Con más de 2,000 muertos al día en que se escribe esta nota, entre civiles y soldados, 2.7 millones de personas desplazadas a otros países, y las ciudades de Kiev, Járkov, Mariupol, Odesa y varias otras bombardeadas, en proceso de destrucción, existe gente en América Latina y Europa (más de los que uno creía) tratando de justificar la salvaje invasión de Putin contra Ucrania diciendo que, históricamente, no solo fue parte de la URSS, sino que, además, estuvo anexada dos siglos a la antigua Casa de San Petersburgo, en la Rusia zarista. Argumentan equilibrios geopolíticos. Defienden la tesis de Putin, según la cual la culpable es Ucrania (desde 1991 país soberano, independiente, con libre autodeterminación) por querer ser parte de la Unión Europea, lo cual pone en peligro la «zona de influencia» rusa.
Y la defensa de Putin viene no únicamente de la izquierda latinoamericana que parece sentir nostalgia por la antigua URSS, sino del ala de ultraderecha del Partido Republicano, empezando con Donald Trump, quien salió apoyando a Putin el 27 de febrero, diciendo que el ataque a Ucrania «es un acto genial», o de tipos como Tucker Carlson, el comentarista de FOX-News, con reiteradas arengas en su programa a favor de Putin, o de sujetos de la ultraderecha conservadora de EE. UU. como Candace Owens, Stew Peters y Joe Oltmann, o bien de personajes tan conspicuos como Berlusconi, en Italia, o de grupos neonazis y fascistas europeos como el Fidesz y el Jobbik de Hungría.
La tesis de la «zona de influencia» es un argumento vergonzoso y burdo. Buscan justificar a Putin con una narrativa geopolítica similar a la del back-yard (el «patrio trasero») de la doctrina Monroe, la cual utilizó EE. UU. para justificar las invasiones en América Latina contra países soberanos e independientes, en el siglo XIX contra Nicaragua por William Walker y, después revivida por Teddy Roosevelt en el siglo XX, la cual se utilizó en distintas décadas para los golpes de Estado en Guatemala, República Dominicana, Chile, Grenada, etc.
«Es nuestro patrio trasero, y nadie puede meterse allí…» decía Teddy Roosevelt, argumento que se extendió hasta Nixon y Reagan. Lo mismo que hoy dice Putin en relación con Ucrania.
Curiosamente, veo en redes sociales a algunos conocidos y hasta algún buen amigo que hace algunas décadas (y con razón, al igual que muchas personas lo hacíamos) repudiaban las invasiones estadounidenses en América Latina, basadas en la doctrina del patio trasero, pero hoy están defendiendo la invasión a Ucrania. Sus atavismos ideológicos los están traicionando. El argumento es vergonzoso en cualquiera de las dos hipótesis. Tan condenables fueron unas invasiones como las otras. Nadie puede despreciar a otros países, y considerarlos como «pueblos de segunda», como «patios traseros».
Oyendo a Putin hablar, tal parece que todos los países satélites de la antigua URSS (hoy naciones independientes) son sus patios traseros. O aquellos pueblos que buscan independizarse, como fue el caso de Chechenia, república de la Federación que sufrió el intento a sangre y fuego, con una dolorosa matanza de ciudadanos chechenos que todavía el mundo recuerda.
Volver a la Guerra Fría, o más allá: a la Rusia zarista
En el fondo, Putin está tratando de resucitar la idea pan-rusa de la Gran Patria que viene desde inicios del siglo XVIII, de la época de Pedro el Grande. Sus ojos están puestos en el pasado. En la nostalgia de la vieja Rusia zarista, sus ambiciones de potencia imperial, lo cual se le mezcla (adicionalmente) con otro tipo de nostalgia que el propio Putin sí experimentó y para la cual fungió laboralmente: la antigua URSS y el mundo de la Guerra Fría.
La gente lo olvida, pero Putin era el director de la KGB en el periodo final de la URSS, mientras su homólogo, director de la CIA era George Bush padre. Al igual que Reagan y Bush (ya muertos), Putin tiene una visión del mundo bipolar. Le gustaría volver al mundo previo a 1989, antes de la caída del Muro de Berlín. Le gustaría volver a un mundo partido en dos: la ficción de la vieja URSS contra el mundo capitalista, y trata de meter en esa segunda bolsa (capitalismo) a todo el mundo: desde la socialista Finlandia hasta Macron, desde el PSOE español, hasta los pobres ciudadanos de Kiev que solo quieren vivir en democracia. A todo el mundo que no piense como él lo tilda de fascista, en un delirio del poder maniqueo que busca encasillar al planeta en dos bandos, y él como líder de uno de ellos.
La tesis de que «Ucrania no existe»
Lo otro que ha dicho reiteradamente Putin es que «Ucrania es una ficción, que nunca ha existido». Lo dijo en un discurso tres o cuatro semanas antes de la invasión, a finales del mes de enero. Pero nada más lejos de la verdad. Ucrania es un pueblo distinto y propio, una nación que se reconoce a sí misma desde el siglo IX, desde el año 850 d. C con el establecimiento del Rus de Kiev, con una larga historia de luchas y sufrimiento (similar al kurdo, al polaco, y a muchos otros).
Ciertamente estuvo regida por siglos por muchos otros poderes y no tuvo el estatus de nación independiente. Sin embargo, su conciencia de nación, su lengua propia, sus costumbres están allí, permanecieron por siglos. Los ucranianos estuvieron sojuzgados por Polonia muchos años, antes del siglo XVII, después por la casa zarista de San Petersburgo y finalmente por la URSS. Su relación con la URRS fue dolorosa, de opresión, no siempre de alegre hermandad como dice equivocadamente Putin. Permítanme recordar que uno de los mayores genocidios de la historia fue, por cierto, el que cometió Stalin contra Ucrania entre 1932 y 1934: una salvaje matanza por hambruna de 3,900,000 seres humanos, el llamado genocidio de Holomodor.
¿Qué la nacionalidad de Ucrania no existe? Pues la realidad demuestra todo lo contrario. Esos cientos de miles de hombres y mujeres que han sacado las armas para defender las ciudades de Kiev, Járkov, Mariupol, Odesa (muchos de ellos que viven el extranjero, y regresan a su país) con simples rifles, metralletas personales, con bombas caseras hechas con nitroglicerina en las cocinas de sus casas, demuestran que la patria sigue allí. O la imagen de su joven presidente, quien rechazó la oferta de salir del país y prefirió quedarse allí, junto a su pueblo, resistiendo. La valentía del pueblo ucraniano es casi lírica, mística y genera un sentimiento epopéyico que la humanidad —en estas épocas tan cínicas— parecía haber olvidado.
Putin logrará culminar la invasión. Tomará Ucrania. Es cuestión de días o de semanas. Tiene a su favor uno de los ejércitos más fuertes del mundo. Sin embargo, perderá la guerra del largo plazo. Dominará temporalmente el territorio ucraniano, pero tendrá la sanción moral de un pueblo entero que se sentirá víctima de ocupación y de ultraje. Por muchas décadas. Y también la sanción moral del resto del planeta.
Podrá tener uno de los ejércitos más fuertes del mundo. Pero no tiene la razón que nace de la moral humana. Como decía Kant, la razón de uno debería ser siempre la del resto del mundo, la de la humanidad entera.