Octubre de 1944. Un Adolf Hitler envejecido y cansado, con un temblor ya permanente en su mano izquierda, se reúne en su Gran Cuartel General en Berlín con el comandante Otto Skorzeny. Alemania va de derrota en derrota, sobre todo con el avance del Ejército Rojo desde el este. No obstante, el führer pretende cambiar el curso de la guerra en el frente oeste con la llamada «Ofensiva de las Ardenas». Su estrategia, o delirio, plantea infligir una derrota a las fuerzas de Inglaterra y Estados Unidos, para que la opinión pública de ambos países empuje a sus gobiernos a un armisticio con el enemigo nazi.
«Entonces podríamos volcar todas nuestras divisiones, todos nuestros ejércitos sobre el frente del este y liquidar en unos meses la espantosa amenaza que pesaba sobre Europa. Después de todo, Alemania llevaba casi mil años haciendo guardia contra las hordas asiáticas y no iba a faltar ahora a ese deber sagrado», razonaba Hitler, de acuerdo al relato de Skorzeny en su libro de memorias Misiones secretas, publicado en español en 1950.
«–No comprenden (los aliados) que Alemania se bate por Europa, que se sacrifica por Europa, con el objeto de cerrar al Asia la ruta de Occidente– exclamó Hitler, amargamente», según su interlocutor.
Apenas seis meses después, el 30 de abril de 1945, el führer se suicidaría, mientras las tropas soviéticas entraban triunfantes en la capital germana. En esos seis meses, Skorzeny fracasaría en sus dos últimas misiones de sabotajes en las filas enemigas. La primera, precisamente en las Ardenas, y la segunda en un plan de infiltración en territorios ya controlados por el Ejército Rojo en su avance hacia Alemania. El 15 de mayo, dos semanas después de la muerte de su líder y jefe, llegó hasta Salzburgo para rendirse a las fuerzas estadounidenses de ocupación.
Otto Skorzeny, un oficial de las SS, de origen austriaco al igual que Hitler, fue una suerte de mito durante la Segunda Guerra Mundial, como jefe de comandos que llevaron a cabo audaces misiones. La más conocida, el rescate de Benito Mussolini el 12 de septiembre de 1943 desde su prisión secreta en un hotel de los Apeninos. A comienzos de octubre de 1944 efectuó otra importante tarea secreta encomendada por el führer: arrestar al almirante Miklós Horthy, regente de Hungría, para impedir su rendición al Ejército Rojo.
Con su metro noventa de estatura y rostro surcado de cicatrices, Caracortada, el hombre más peligroso de Alemania, como lo bautizó la prensa norteamericana, fue absuelto en los juicios de Núremberg, aunque se le destinó a un campo de desnazificación. Huyó de allí en 1948 hacia España. Protegido por la dictadura de Francisco Franco, fue uno de los fundadores de Odessa, la organización secreta que ayudó a huir de Europa hacia Sudamérica a criminales de guerra nazis.
En España colaboró asimismo con Paladín, un grupo nacionalsocialista que apoyó a la Dirección Nacional de Seguridad para reprimir la oposición antifranquista. Sus biógrafos registran que en Argentina fue guardaespaldas de Eva Perón y existen fotografías de él junto al presidente Juan Domingo Perón. Posteriormente, asesoró en Egipto al presidente Gamal Abdel Nasser. No obstante, en 1962 aceptó ser reclutado por el Mossad israelí, a cambio de inmunidad como criminal nazi, para colaborar en la identificación de científicos alemanes que trabajaban para el gobierno egipcio en el desarrollo de misiles.
Estos datos no figuran en su libro Misiones secretas, que es un compendio de otras dos obras de memorias de Skorzeny (Vive peligrosamente y Luchamos y perdimos). Hay tres rasgos destacados en su relato. El primero, la devoción con que se refiere en todo momento a Hitler; el segundo, la ausencia total de menciones al Holocausto judío y en general a los crímenes de lesa humanidad del nazismo, y el tercer rasgo el odio y desprecio hacia los rusos, acorde con el pensamiento de Hitler. En un pasaje del libro, refiere que cuando armó un comando para infiltrarse en las líneas enemigas ordenó a sus hombres que no se bañaran durante una semana.
Skorzeny falleció en Madrid el 7 de julio de 1975 a los 67 años y sigue siendo venerado por grupos neonazis de Alemania. Sus memorias constituyeron sin duda un auto lavado de imagen en escenario de la Guerra Fría, donde su racismo contra las «hordas asiáticas» sintonizaba con el anticomunismo que se abrió paso en Occidente.
No fue un invento de Hitler atribuirle a Alemania un papel mesiánico en Europa. Tal noción fue implantada desde el siglo XIX por filósofos y políticos que consagraron en una «teorización fanática» la supremacía racial de la Nación Germana, recuerda Primo Levi en su obra Si esto es un hombre. El nazismo llevó esas teorías a la práctica con un paroxismo que alcanzó su mayor expresión en los genocidios con hornos crematorios y cámaras de gases.
«En la práctica cotidiana de los campos de exterminación se realizan el odio y el desprecio difundido por la propaganda nazi. Aquí no estaba presente solo la muerte sino una multitud de detalles maniáticos y simbólicos, tendientes todos a demostrar y confirmar que los judíos, y los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia», escribió Levi, quien recordó asimismo que las primeras pruebas de la eficacia de las cámaras de gases en Auschwitz se hicieron con trescientos jóvenes prisioneros de guerra soviéticos.
¿Qué pensaría hoy Skorzeny de la rusofobia desatada en Europa tras la invasión de Ucrania ordenada por Vladimir Putin? ¿Sentiría que por fin Occidente, con Estados Unidos a la cabeza, se ha dado cuenta de la «espantosa amenaza de las hordas asiáticas», en las palabras de Hitler? Siguiendo siempre el pensamiento de su führer, ¿confirmaría entonces a Rusia como el gran enemigo eslavo?
Sin duda, muchos analistas internacionales restarían relevancia a estas preguntas. Y no les faltarían argumentos. La Alemania que, en su calidad de miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), presta asistencia militar y política a Ucrania, no está gobernada por los nazis. Por lo demás, los ucranianos son también un pueblo eslavo, al igual que los rusos.
Pero otra línea argumental citará la presencia de grupos neonazis en el Dombas que con sus agresiones a la población de origen ruso provocaron la reacción de Moscú. Suscribirán asimismo las acusaciones al presidente ucraniano Volodímir Zelenski, quien pese a su origen judío otorgó reconocimiento oficial a las milicias nazis tras la crisis desatada tras la anexión de Crimea a Rusia en el año 2014.
Las baterías de razones y sin razones en los bandos confrontados internacionalmente tras la invasión a Ucrania no aportan soluciones a la guerra, sino que conducen a callejones sin salida. Si se trata de buscar culpables y aún a riesgo de pecar de eclecticismo, hay que asignar responsabilidades por igual a la OTAN y sus afanes de expansión, como a Rusia por no agotar la búsqueda de una solución negociada antes de desatar el conflicto bélico el 24 de febrero.
Al momento de redactar este artículo, la crisis va escalando. Como en una profecía auto cumplida al revés, el afán de Putin de frenar las adhesiones a la OTAN en las cercanías de Rusia, se encuentra hoy con que Finlandia y Suecia abandonan la neutralidad para pedir su ingreso a la alianza atlántica.
Otra profecía mal auto cumplida: Putin proclamó al iniciar la invasión su propósito de «desnazificar» a Ucrania, pero lo cierto es que aun cuando triunfe militarmente en esta guerra, los grupos neonazis, que eran una minoría en el electorado, emergerán fortalecidos como expresión del nacionalismo ucraniano por su papel en la resistencia a las tropas invasoras.
Todo esto, alimentado internacionalmente por una rusofobia que sobrepasó con creces los objetivos políticos y militares de las sanciones de Europa y la OTAN a Moscú, para ampliarse con caracteres inadmisibles y hasta grotescos al deporte, el arte y la cultura, y que amenaza con generar efectos prolongados en la escena internacional, instalando también conflictos de largo aliento en esta nueva Guerra Fría.