Hace ya cosa de algunos meses, el escritor español Jorge Carrión publicó Membrana (Galaxia Gutenberg, octubre 2021) una novela que, entre sus muchos logros, destaca por haber obtenido el Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro. Uno de sus múltiples logros, pues más que el valor literario y el prestigio que un galardón de corte internacional otorga, este tiene el valor añadido de dar mayor difusión a un documento cuya existencia debería ser más conocida.
Y se le llama documento, pues, aunque puede encontrarse en las secciones de literatura de cualquier librería, catalogar a Membrana de novela es meramente una aproximación con la que se facilita una descripción a futuros lectores. Novela, sí, en cuanto a la existencia de una trama que ocurre paralela al grueso del texto. Novela, sí, y de ciencia ficción, en cuanto a la imaginación detrás de su concepción, planeación y ejecución. Novela, de nuevo sí, y de corte experimental, por la propuesta que presenta: la del catálogo de un museo dedicado al siglo XXI, construido en los inicios del siguiente y operado por una inteligencia artificial de corte más bien biológico y cuántico, muy por encima de las de mero silicón: la membrana del título que no solo regenta las salas del museo, sino a cuya autoría se debe el propio catálogo. Novela, sí. Pero hay algo más profundo en ella que la destaca de ser otro experimento literario.
En cuanto argumento, no se trata de una propuesta museística enfocada tan solo al siglo actual, sino al conjunto de la historia humana. Como bien apunta el verdadero autor del catálogo, el Jorge Carrión de carne y hueso nacido en la Tarragona del 76: es imposible hablar del siglo XXI sin al menos charlar un poco de los precedentes. Una observación que puede o no ocultar una forma de teleología subyacente a la Historia, independientemente de la cual no deja de ser verdadera. Supervivientes del pasado e inmersos en la confusión del presente, es complicado no pensar que toda la trama de la humanidad, con su bagaje biológico, psíquico y espiritual, no ha sido urdida para converger en la precisa actualidad en la que vivimos. ¿De qué otra forma podría haber ocurrido?
Por un momento hablemos de las formalidades. ¿Qué se oculta entre las tapas? A su nombre, Jorge Carrión tiene un complejo cuerpo ensayístico y literario cuyos títulos existen por separado en universos propios, pero se encuentran entrelazados en el conjunto de los temas que a él lo definen como autor e intelectual. A decir: la vivencia y el pensar de la cultura contemporánea, la experiencia migrante y viajera. Se encuentra en su no-ficción más conocida, como Lo viral, Teleshakespeare y la encantadora Librerías, que puso su nombre en labios internacionales. También se encuentra en Las huellas, su trilogía de novelas (Los muertos, Los huérfanos y Los turistas) y en su incursión en el comic, en las observaciones que deja en redes sociales, y en la manera en la que diseña, produce, y narra su podcast Solaris. A fines prácticos, se le puede definir de pensador multimedia, y es precisamente esta estructura tan variada con la que lleva su proyecto autorial la que parece informar el propio eclecticismo de su obra. Leer una de sus novelas pide dejar de lado las formas convencionales con las que nos aproximamos a la ficción, pero eso no ocurre del todo (salvo excepciones) con su ensayística.
Tal vez esa es la razón por la que Membrana, en cambio, se siente híbrida. Como un ensayo disfrazado de novela experimental para así presentarse con la riqueza de una estructura innovadora. ¿Qué mejor manera de hablar sobre todo un periodo de la historia que con un museo? Pues estos, mejor no olvidarlo, son también ensayos; con las cargas subjetivas e históricas de quienes los administran y comisarían, pero, a fin de cuentas, ensayos. Uno, en el caso de Membrana, altamente especulativo sobre el devenir tecnológico y cultural, basado en observaciones del presente que sirven como plataforma para vislumbrar un posible futuro. ¿Especulación? ¿Realismo de anticipación? Sí, puede ser, pero la llaga de la que parte está aquí, en el presente en el que nos encontramos. A fin de cuentas, toda ciencia ficción es un comentario sobre el tiempo en el que se produce.
La voz que habla al lector en Membrana es ajena a lo acostumbrado: una primera persona del plural femenino, ya que las madres son las dadoras de vida. Pero se trata de una pluralidad de la que los lectores, individuales, no pueden dejar de sospechar. De la misma manera como cualquier visitante sensato al British Museum cuestionaría la versión de la historia y la cultura presentada por una institución como aquella. Pues, si un museo es una rúbrica por medio de la cual un intelecto, comisario o criterio social, observa, entiende y cataloga al mundo (recordemos: los museos son ensayos), ¿cuál podemos esperar que sea la visión de la realidad contada por una forma de inteligencia artificial que es del todo ajena a nuestros patrones de razonamiento? A lo largo del libro se presentan escenarios, eventos puntuales, hechos que definen épocas (desde los ejércitos privados de Amazon hasta la llegada de un curioso objeto más allá de las estrellas), pero todos ellos se nos presentan como si estuvieran vistos por una entidad del todo extrahumana. Esto es importante a tomar en cuenta, pues si la tecnología lograse la invención de una inteligencia semejante a la membrana, una que existe fuera de todos los criterios humanos, estaríamos en todo nuestro derecho de sentirla como emisaria de otro mundo.
Aunque el libro se focaliza en ensayar una ficción sobre los próximos cien años, su autor toca también los temas más sutiles que parecen estar por siempre vinculados a la inteligencia artificial. Insinúa la existencia de sentimientos en la membrana, o a menos algo que se les parece. Insinúa un finísimo grado de vida interior, el misterio de la consciencia, que en la novela parece haber sido comprendido, emulado y fabricado siguiendo el actual paradigma tecnológico, aunque tal no sea el caso en el mundo actual. Pues se trata de un enigma, un verdadero Misterio de Misterios, que por el momento no solo es irresoluble, sino que poco a poco comienza a ser apreciado bajo nuevas metafísicas por una generación joven de filósofos y científicos. Metafísicas, hay que decir, que los místicos ya intuyeron miles de años antes.
La inteligencia artificial de este libro, según el lector al que se le pregunte, es uno de sus aspectos más interesantes. La tentación prometeica hacia la creación de formas de vida es constante en el mito y la literatura, y todas parecen estar de acuerdo en que no se trata de un asunto al que hay que tratar a la ligera. La escritora finlandesa Leena Krohn lo comenta muy bien en una pequeña semblanza suya en The New Yorker, donde se angustia por la insistencia de ciertas elites del Big Tech por conseguir una inteligencia artificial basada en modelos psicológicos humanos. Su miedo se justifica, pues, apunta, sería la síntesis entre los atributos más absurdos de lo humano y lo sintético. Algo como lo que se puede observar en las maneras en como la membrana de Membrana actúa y se hace comunicar.
Desde luego, no hay que olvidar algo importante: la fe no es un asunto único de la religión. Tampoco lo son las exageraciones y las falsas promesas. En la ciencia y la tecnología también se vende humo, y bastante. La inteligencia artificial es hoy uno de los grandes temas en boca de todos, y es también uno de los más espurios. La prensa lo sabe, y no tiene vergüenzas al momento de exagerar o incluso mentir en titulares. Un caso famoso sería el del par de bots que en 2017 fueron desconectados por ingenieros de Facebook, quienes temieron por el bien de la humanidad al momento en que ambas entidades comenzaron a dialogar en un idioma indescifrable. Una historia curiosa, pero nada más que clickbait comparada con lo que realmente sucedió. En concreto: un error en las líneas de programación que impidió el buen entrenamiento de la lengua inglesa para actividades de negociación. Desde luego, los tuits de Elon Musk no ayudaron.
Hay mucho interés y dinero en el mercado de la inteligencia artificial, acompañado todo de promesas, miedos y utopías. La auténtica inteligencia artificial, la de verdad, esa con la que interactuamos todos los días, incluye sistemas de automatización, reconocimiento de voz e imagen, pulsera de ejercicio, aplicaciones médicas y otras funcionalidades que, al final del día, se reducen a matemáticas muy sofisticadas sin una pisca de intelecto. Mucho menos consciencia. Deep Blue triunfó sobre Kaspárov en ajedrez, y AlphaGo hizo ver a Lee Sedol como un principiante del Go, pero ni una ni otra de estas entidades tuvo idea de lo que hizo. Es más, ni una ni otra sabe.
La inteligencia artificial dura, o general, aspira a la obtención de una máquina no solo pensante, sino consciente de su pensar. Una idea que no es nueva, y se remite a los autómatas del renacimiento, lo homúnculos de los alquimistas y los gólems de la cábala. El problema, o al menos para algunos, es que tales promesas cuelgan de una metafísica errónea. Se asume que la consciencia no es más que un epifenómeno de la actividad neuroquímica, producto de grandes cantidades de cálculo y conexiones sinápticas y es solo cuestión de fabricar hardware más robusto, capas de más y más teraflops de cálculo. Y sin embargo nuestro cerebelo, la región con mayor volumen sináptico, es un terreno psíquicamente llano, a todas luces inconsciente. ¿No debería, entonces, residir ahí la consciencia si esta no es más que el fruto de cálculos interminables?
El panpsiquismo se está volviendo cada vez más popular entre algunos científicos y pensadores —mal llamados renegados—, pues el actual modelo de cálculo bruto se encuentra con una serie de infranqueables problemas prácticos, por no hablar de los pantanos filosóficos. No es una idea nueva, pero está recuperando terreno. Postula que cada partícula de materia trae consigo una unidad de psique, y que son ciertas configuraciones, no limitadas a cerebros, las que dan luz a la experiencia de la consciencia. Desde luego, los hay también para quienes incluso el panpsiquismo es una manera errónea de aproximarse al misterio del Ser, viéndolo más bien más bien como una especie de remolino que se concentra en regiones puntuales de un enorme río de actividad psíquica. Uno que se extiende no solo en el espacio, sino en el tiempo.
Existen muchos otros y muy interesantes modelos que buscan encontrar las razones de la consciencia. Muchos de ellos contrarios al paradigma computacional del cerebro, insinuando así que esa interioridad que nos hace lo que somos no puede replicarse tan solo con hardware y software punta. El gran problema está en la identificación. Así como las cosas no son sus nombres, y los nombres no son sus cosas, así también las cosas no son los símbolos de los que se hacen analogía. El Sistema Solar trabaja con la exactitud de un modelo mecánico, pero no es un modelo mecánico. Los sistemas biológicos y astronómicos que regulan nuestros ritmos circadianos operan con la exactitud de un reloj de bolsillo, pero no son un reloj de bolsillo. El cerebro humano regula la actividad del cuerpo con la precisión de una computadora, pero no es una computadora. ¿Qué nos hace, entonces, creer que una computadora puede ser un cerebro?
Desde luego, no es función de Membrana explicar esto. Asumimos como lectores que la inteligencia artificial que nos habla es una entidad inteligente y consciente y aceptamos el misterio de su resolución. Ya hemos visto que el mundo puede cambiar mucho en tan solo dos años, ¿qué nuevos paradigmas cambiarán a la realidad en los próximos setenta y ocho? ¿Qué rostro tomará la vida en los próximos años? Como bien escribe Jorge Carrión en referencia a uno de sus personajes: «Su cara era un poema. Un poema de amor y de terror».