En un vacunatorio del barrio Asís de Cartago (Costa Rica), recibí mi primera dosis de la vacuna contra la COVID-19, el pasado 17 de mayo. Al ver a la enfermera preparando la inyección con tanta maestría, pensé en la constancia y el desvelo del colibrí ante la flor y, al final, solo pude expresar gratitud. Primero al personal de la clínica, luego al ministro de Salud, y con él a todas las autoridades sanitarias del país. Todos los anteriores son héroes, en esa cadena compleja de certezas y azares que ocurrieron para que la vacuna llegara a nuestro brazo, el día en que literal o alegóricamente «volvimos a nacer». Sin embargo, pocas veces (o casi nunca) pensamos en los científicos que, entre tubos de ensayo, microscopios y probetas, hicieron cruces impensados, para obtener esta sustancia vital, que está salvando a la humanidad, muy a pesar de los escépticos y críticos.
En el desarrollo de las vacunas del tipo ARNm (ARN mensajero, modificado o artificial), como las desarrolladas por Pfizer/BioNTech y Moderna, hubo una prehistoria. No fueron hechas en semanas, como erróneamente se ha difundido. Sobre una experiencia acumulada de décadas, las hicieron estos científicos anónimos, cuyo alimento diario eran el rechazo y la frustración. A ellos debemos agradecerles, tanto o más que a los héroes mencionados. Y como una forma de hacerlo, quiero compartir esta inspiradora historia de humildad y grandeza, que empieza en un pueblito remoto de Europa, a mediados del siglo XX.
En la urbe de Szolnok, una ciudad medieval, al centro de Hungría, nació Katalin Karikó el 17 de enero de 1955, en el hogar formado por János Karikó y su esposa Zsóka. Cuando Katalin era muy pequeña, su familia pasó a vivir a Kisújszállás, otra ciudad antiquísima, donde su padre tenía una carnicería, que servía de sustento familiar. Residían en una pieza de un opaco edificio de adobes, sin electricidad ni agua potable y donde, por supuesto, tampoco había nevera ni televisión. A pesar de ello, no vivían en la pobreza, sino en la austeridad, y Katalin recuerda que tales condiciones eran comunes a sus vecinos, amigos y parientes, por lo que creció pensando que todo el planeta vivía de igual forma.
En el otoño de 1956 ocurrió la llamada Revolución Húngara, un levantamiento popular contra el régimen comunista de Hungría, instaurado en 1944. János, el padre de Katalin, era un hombre valiente, amante de la libertad casi por encima de todo y, sin pensarlo, se sumó a la revolución. Pero su arrojo tuvo consecuencias, pues un año después, con Katalin de dos añitos, fue sentenciado a una pena de prisión suspendida; enseguida, el aparato policial lo echó de la carnicería, y no contentos con ello, lo dejaron cuatro años sin trabajo.
Muy afectado, pero a la vez dispuesto a sacar la faena, János se arrolló las mangas y se puso el mandil. Se agenciaba ingresos matando cerdos en casas particulares; tiempo después, pudo trabajar en un pequeño restaurante, gracias a la intervención de su esposa Zsóka, que era contadora.
Katalin y Susana, su hermana menor, ni se inmutaban cuando János, con soltura de violinista, descuartizaba un cerdo ante ellas; pero solo el alma iluminada de Katalin, con esos ojazos de Alicia, veía más allá del sacrificio. Su momento sublime era cuando János sacaba, como un mago del sombrero, el corazón del animal aún latiendo y lo ponía en sus pequeñas manos, mientras él le explicaba, a su modo, la circulación de la sangre. Esas imágenes que a muchos les pueden resultar fuertes eran, para aquella niña precoz, la puerta al extraordinario mundo de la ciencia, luego nutrido por sus maestros de la escuela primaria en Kisújszállás. Nadie podía advertirlo entonces, pero en aquel corazón preñado de sangre de un cerdo residía el germen de las vacunas, que salvarían a millones de personas, sesenta años después.
En 1965, cuando mejoró la economía familiar, y ya con Katalin de 10 años, los Karikó se mudaron a una casa grande, con baño y comodidades modernas. Tres años más tarde, János pudo abrir una nueva carnicería muy cerca de la original, donde él mismo fabricaba queso y variedad de embutidos ahumados.
En 1969, Katalin ya revelaba sus increíbles facultades de científica en ciernes y, en ese año, como alumna del instituto protestante Móricz Zsigmond de Kisújszállás, ganó un concurso regional de biología, y alcanzó el tercer escalón del podio a nivel nacional.
En la década de 1970, la Universidad József Attila de Szeged organizaba campamentos para estudiantes de secundaria, con bajos recursos, que querían seguir sus estudios universitarios en Szeged. Katalin participó en los veranos de 1972 y 1973, y ella asegura que estos cursos fueron determinantes, tanto para continuar con éxito sus estudios, como para enfrentar durísimas pruebas del porvenir.
En 1973, a los 18 años, ingresó a la Universidad de Szeged, y en la hemeroteca estudiantil (Szegedi Egyetem, 1976) se conserva la nota del triunfo cuando ganó la beca estudiantil más importante de la época, la Beca de Estudios de la República Popular, con una ayuda económica 1000 forints mensuales.
En la misma época universitaria, hacia el año 1977, conoció a su esposo, Béla Francia y se casaron en la casa consistorial de Szeged. «Siempre que visitamos nuestra casa, vamos a ver Szeged y los lugares más inolvidables de nuestra vida allí», rememora la doctora Karikó, en entrevista dada al portal de la Universidad de Szeged, el 9 de abril de 2020.
Una vez graduada como bióloga (1978), y con apenas 23 años, aceptó un puesto en el Laboratorio de Química de Nucleótidos del Instituto de Biofísica, como becaria de la Academia de Ciencias de Hungría. Fue en esta etapa cuando empezó a trabajar y a obsesionarse con los virus, particularmente en la síntesis de moléculas, para comprobar su actividad antiviral.
Cuando inició como investigadora en el Laboratorio de Nucleótidos, aunque ya se conocía la existencia del ARN mensajero (ARNm) desde la década de 1960, aún faltaba mucho para obtener una molécula de ARNm artificial o modificado, elemento crucial en la técnica de las vacunas Pfizer/BioNTech y Moderna. «Cuando inicié en el Laboratorio, no podíamos fabricar ARNm, porque todavía no se disponía de la enzima, la ARN polimerasa, que utilizamos hoy en día», explica Karikó, en la entrevista mencionada anteriormente.
En esta misma época surgió una historia oscura en su vida que, inevitablemente, establece un paralelismo con la ingrata experiencia de su padre. Mientras trabajaba como asistente de investigación, el gobierno húngaro la forzó a realizar acciones de contraespionaje, bajo un nombre falso (Zsolt Lengyel). Recordándole la participación de János en la Revolución de 1956, y refiriéndose al pasado «pecaminoso» de su padre, la amenazaron con destruir su trabajo profesional y la obligaron a tomar una decisión. Katalin sabía muy bien lo que podría ocurrirle a ella y a su familia, así que, presa de pánico, firmó el documento de contratación. A pesar de ello, la científica declara que en esos años vivió un gran estrés emocional para evitar, a toda costa, realizar algún acto en perjuicio de algún compatriota. Y ella jura que lo logró.
Defendió su tesis doctoral, y se graduó como doctora en 1983, el mismo año en que nació su hija Susan Francia. Cuando la niña cumplió 4 meses, su madre la puso en una guardería subvencionada por el estado, que funcionaba muy bien.
No fue hasta el año 1984, cuando se preparó, in vitro, la primera molécula de ARN mensajero (ARNm), es decir el primer gran paso para sintetizarlo. En ambiente tan controlado la molécula funcionaba adecuadamente; sin embargo, cuando se inyectaba a ratones, estos sufrían un grave proceso inflamatorio: perdían el pelo, se encorvaban y morían de inanición, como respuesta del sistema inmunitario.
En 1985, al cumplir 30 años, ella vivió otro infortunio: fue despedida del Laboratorio de la Universidad de Szeged. Al verse desempleada, sus primeras búsquedas de trabajo fueron en Europa, sin ningún resultado. Su oferta laboral, sorprendentemente, provino de la Universidad de Temple, en Filadelfia.
Abandonar Hungría, sin embargo, no sería nada fácil. El primer gran obstáculo era la prohibición de salir del país con divisas. Así que la familia decidió vender el auto familiar (un Lada, ruso), por el cual obtuvo unos 900 dólares, que fueron cambiados, subrepticiamente, en el mercado negro. Como era imposible sacar dinero del país, se las ingeniaron para esconder un poco más de $1000, dentro de un osito de peluche de su hijita, de dos años. Aquel acto representó un enorme riesgo, porque de ser descubiertos, enfrentarían graves consecuencias, incluyendo la cárcel. Pero decidieron salir y quemar las naves, sin mirar atrás.
Después de tres años en la Universidad de Temple, Katalin se mudó a Washington por un año y luego regresó a Filadelfia, donde fue contratada por la facultad de medicina de la prestigiosa Universidad de Pensilvania.
A finales de la década de 1980, gran parte de la comunidad científica estaba obsesionada con el ADN y terapias prometedoras para la cura del cáncer o la fibrosis quística; pero Karikó creía que el ARN mensajero (ARNm) era tan esperanzador como el ADN. Fue entonces cuando ella y sus colegas cercanos vieron por primera vez que el ARN mensajero (ARNm) funcionaba y que traería logros importantes para la ciencia. Sin embargo, todos sus sueños se desvanecieron por falta de financiación, pues los ensayos en laboratorio habían sido decepcionantes.
Su primera solicitud de subvención, en 1990, fue rechazada, y ella conserva aún esa carta negativa, que muy orgullosa exhibe en todas sus conferencias, para demostrar que también fue víctima de rechazo inverso social, como ha sucedido históricamente a muchos pioneros o genios en el arte, la música, el deporte y por supuesto, la ciencia. Sin embargo, ese no fue el único rechazo. En realidad, se pasó casi toda la década coleccionando rechazos y frustraciones.
Era tan obcecada Karikó, pero a la vez tan evidentes sus fracasos que, en 1995, la Universidad de Pensilvania, frenó sus ambiciones degradándola a la categoría de investigadora rasa. «Normalmente, cuando un científico llega a este punto, simplemente dice adiós y se retira, porque es demasiado horrible, y degradante… y yo no era la excepción», expresó Karikó al sitio médico Stat. «Pensé en irme y hacer otra cosa. También me decía a mí misma que quizás no era tan buena o inteligente como pensaba». Sin embargo, con humildad retrocedió a la casilla de salida; pero ahora con dos armas fundamentales: conocimiento y confianza.
Finalmente, en el año 1998, recibió su primera subvención por $ 100,000, que en cuanto a subvenciones científicas es una cantidad exigua. Pero en su caso, representó gran estímulo y mucha alegría.
En ese mismo año, Drew Weissman, un bioquímico proveniente de los Institutos Nacionales de Salud (NIH), dirigidos por el Dr. Anthony Fauci, se unió a la Universidad de Pensilvania. Sus esfuerzos se encaminaban a obtener una vacuna contra el VIH. Un día, Karikó fue a una fotocopiadora dentro de la universidad y allí se encontró con Weissman. Cada uno explicó al otro en qué consistía su trabajo y, de inmediato, surgió una conexión científica entre ellos. El lazo fue el ARN mensajero (ARNm). De inmediato, Weissman invitó a Karikó a trabajar en su laboratorio, para intentar obtener su añorada vacuna contra el VIH, basada en la tecnología experimentada por Karikó.
Hasta el momento, el grandísimo obstáculo, como evidenciaban los numerosos rechazos de subvenciones a Karikó, fue la respuesta inmune a la inyección de ARNm sintético o modificado. Sin embargo, en 2004 Karikó y Weissman encontraron una manera de evitar el peligroso rechazo. Aunque suene prosaico, la solución era el equivalente biológico de cambiar un neumático, como lo explica el portal Infobae (27 de noviembre 2020). Las hebras del ARNm mensajero están constituidas por cuatro compuestos químicos. Uno de ellos es la uridina. Después de exhaustivos análisis e intentos fallidos, probaron cambiándola por pseudouridina, y fue allí cuando se hizo la luz. Así crearon un ARN mensajero (ARNm) híbrido que podría entrar en las células, sin producir el indeseado efecto inflamatorio.
En 2005, publicaron sus hallazgos en un artículo para la revista Immunity. Y este fue el punto real de partida de la carrera hacia las vacunas modernas desarrolladas para frenar la pandemia del coronavirus. Empero, faltaban escollos importantes por resolver, dentro y fuera del laboratorio.
En el año 2006, Karikó y Weissman crearon una empresa para desarrollar medicamentos de ARNm. La empresa se llamó RNARx y Karikó desempeñó el cargo de directora ejecutiva hasta 2013, cuando fue contratada por BioNTech, empresa fundada en Alemania, en 2008, por un matrimonio alemán de origen turco, los doctores Ugur Sahin y Özlem Türeci. Los primeros ensayos clínicos de una potencial vacuna basada en ARN mensajero (ARNm), en BioNTech, se dirigieron hacia la gripe estacional y enfermedades infecciosas como el virus Zika. Actualmente, BioNTech tiene 1,500 empleados y un valor de mercado de $ 25 mil millones, después de publicados los primeros resultados positivos de los ensayos de la vacuna COVID-19, desarrollada junto con la empresa estadounidense Pfizer (The Guardian, 21 noviembre 2020). La firma tenía la tecnología para desarrollar la vacuna y perfectamente pudo haberla hecho sola; pero la urgencia de responder a la pandemia hizo posible la alianza, puesto que Pfizer contaba con la capacidad de hacer pruebas eficientes a gran escala (rápidamente reclutó 40,000 personas). Asimismo, poseía una robusta capacidad de producción y una logística para responder a entregas de cualquier tamaño, en tiempo récord.
Mientras tanto, Derrick Rossi, un biólogo canadiense especializado en células madre, y que había leído el artículo de Karikó y Weissman en 2005, fundó en 2010 la empresa Moderna en Cambridge, Massachusetts, después de recibir fuerte capital de grandes inversionistas. Aunque en un inicio, ModeRNA (acrónimo de modified RNA) dirigió sus investigaciones a terapias para enfermedades raras, a partir de 2014, decidió centrarse exclusivamente en el desarrollo de vacunas basadas en ARN mensajero (ARNm).
¿Pero de dónde obtuvieron BioNTech y Moderna la tecnología desarrollada por Karikó y Weissman? Obviamente los científicos habían patentado sus hallazgos para sintetizar ARN mensajero (ARNm). Sin embargo, todas las patentes, como correspondía, fueron asignadas a la Universidad de Pensilvania, donde se hicieron los hallazgos. Sin embargo, como se sabe, el fuerte de las universidades no son los negocios, y UPenn prácticamente regaló las patentes, por apenas 300,000 dólares. Es posible que a lo interno de la universidad se perdiera la fe en los hallazgos y métodos de estos científicos. En consecuencia, las patentes fueron licenciadas a Gary Dahl, dueño de una empresa llamada CELLSCRIPT, quien posteriormente, otorgó sublicencia mundial, sin exclusividad, a Moderna y BioNTech.
Aunque la tecnología de ARN mensajero (ARNm) era muy prometedora y ya se había superado el problema de las inflamaciones en seres vivos, quedaba un escollo muy grande por resolver: cómo lograr que la molécula accediera al interior de las células del cuerpo, sin ser aniquilada por el sistema inmunitario. En el año 2014, Karikó y Weissman, junto con el Dr. Norbert Pardi, un bioquímico húngaro, también nacido en Szolnok, lideraron un importante equipo de investigadores de la Universidad de Filadelfia, enfocado en resolver los problemas pendientes del ARN mensajero (ARNm). La solución fue envolver la molécula dentro de unos fragmentos microscópicos de grasa llamados nanopartículas lipídicas, que evitan que el ARNm se degrade, facilitando así su entrada en las células. Esta tecnología se conocía desde inicios de la década de 1990, y en ella tuvo un papel estelar el científico canadiense Ian MacLachlan, a pesar de que injustamente ha sido poco reconocido su aporte. Sin embargo, Katalin Karikó no oculta el mérito del científico: «Gran parte del crédito es para Ian MacLachlan por la LNP [nanopartícula lipídica] (Forbes, 18 de agosto de 2021).
De aquí en adelante, el camino para desarrollar la vacuna contra la COVID-19 o contra otras enfermedades estaba allanado. Ello representó, sin duda, que Katalin Karikó saliera del anonimato y se convirtiera en una celebridad mundial, con premios y reconocimientos por doquier, incluyendo el prestigioso premio Lewis S. Rosenstiel, que viene a ser una especie de «carta de recomendación» para el Premio Nobel de Química, el mayor de todos los premios, que ella podría recibir, junto con Weissman, este año o el próximo.
Katalin es una persona tímida, pero no oculta la satisfacción del reconocimiento a su tenacidad inquebrantable: «no me acostumbro a la atención, después de haber trabajado durante tantos años en la oscuridad», dice en una entrevista a AFP, y aprovecha para dejar algo más en claro. Aunque recibió numerosas ayudas de quienes sí creyeron en ella, también hubo personas que la subestimaron por su condición de mujer extranjera: «Siempre estaban pensando: esa mujer con acento, debe de haber un supervisor detrás de ella, una mente maestra detrás de sus trabajos». Evidentemente, para el éxito de las vacunas fue necesario el trabajo y la participación de miles de investigadores y expertos; pero sin la capacidad de resiliencia de Katalin Karikó, la gran batalla contra la COVID-19, estaría en una fase muy primitiva. Hoy, gracias a mentes brillantes, como la de ella y la de Weissman, pasadas por el fuego de las más duras pruebas, la humanidad está ganando, y ganará sin discusión, esta guerra mundial contra la pandemia del coronavirus.