Decir que «todos» tenemos los mismos derechos, que todos debemos ser libres, que todos somos iguales ante la ley o que todos «tenemos» las mismas oportunidades de educación y de trabajo, no es lo mismo que decidir quién tiene en realidad; es decir quién y cómo, ejerce efectivamente esos derechos.
Aunque algunas cifras oficiales pretendan lo contrario, las coyunturas mundial, regional y nacional apuntan en el sentido de una no interrumpida y creciente polarización: mientras el 10% de la población concentra el 36% de los ingresos, el 44% de la población (227 millones) vive debajo de la línea de la pobreza y un 20% (100 millones) vive en la pobreza extrema. Atilio Borón calcula que un 50% de la fuerza de trabajo está desempleada en América Latina. Por ello resulta paradójico que, por ejemplo, aún con los importantes avances de la 4T de AMLO, se siga repitiendo que la mexicana es la novena economía del mundo, sin mencionar que ocupamos el lugar número 52 en índices de bienestar y desarrollo humano.
Habrá que volver, desde luego, a los hechos concretos de las coyunturas económicas y políticas. Pero antes se hace necesario revisar los marcos conceptuales de la problemática que nos ocupa. ¿Qué debemos entender hoy por reformas económico-sociales? ¿Hablamos de lo mismo cuando nos referimos, desde la derecha y desde la izquierda, a las reformas de estructura? Evidentemente no. Para la derecha, en general, pero sobre todo en los casos de América Latina y de México, las reformas estructurales tienen que ver con derribar obstáculos legales y políticos para adecuar las economías nacionales a los requerimientos de una globalidad neoliberal —aún vigente— que, en esencia, busca controlar los recursos naturales y financieros y dominar los mercados locales desde los principales núcleos de poder de las corporaciones transnacionales.
Vistas desde la izquierda, las reformas necesarias deben apuntar a un cambio en las relaciones estructurales de poder, al interior de las sociedades nacionales tanto como a nivel de la sociedad global. Reformas estructurales, para la izquierda, significan cambios efectivos en las relaciones de poder entre clases, sectores y grupos sociales. La búsqueda del poder político para un genuino reformismo de izquierda pasa hoy, todavía, por la conquista de espacios electorales y parlamentarios. Defender candidaturas legítimas y reclamar el respeto a las leyes, procedimientos e instituciones electorales no tiene por qué significar necesariamente claudicaciones o renuncias a seguir luchando por objetivos de fondo que, en esencia, apuntan a la creación de condiciones para lograr antiguas y nuevas reivindicaciones sociales y populares. Los objetivos inmediatos, de corto plazo, de las izquierdas reales y responsables siguen pasando hoy, también, por la conquista de espacios políticos por vías pacíficas, que de otro modo seguirán siendo ocupados por las derechas. Ya que los cambios revolucionarios no dependen de designios ni de cálculos de personas o de grupos, sino de la conjunción de factores y dinámicas sociales, las políticas progresistas de las izquierdas reales, si bien deben apuntar a la creación de condiciones pararrevolucionarias tienen que comprometerse con una clara orientación dirigida a promover cambios concretos y sustanciales en las capacidades productivas y en los niveles de bienestar de las grandes mayorías de la población.
Para actualizar el debate en el plano teórico o académico, habremos de referimos brevemente a los argumentos de intelectuales de la derecha y de la izquierda. En la revista Letras Libres (número 75), que al abordar temas políticos suele adoptar posiciones conservadoras y con frecuencia reaccionarias, se publican varios artículos bajo el rubro «ABC del populismo». La caracterización y condena de ese fenómeno resulta, como era de esperar, en una avasalladora descalificación de los regímenes políticos latinoamericanos que «encontraron sus paradigmas» primero en Juan Domingo Perón y después en Hugo Chávez.
Un hijo de Mario Vargas Llosa, de nombre Álvaro, nos ilustra sobre la aparición y el desarrollo del populismo en América Latina. Esta región —dice:
Vive hoy un renacimiento del populismo. No sabemos aún qué alcance tendrá, si será un pasajero sarampión focalizado en ciertas zonas o una devastadora metástasis hemisférica (¡arroz!), ni es seguro que la retórica de algunos de los nuevos populistas vaya a ser minuciosamente traducida al lenguaje de los hechos. Pero, desde la Argentina hasta Venezuela, y desde allí a Bolivia o México, son hoy claramente identificables, lo mismo en el discurso de las autoridades que en su conducta jurídica y en la administración fiscal, algunos de los viejos síntomas del populismo, la contribución política latinoamericana por excelencia al siglo XXI.
Entre otros rasgos, el autor mencionado atribuye al populismo los de ser «caudillista», «antimperialista», «estatista» y «estructuralista». El estructuralismo —agrega Vargas Llosa Jr.— «fue el escudo con el cual los populistas dieron cobertura, a partir de fines de la década de 1920 y hasta 1990, al nacionalismo económico». Desde luego, un repaso crítico que raya en la caricatura da cuenta de los «despilfarros y simulaciones nacionalistas» de Chávez, Kirchner, Lula y López Obrador. En resumidas cuentas —concluye el hijo del escritor peruano— «todos los países que practicaron el nacionalismo económico bajo gobiernos populistas a la larga hicieron crisis. Casi un siglo después de la revolución mexicana, el último informe de la CEPAL, publicado a fines de 2004, nos habla de la pobreza que abarca casi al 45% de la población latinoamericana. La indigencia —los más pobres entre los pobres— es el estado de uno de cada cinco latinoamericanos. Esa es la hazaña social del populismo latinoamericano». Aquí no podemos menos que plantearnos la pregunta ¿fue el nacionalismo económico y el populismo, o ha sido el neoliberalismo y la tecnocracia lo que nos ha llevado a la profunda crisis económica, política y social, en la que todavía nos encontramos?
Por lo que se refiere a México, Vargas Llosa Jr. afirma que:
El populismo del siglo veinte, que ya en la que Constitución mexicana de 1917 inaugura un nuevo tipo de texto fundamental que pone énfasis no en la limitación del poder sino en la consagración de reclamos sociales, pretendió la participación del pueblo en los asuntos ante reservados a la élite. Esa participación, por lo que sabemos, acabó siendo una forma distinta de discriminación en favor de otra oligarquía: la de los supuestos representantes del pueblo en la esfera de lo público.
Pero hay también otros puntos de vista expresados en ensayos y en libros recientes, entre ellos varios publicados en los últimos años por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México: Ideología y pensamiento utópico y libertario en América Latina, de Horacio Cerutti; La identidad continental, de Sergio Bagú; El capitalismo y las democracias en América Latina, de Atilio Borón. En todos estos trabajos encontramos interpretaciones y análisis de las realidades contemporáneas latinoamericanas en los que se recuperan perspectivas y enfoques que una buena parte del establishment habría dado por muertos y sepultados. En efecto, lo que estos trabajos tienen en común es que recurren a conceptualizaciones y a categorías de análisis que retoman y actualizan, con una visión crítica, metodologías que supuestamente habrían sido ya superadas. No pueden, ni mucho menos, ser considerados como análisis que respondan a una ortodoxia marxista, pero sin duda todos ellos tienen una inspiración que proviene originariamente de esas corrientes de la teoría y el pensamiento económico y social.
En este punto lo que nos interesa destacar es la crítica de A. Borón a las tesis de Milton Friedman y de Friedrich Hayek, padres del neoliberalismo, respecto a lo que ellos consideran el verdadero fundamento de todo progreso social. Según Hayek «la desigualdad social es el dato fundamental, lo que ha permitido que la humanidad haya salido de las cavernas y goce hoy de todos estos maravillosos desarrollos tecnológicos, que se traducen en condiciones de vida muchísimo mejores para buena parte de la humanidad». Así, mientras para Hayek hablar de justicia social es un verdadero non sens, de la misma manera que no tiene sentido hablar de la injusticia de una inundación, de una tormenta, de una avalancha, de un terremoto, para Atilio Borón desde el neoliberalismo la problemática de la justicia está totalmente ausente en la consideración de los regímenes democráticos. Por ello es necesario demostrar, contra el pensamiento de Hayek, la persistente validez del criterio de la justicia. Han pasado ya casi 20 años desde que los países de América Latina iniciaron el sendero de la redemocratización. ¿Lograron estos procesos —se pregunta— construir una sociedad mejor que la que teníamos antes, o no?, ¿nos aproximaron un poco a la «buena sociedad»? Una rápida visión panorámica de las famosas transiciones democráticas y de los procesos de democratización nos empieza a dar un horizonte más bien oscuro. Después de 20 años el panorama de las democracias latinoamericanas es sombrío. «En realidad —concluye Borón— estamos en presencia de una sociedad que, desde muchos puntos de vista, es peor a la que existía antes».
¿Cómo relacionar la globalidad con la pobreza? La tesis que proponemos es que el fenómeno de la globalidad, sustentado básicamente en la llamada mundialización de la tecnología, las comunicaciones, el comercio y las finanzas, dado que propicia dinámicas concentracionarias de poder económico y político, encuentra como correlato ineludible la marginalidad y la pobreza a escala planetaria. Pobreza que, de acuerdo con los parámetros occidentales y modernos de bienestar, debiera, en sí misma, ser considerada como contraria a y violatoria de los derechos humanos más elementales, puesto que el derecho a la vida, a la libertad y a la dignidad de la persona no pueden concebirse por debajo de los llamados mínimos vitales.
Lo que ahora pretenderíamos mostrar es que, por lo menos en el caso de México, liberalización del comercio no significa mayor globalidad sino, por el contrario, mayor bilateralidad y dependencia. Nuevamente para ejemplificar, diremos que entre 1994 y 1996, a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (TLC) nuestros intercambios comerciales con Estados Unidos crecieron 138%, y en cambio con los 15 países de la Unión Europea solo aumentaron en 33%. Así, el porcentaje de nuestro comercio con Europa disminuyó de 8.5% en 1994 a 6.1% en 1996, mientras que con Estados Unidos llegó a alcanzar un 90.7% del comercio total de México. Queda pues suficientemente claro que, frente a las pretensiones verbales de diversificar nuestras relaciones con el exterior, tal como correspondería a la pretensión modernizadora de nuestros tres últimos gobiernos, la realidad simple y escueta de los hechos y de las cifras nos demuestra que de los dos polos del proyecto liberal —la globalidad primermundista y la marginalidad tercermundista— a la mayoría de los mexicanos solo nos han tocado las consecuencias sociales más drásticas y terribles de esta última: una pobreza grave y generalizada y el virtual desmantelamiento de las capacidades productivas de empresas medianas y pequeñas, lo cual nos deja en un estado de vulnerabilidad económica y política de consecuencias impredecibles.
De nuevo, decir que todos «tenemos» los mismos derechos, que todos debemos ser libres, que todos somos iguales ante la ley o que todos «tenemos» las mismas oportunidades de educación y de trabajo, no es lo mismo que decidir quién tiene en realidad; es decir quién y cómo ejerce efectivamente esos derechos. En el núcleo, en el corazón mismo de esta problemática está el asunto de la propiedad, de las dimensiones individual y colectiva del derecho de propiedad y de sus relaciones con todos los otros derechos humanos. Volver a ocuparse de la propiedad, de lo que es y lo que significa, es una necesidad de primer orden en la agenda de las luchas sociales y políticas de nuestros días. Difícilmente podrá encontrarse otro asunto que, a pesar de su generalizado ocultamiento, requiera de mayor atención. La vieja y famosa sentencia de Proudhon vuelve a cobrar actualidad, pero bajo otra luz, bajo otra perspectiva. «La propiedad —en su egoísta y satánica naturaleza, como dice el propio Proudhon— es un robo», no tanto porque el propietario despoje a otros de una posesión legítima, sino porque niega a los demás, a los no propietarios, la posibilidad de hacer efectivo un derecho equivalente al suyo. Sí, la propiedad es un robo, en nuestros días es algo más: es un crimen de lesa humanidad que se comete de manera constante y continua, silenciosa e implacable, en contra de los marginados, de los excluidos y de los miserables.
Para finalizar, por su indiscutible actualidad sobre el tema de la desigualdad en América Latina, recordemos lo que ya en 1843 Carlos Marx escribió en La cuestión judía. Allí hace la crítica de la teoría del derecho natural —crítica perfectamente aplicable a las llamadas «leyes naturales» del mercado— como una fachada para justificar y proteger los intereses de los propietarios, es decir de quienes controlan los medios de producción. La igualdad de oportunidades para los proletarios, afirma, es una ficción, un derecho «vacío» y formal. El «individuo natural» es una fantasía. «El hombre en el sentido más literal es un zoon politikon, es no solo un animal social sino un animal que solo puede desarrollarse como un individuo en sociedad». La esencia de la crítica de Marx va en contra de la noción de libertad como autonomía del individuo, dando primacía a la concepción de la propiedad social y la soberanía comunitaria.