Hay un principio del pensamiento que nos dice que no hay nada que no sea efecto de alguna causa y que no hay ninguna causa que no lo sea de algún efecto. El tema ha sido tratado largo y tendido por la filosofía desde siempre; pero ha tenido, últimamente, ciertas contrariedades que fueron desdibujando esta certeza. Empezando con Nietzsche que decía, con un criterio atendible, que siempre es primero el efecto y que le sigue la causa que la construimos nosotros a partir del efecto. Esta observación es más útil si pensamos a las relaciones causales más como relaciones que como pares de dos cosas: causa y efecto. Nuestras observaciones relacionales son nuestras y no podemos verlas desde la altura de un observador absoluto. Y son nuestras porque observarlas es participar de ellas... y es imposible no participar de las relaciones porque el conocimiento es relacional. Es una relación ecológica y como todo sistema, dependemos del entorno, y quizás sea, entre animales, la relación más importante con el medio.
Mientras la planta debe afrontar ese entorno tal como se le presenta en espacio y tiempo, los animales pueden cambiar el marco de sus relaciones y guarecerse de un factor hostil mudándose de lugar o cambiando de forma, pero siempre generando un nuevo diseño relacional que les sea más favorable a su homeostasis; pero el perro lo hará desde su condición de perro, el pez como pez y el Hombre como Hombre. Nuestro mundo será nuestro desde que desarrollamos consciencia hasta que la perdemos, y no podemos salir de él. Este mundo tiene la particularidad de extenderse más allá de la experiencia personal, y eso es lo admirable y exclusivo de la cultura: es un mundo «sobrecrecido» alrededor de la consciencia y del mundo natural. Nuestra mirada está mediada por una red de ideas que se entretejen generando un entorno a la vez actual y de antaño. Órdenes, aparatos categoriales, perfiles cognitivos nacen de nuestra cultura, es decir, de nuestro tejido de ideas. El intelectual, el poeta, el técnico crearán nuevas contexturas relacionales mirándolas desde diferentes perspectivas y entre ellas caerán las de causa y efecto, pero nunca dejarán el tejido liminal de la cultura.
Relaciones
Supongamos que decimos que, A causa a B, que B causa a C y que C es la causa de A. Estas secuencias causales circulares acompañan a todos los procesos naturales y cualquier libro de química biológica estará plagado de estos diagramas circulares llamados ciclos: de Krebs, de Calvin, biogeoquímicos, reproductivos, etc. Estos ciclos, en tanto que círculos, no tienen punto de entrada (V. Simbolismo y metafisica del circulo), de modo que cualquier secuenciación que se enuncie de los elementos de la cadena causal, dependerá de nuestra elección, de nuestro recorte: si comienzo con A, ella será causa de C. Si comienzo con B, A será consecuencia de C; todo dependerá de mi recorte para empezar a hablar del círculo.
Pero como observan los epistemólogos: si no hay corte, no hay objeto. Si no corto el círculo en alguna parte no puedo comenzar a hablar de nada. Y como observaba don Miguel de Unamuno: la ciencia, si no mata no explica. Si hemos de respetar esta integridad del círculo, la ciencia, la explicación racional, se queda incapacitada de explicar nada. Solo caben el silencio y la tiniebla confusa de la otrora preclara razón. Pero el espacio mental con el que vivimos sigue intercambiando materia y energía, sigue influyendo en nosotros con hambre y sed a través de relaciones que no nos entran en la cabeza y que, por lo mismo, no nos llevan a ninguna parte consciente.
¿Hay alguna razón para insistir en existir, enceguecidos por la excrecencia de la cultura? Nuestra alma creadora, nuestra alma mater, es toda nuestra cultura, pero allí quedamos encerrados: del círculo del útero al círculo de la cultura. Y vivir para ser humano es tratar de transformar ese encierro en salida, por eso nacemos tratando de succionar. Hemos estado nueve meses construyendo el laberinto que nos liberará. Somos ese monstruo macrocéfalo que nace dos meses antes de tiempo por el tamaño de su cabeza: la mente atrapada en la cabeza del feto ya nos viene abriendo camino desde el encierro uterino al corto laberinto vaginal. Todo camino es iniciático, pero no nos libera, somos paridos al nuevo encierro de la cultura. Seguimos sin salir al exterior de nosotros mismos: iglesias y prostíbulos; casas y cárceles; hospitales y templos, toda esa misma inteligencia que porfía en seguir abriéndose camino, busca ahora crear su propio laberinto.
El reflejo de succión nace a las 32 semanas del embarazo y sigue, luego, arrancando materia del pecho de la madre para poder ser él mismo fuera de ella... y una vez «fuera» debe seguir succionando entorno porque se sigue sintiendo dentro de algo que lo limita. Busca abrir más y más cavernas para generar el laberinto que le dé sentido al hecho de existir. Allí se abren los caminos más variados del arte, la ciencia o la filosofía... del amor o del odio... de la tolerancia o del fanatismo. Pero ninguno soluciona el entrampamiento. Este mismo texto que quiere explicar, solo nos distrae mientras vagamos buscando ese segundo canal de parto que nos saque afuera... pero no hay afuera y es entonces cuando surge la magia: el camino que no tiene asidero, que no tiene verdaderas relaciones causales sino relaciones mágicas y que relativiza el afuera y el adentro.
La magia: el camino sin sentido
De los laberintos «normales» salimos convertidos en mierda: el parto anal de Freud desde las cavernas de los intestinos. Asco, vergüenza, fetidez: preámbulos de la muerte. Cuando los egipcios preparaban al muerto en lo físico -para que no repugnara- también lo preparaban para que su espíritu se dispusiese y enfrentara las supereminencias del laberinto del inframundo. Muerto, estaría por fin fuera de sus vendajes, de sus limitaciones vitales y culturales. Las prácticas religiosas buscaban esas relaciones no-causales, mágicas, que le permitieran nacer al otro día como Horus: el sol vencedor del laberinto oscuro y terrible de la noche. El cuerpo, acosado por no poder llegar al exterior de sí mismo, es atrapado en vendajes, pero sus entidades no materiales quedarán libres de enfrentar la verdad mágica exterior. El Nilo subterráneo es el valle de la muerte. Nilo viene del latín Nilus, este del griego Neilos y este del semítico antiguo Nahal: valle de un río. Por allí, por ese valle de la muerte, deberá dejar navegar, en compañía de los dioses, al muerto devenido en abstracción libre, mientras que su cuerpo quedará fijado como la araña fija a su víctima en un capullo de tela. De Ariadna la araña, la que teje el laberinto del laberinto en donde estamos entrampados. El hilo dorado que salva a Teseo, lo salva tras destruir nuestra animalidad: el Minotauro.
Liberado de la carne, Teseo persigue el hilo y es parido como héroe. Baila siguiendo un laberinto sin muros que ahora es un baile embriagador. Tras su exitoso viaje, Teseo seguirá bailando la magia del laberinto con los jóvenes atenienses, siguiendo tortuosos caminos invisibles que repiten la ruta laberíntica... mientras Dioniso, el dios del vino, roba a Ariadna con su licor. Teseo se marea en su perpetua circumambulación y Ariadna, mareada en el laberinto del vino, se pierde con Dioniso. Porque la magia es locura: la realidad delira verdades. Cuando lo real revela su irrealidad surgen los efectos mágicos. Los muros siguen ahí, en la danza, como «los muros de Troya» siguen en los laberintos de los jardines medievales europeos, donde se jugaban «los juegos de Troya» cuyo resultado era rescatar a una eventual Helena escondida en su centro. No había ciudad ni Helena, pero los «juegos de Troya» sucedían también en la verdadera Troya.
Magia a la que jugaban los soldados que menta Virgilio, donde dos ejércitos juegan a que se persiguen y se vencen. Y magia hay en ese caballo sobre el que se abalanza Laocoonte clavando una lanza. Pero los troyanos, temerosos de que Palas los castigara a ellos (ya Laocoonte y sus hijos habían sido muertos), se apresuran a entrar al caballo en cuyos intestinos aguardan los soldados, los que, según N. West en La Vida Onírica, debieron entrar por detrás: revertir el parto anal: de mierda de soldado a héroe: alimento de un pueblo.
A la mente rigurosa, el mundo le devuelve leyendas, rituales, historias y mitos. El mundo real se descompone como un cadáver y solo queda el traslúcido fantasma que deambula por el laberinto del castillo: «¿Quién eres tú, que así usurpas este tiempo a la noche, y esa presencia noble y guerrera que tuvo un día la majestad del Soberano Danés, que yace en el sepulcro?...», pregunta Horacio al muerto, al dormido (Hamlet: Acto 1, escena 2). Somos carne de fantasmas y nos convocan las estrellas (el fiel Bernardo quiere explicarlo, pero el fantasma lo interrumpe).
Al laberinto de la vida real se le contrapone el laberinto de Satanás, con sus nueve serpentines y las ondulantes aguas estigias. Toda metrópolis es necrópolis. Toda ciudad es también Dite. Vivimos entre futuros cadáveres y nosotros correremos la misma suerte: el mismo sorti/legio: ley de la suerte, la ley de lo que la magia quiera, todo a suerte y verdad. Tras la realidad del sol se halla la oscuridad de la noche. Tras el bien, el mal. Tras lo real, la verdad: no lo vemos todo, pero ahí está. Conjuro: de ius: «jurar la justicia» que solo está en el Todo. Todo se conjura en el pensamiento del mago, porque el Todo es justo y el que conoce el conjuro llama con lo visible e invoca a lo oculto, a lo justo.
No hay límite real entre magia y religión, sino una frontera alucinatoria que cada uno coloca a su distancia espiritual del dios. La mente atraviesa esa frontera según su estructura cultural: «no fornicarás», no entrarás a la fornix, a la caverna subterránea, al cuerpo de este lado o del otro lado de la frontera. Pero dentro de mí mismo no hay fronteras, y hasta el incesto puede ocurrir en libertad cuando se sueña, cuando, al dormir, me encierro en mi caverna, de la que soy el fantasma de un rey que dice la verdad: soy el rey de mi caverna. Por eso los sueños son mágicos, como un tren fantasma que nos recorre en nuestra oscuridad enmarañada: a cada curva, un monstruo o un muerto que traen los mensajes del otro lado de la frontera... allí donde la religión no se atreve a pisar, piso yo, el oculto, el dormido, el impune. Y dormido me disipo en mis magias personales: es en mi cuerpo dormido que se da la separación -la frontera- del sexo. Eva no nace de un Adán despierto sino de un Adán dormido: William Blake: «...in somno Adae, ecclesia nascitur»: «...en el sueño de Adán nace la Iglesia». El obelisco -el falo: el Príapo público- se exhibe, la Iglesia -fornix, la bóveda- se oculta en el cuerpo dormido donde los que sueñan se amontonan.
La palabra que invoca -la palabra mágica- se dice, pero lo que moviliza es secreto. Varas mágicas, siempre erectas, con las palabras ordenadoras de sus runas: la varita del mago... y aquí suena el «run run» de las runas escritas con sangre sobre la vara de encina, bajo la cual se guardan las cenizas del muerto masónico. Magia y vida. Magia y muerte. Todo entrelazado. Causa y efecto se mezclan. En la «mesa húmeda» de los masones, se sirve la entrada, el plato principal y el postre, todo a la vez. No hay fronteras... y menos aún, límites. Relaciones causales se cancelan en la Iglesia, del latín ecclesia y esta del griego ekklesia: lugar donde se reunían los ciudadanos griegos y que Pablo tornó en reunión religiosa. La ciudad, la congregación, son el modelo del mundo entero: Mortuus mundo. Mundi viventium: el mundo de los muertos y el mundo de los vivos que se entrelazan. Los muertos hablan el idioma de los vivos. Drogas, humos, incienso, mirra y piedras de estoraque y ámbar para que los vivos hablen la voz de los muertos. Todo puede servir si se sigue el camino adecuado: rutas -ritos- que enseñan cómo burlar los peligros de la muerte y renacer victoriosos como el Horus de cada mañana: Horus «el toro de su madre»: la diosa vaca Hator: causalidad cancelada, el hijo que anochece es su propio padre por la mañana.
Renacimiento o verdadero nacimiento... de nuevo Blake: «Mi vida es la tardanza de mi nacimiento». Del dormido -del no iniciado- se dan la separación sexual pero también la del yo y del mundo... el mago es un funámbulo de fronteras y cancela las relaciones causales que nos separan del entorno. Conjuros de amor, conjuros de muerte. El mago lo sabe: si eres tú el que habla en tu mente ¿quién te escucha? Tú hablas y tú te escuchas y, como el idiota de Aristóteles (el que no participaba de la polis, del mundo), un tú y un tú hacen un yo: el que no se comunica, el idiota... Pero cuando el monólogo se disocia en diálogo con el mago, este escucha y entonces tú eres un tú y no, ya, un yo... y el yo se extingue y así participas de la ekklesia -la griega y la de Pablo- y dejas de ser un idiota y el agua se convierte en vino.
La acausalidad enseña: A da a B y B da a C que da a A... no hay causas ni efectos distinguibles. Y mientras la ciencia divaga en un Universo mítico que no lleva a ninguna parte (G. Bateson: La ciencia no puede comprobar nada), el mago discierne el detalle minucioso de la nube, el volar del pájaro o «el universo en un grano de arena» (Blake)… La ciencia analiza, descuartiza. La magia sintetiza, integra... Remembranza: re/unión de los miembros descuartizados por la razón, por el yo. Remembranza de la paz perdida en la catástrofe del vivir. Thomas Monson: «Tan frágil la vida, tan certera la muerte» ... Y damos más y más vueltas hasta salir resignadamente en la magia del poema, donde las palabras dejan de serlo para pasar a ser magia. Y tan cerca están mago y poeta que se vuelven uno. Las palabras mágicas unifican en el espíritu el breve cataclismo del vivir. El Universo no vivo descansa en paz. El Nirvana lo acompaña. Las religiones -hasta donde empiezan a ser superchería según nuestros mapas interiores- junto al arte y a la magia buscan el retorno a lo increado para conseguir la verdad de la paz... allí donde todo está en su lugar y las tensiones desaparecen: el orgasmo del conocimiento, la revelación. Romper el velo es romper el himen.
La magia es un quiebre del orden natural con forma de verdad. Mago: el que rompe un mar para cruzarlo o el que pisa el agua sin hundirse: aquakinesis de los santos. La magia es insensata y el sentido común es abolido. El mago es perseguido, quemado o crucificado porque su sabiduría es juego y fuego: el fuego del saber no quema, y está en la libertad porque esta juega y no en la necesidad, que trabaja. Liviano es el yugo del mago.
En la magia se acaba lo real: no existen las cosas sino la relación entre las cosas. Todo es transmisible, fusionable, enmudecedor y creador: un significado solo significa si es nuevo. El mago recupera para aquél que deja las sombras -el asombroso- y adquiere la libertad de un acúmulo poético de significados entreverados: una orgía de significación. Orgía: del griego οργία: rito, misterio. Palabras mágicas: la lengua indisciplinada. Buscar un universo -un verso único- es destruir el poema. Buscar el multiverso es, en cambio, mágico. El hechicero sabe y comunica al «tú» la verdad: que hemos nacido magos, del indoeuropeo magh: «tener poder». El poder de nacer y vencer el encierro del útero, doblegando lo real a la voluntad: «Hombre de poca fe ¿por qué dudaste?» y la aquakinesis que Pedro había desatado, desaparece: «¡Señor! ¡Sálvame!» (Mateo 14:31).
Reflexión final
La magia vuelve locas a las brújulas y los Nortes vuelan de noche en sus escobas. Todo es diáfano y posible para el mago que conoce la música que late en nuestros corazones... Los magos no sabrán la melodía completa -solo un Dios la conoce-, pero sí saben qué estrella seguir y qué regalos llevarnos para cuando ocurra, en nosotros, el renacimiento final.