consultar las iluminaciones y sentencias que engrosan al libro. Unas magníficas y llenas de buena fortuna, otras fatales o melancólicas, todas ellas ambiguas y abiertas a la interpretación.
Nada de lo cual interesaba a Lucas. Racional y científico, como se esperaría de un ingeniero como él, lo que en verdad le fascinaba del libro era su valor estético, con todas esas estampas de reyes, estrellas, diosas y peces caídos del cielo, parte del rico imaginario simbólico del inconsciente hermético. Gustos y sentimientos bastante contrarios a los de su pareja de ese entonces; una mujer temerosa de los celos del Señor que le advirtió que de ninguna manera «las suertes» entrarían en el piso al que acababan de mudarse juntos, pues de otra manera les caerían encima problemas serios. Ella tendría sus razones para imponer su voluntad de esa forma, y Lucas, que no quería echar a perder una relación estable, le prometió que no compraría el libro. O al menos no lo hizo en ese momento. Dos o tres días más tarde, se escabulló de vuelta a la librería y se lo llevó a casa por apenas ocho euros.
Lo ocultó entre el resto de los libros en su estantería, donde pasó desapercibido poco más de un año, ya que no hay mejor lugar para esconder los secretos y las vergüenzas que a la vista de todos. Lo hojeaba de tanto en tanto, cuando se quedaba solo en casa o su pareja se marchaba a dormir, y así habría continuado disfrutando de la estética de «las suertes» por mucho tiempo más, de no ser por una de esas desgracias que solo ocurren en la vida real, ya que de ponerse por escrito en una novela serían vistas como malos recursos literarios. Pasó, según me dijo, por culpa de su suegro.
Era un viudo de risa fácil y buen carácter, pero solitario y un poco distraído. Se había acostumbrado a visitarles cada domingo para cenar, y, al no ser los libros asunto de su interés, en ningún momento había mostrado curiosidad por lo que se encontraba en las estanterías de Lucas. Excepto por una tarde en la que sí se interesó. Al parecer —no es más que conjetura—, tomó algunos de ellos para hojearlos mientras su hija y yerno cortaban carnes y aderezaban ensaladas en la cocina. Los dejó sobre la mesita de la sala cuando le llamaron al comedor para cenar, y en ningún momento se molestó en acomodarlos de vuelta en su sitio. «Las suertes», así son las cosas, se encontraban entre aquellos libros.
Una vez terminada la velada y despedido el suegro, mientras la pareja arreglaba las cosas y se preparaba para dormir, el escándalo que la mujer hizo al encontrar a «las suertes» en el corazón de su piso fue tan grande, que Lucas, según me dijo él, se vio obligado a pasar la noche en el sillón. Las cosas comenzaron a agriarse a los siguientes días, y una serie de complicaciones a lo largo de los meses terminaron por agotar el amor (que para ese entonces ya solo era paciencia) entre ellos. Llegado noviembre de ese año, Lucas vivía solo en un piso miserable y «las suertes» se encontraban de regreso en el circuito de librerías de viejo de España. La profecía sobre «problemas demasiado serios» para ambos se había cumplido por culpa del libro, y sin siquiera haberlo consultado una vez.
El oráculo necesita de un medio para comunicarse: un sueño, un dicho, unas palabras en un texto, pero existe por sí mismo en el interior de la mente, y la sentencia se vuelve hecho gracias a las acciones voluntarias e involuntarias. Su vocabulario es ambiguo por la misma razón que un kōan zen es paradójico: obliga a quebrantar las estructuras racionales del pensamiento, que son muy buenas para procurarnos comida, comprender la química orgánica y pagar los impuestos, pero impiden acceder a las facetas más sutiles del tiempo y la experiencia humana, para las cuales se necesita una manera más poética y simbólica de operar.
Aunque es cierto que, más allá de su carácter como juego de fiesta, «las suertes» pretenden ser un sistema racional de adivinación (en el sentido de que operan bajo límites y reglas), al encontrarse estas en un medio impreso pertenecen también a la tradición de la bibliomancia; la búsqueda del porvenir en las páginas de un libro. Esta es una práctica muy extendida y antigua, con inicios que tal vez se pierden en los orígenes de la palabra escrita, e incluso puede que anterior a esta, en la observación de patrones y ciclos de la naturaleza. Así, el interesado formula una pregunta cualquiera y consulta las primeras líneas sobre las que caen sus ojos en un libro abierto al azar. Pero no puede ser cualquier libro; no se trata de tomar cualquier volumen que se encuentre en la biblioteca o las estanterías. Debe ser uno con significado histórico y personal al que los años han recubierto de cierto prestigio.
Se ha hecho bibliomancia con la obra de Virgilio y con la de Dante. Están quienes prefieren hacer corte con el oráculo en las páginas de la Biblia, y luego están los que se decantan por la Ilíada y la Odisea. He sabido de gente que jura sobre el poder profético de Moby Dick y existen quienes consultan la luna de su destino con Las mil y una noches o el Ulises de Joyce. Las líneas que se obtienen pueden ser claras, casi siempre ambiguas, algunas veces contradictorias, pero necesitadas siempre de interpretación, ya que el contexto original en el que fueron escritas no coincide con la condición de quien las consulta.
Para quienes observamos la operación desde fuera, los resultados no son más que mero azar. Y lo son; pero las sincronicidades, esa forma de casualidad significativa, siempre han sido asunto único del individuo, lo que no le resta veracidad. Es uno de esos fenómenos humanos que no pueden replicarse en el laboratorio, como la compasión o el odio desmedido, pues no son voluntarios, sino propios de situaciones límite o de estrés emocional. De qué manera la mente se conecta con el ir y venir del tiempo es algo que se ignora, pero si la consciencia (como algunos físicos comienzan a especular) es parte fundamental de la estructura del universo, entonces la información y su sentido son las monedas de este país.
Yo mismo, en algunas ocasiones, he jugado con la bibliomancia. Como ocurre en estos casos, las respuestas me han sido claras o confusas, pero siempre ricas en significado, y ocurrió que hace tan solo un mes, luego de adquirir una copia de Historia Augusta, relato anónimo sobre las vidas de los emperadores romanos a partir de Elio Adriano, aproveché esa tarde de fin de semana para tomar algo en un bar al que solía frecuentar en mis días de estudiante. Caminando por las calles del barrio gótico de esta ciudad, entre edificios comidos por la sal y el viento, comencé a pensar en una de esas fantasías ridículas que de vez en cuando le llegan a los que se dedican a este asunto de la escritura. Qué agradable, pensé, sería retirarme a un pueblo diminuto, tranquilo y viejo, relamido por el Mediterráneo o el Atlántico, y entregarme a vicios vulgares. Fue un ensueño que me acompañó toda la tarde, y estando ahí, en ese bar de rockeros y motociclistas, se me hizo sencillo consultar con la Historia Augusta si me vendría bien llevar a realidad semejante bufonada. «Como Galieno pasaba el tiempo en el vino y las tabernas», fueron las líneas en las que cayeron mis ojos, «se entregaba a los leones, los mimos y las meretrices, y echaba a perder lo bueno de su naturaleza con su continua lujuria, Ingenuo, que gobernaba entonces las Panonias, fue nombrado emperador por las legiones de Mesia». Sentencia así de cristalina. Después de pagar mis copas, me fui a estar tranquilo en casa, ya que no hay nada peor que desperdiciar las gracias de uno.
Pero son pocas las veces en las que el oráculo es así de claro, pues lo suyo es la ambigüedad. Cuando Creso, rey de los lidios, mandó a sus hombres a Delfos para consultar si le era conveniente declarar la guerra a Ciro, rey de los persas, la Pitia vaticinó que la aventura resultaría en la destrucción de un imperio. Creso, quien según Heródoto se sentía el tirano más afortunado de Asia Menor, marchó entonces contra Persia en una campaña que concluyó de vuelta en Sardes, la capital asediada de Lidia, y con la destrucción de su imperio. El propio Creso y sus generales de confianza fueron hechos prisioneros, y habrían ardido vivos en la pira del sacrificio de no ser porque a Ciro se le ablandó de pronto el corazón. «Señor», dijo el rey de los lidios al de los persas, «me concederías la máxima gracia si me permitieras enviar estas cadenas al dios de los griegos, que es el que venero más, para al mismo tiempo preguntarle si tiene por costumbre engañar a sus bienhechores». Así ocurrió tiempo más tarde, y la Pitia, además de echarle bronca al rey por no haber sabido interpretar bien la suerte, le comentó que incluso un dios es incapaz de variar el destino. El mismísimo Apolo, quien se sentía en deuda por las veneraciones que recibía de Creso, había intentado muchas veces que la desgracia no cayera sobre Lidia, pero ni siquiera él fue capaz de torcer los hilos de las Moiras.
Entre físicos y filósofos se habla algunas veces del «universo bloque», un modelo de la realidad en el que todos los detalles del espacio y el tiempo ya están fijos y no existe nada nuevo bajo el sol. De ser cierta esta postura, lo único que nos resta es interpretar el papel que se nos ha asignado, aunque existen quienes piensan que se nos permite improvisar un poco. Los mejores actores son los que olvidan que están actuando, pero, por mucho que desvíen el desarrollo de las escenas, la película siempre termina como lo decide el guion.
El oráculo y sus suertes, entonces, no serían decisiones por tomar para el desarrollo de una historia de nuestra preferencia, sino manchones de tinta en los márgenes de las hojas que nos recuerdan atenernos al libreto. Visto así, la vida en pareja de Lucas tarde o temprano iba a terminar por culpa del Libro del juego de las suertes, mientras que la mía, por lo que puedo interpretar de mi bibliomancia con la Historia Augusta, está en quedarme tranquilo escribiendo en mí apartamento. Ya muy bien lo advirtió Pascal cuando comentó que todas las desgracias les vienen a los hombres por no saber quedarse en casa.
He aquí el más acertado de los oráculos.