Hace más de diez años, cuando llegué al lugar que desde entonces llamo «casa», la primera ave en la que reparé cuando miré al cielo no fue la abubilla, con su penacho de punk y canción suave. Tampoco el mirlo y su improvisación musical. No fue el arrendajo, que de entre los córvidos eurasiáticos es de los más vistosos, ni mucho menos alguna de las varias y diminutas currucas que hacen su reino de la Península Ibérica. Fue la simple y humilde Pica pica. La urraca de todos los días.
Lo primero que llamó mi atención fue el color de su vuelo. Blancas y negras, es difícil no pensar en dualidades al notar la polaridad de sus plumas. Para los asiáticos de viejo que la veían en sus campos, era señal de la buena fortuna, de la abundancia que no tardaría en llegar. Para los europeos medievales, se presentaba como el aliento de la muerte y la mano del ladrón. Un pajarraco del que era mejor cuidar la distancia.
Aunque esos sentimientos hoy han desaparecido, hacen eco en leyendas, supersticiones e inflexiones de la lengua. Urracas y brujas van de la mano en cuentos de Escandinavia, y aquí, en latitudes del Mediterráneo, hay quienes las utilizan como sinónimo para referirse a ciertas personas. Eso no es muy diferente a lo que ocurre en algunos países al otro lado del Atlántico, donde la Pica pica jamás ha puesto una uña, pero no por eso deja de tener presencia. Para los peruanos, es permisible llamar así a los chismosos. Para algunos mexicanos es la manera de referirse al clarinero, una pobre ave oscura y de ojos verdes que ni siquiera pertenece a la familia de los córvidos, lo que no evita que se le confunda con uno de sus miembros más destacables. Algo sabré de eso.
Para el nigromante que sepa dominar las sutilezas de la Goetia, Malphas es un demonio que puede ser invocado. Su cabeza es la de una urraca, pero también su intelecto. Se inclina por los acertijos, las ciencias y la teoría arquitectónica, en especial la que tiene que ver con torres de vigilancias y fortificaciones militares, asuntos que el hechicero hará bien en tener en cuenta si desea una conversación fructífera. Por otro lado, según algunos círculos católicos, cuando Cristo agonizaba en el Gólgota recibió consuelo de todas las aves del mundo. Todas, menos la urraca, por lo que se la maldijo para siempre. Al igual como ocurre con su primo el cuervo grande, Corvus corax, una bandada de ellas, en inglés, se conoce como murder. Asesinato, para nosotros. A murder of crows. A murder of magpies. Será porque gustaban de picotear los cadáveres que la Peste dejaba a su paso en aquellos años; por su afición a posarse sobre los cuerpos de los ahorcados que colgaban en los bosques; por saborear los ojos de los herejes quebrados en la rueda al otro lado de las murallas. O puede ser únicamente por esa vocecilla suya que, al igual como ocurre con los cisnes, parece fuera de sitio en una criatura por lo demás tan atractiva. «Cai, cai, cai».
Las circunstancias y sus costumbres han llevado a tener esta imagen maldita entre los occidentales. Pero mucho de eso es mera falsedad. Aunque es verdad que roba los huevos y crías de otras aves, pues su paladar no discrimina, el pillaje de alhajas, monedas, cascabeles y cualquier otra cosa que brille es una invención de Rossini, a quien le pareció sensato hacer de ella una delincuente en su ópera La gazza ladra. A diferencia del pájaro pergolero, del que se conoce bien su gusto por hurtar curiosidades exóticas con que decorar sus nidos, ni un solo estudio ha encontrado una relación entre la desaparición de joyas y la presencia de urracas.
Su conducta no deja de causarme asombro y curiosidad. Lo segundo que me pareció de interés, luego de conocerla, fue la soltura con la que se conduce. Le gusta vivir en parques y jardines, en las periferias de pueblos y ciudades, en lugares por los que se mueve como una señora de feudo o como fantasma que se sabe habitante de una hermosa mansión. No teme acercarse a un grupo de gente para inspeccionar lo que ocurre, dispuesta a tomar para ella cualquier alimento que no esté bajo la vigilancia más escrupulosa. Por otra parte, levanta el vuelo en cuanto un hombre latoso o una mujer entrometida se le acercan para incomodarle. Los únicos niños a los que parece apreciar son los propios. Una puesta común varía entre los cuatro y los siete huevos, y cada uno de los polluelos será protegido por sus padres hasta que sean capaces de volar.
Que de su inteligencia no quede duda. Tampoco de una sofisticación mental que no se encuentra en otras aves. Al igual que los humanos y algunos mamíferos, se reconoce en el espejo, o al menos esa ha sido la conclusión a la que llegaron el Dr. Helmut Prior y su equipo en la Universidad Goethe, en Frankfort, tras una serie de experimentos que debieron ser una delicia para los científicos, pero un calvario para el animal. Aunque no es tan brillante como los cuervos americanos y de Nueva Caledonia, grandes fabricantes de herramientas, es una de las más geniales de entre los córvidos. Es curiosa. Le interesan los sabores misteriosos, pues se lleva al pico todo alimento nuevo que se encuentra. Son excelentes comunicadoras; avisan del peligro cuando notan a lo lejos a uno de sus peores depredadores, el azor, y se preparan para el combate de ser necesario. También llaman a sus compañeras cuando se encuentran con el cadáver fresco de algún conejo, liebre o zorro. Hacen revuelta, tiran graznidos por el aire, «cai, cai, cai». Se dejan escuchar por toda clase de carniceros y carroñeros que den inicio al banquete, como buitres y alimoches, pues sus picos no tienen la fuerza necesaria para hacer incisiones en la piel del animal. Una vez pelados los huesos, ocultan el excedente de comida en contenedores que solo ellas conocen.
«Cai, cai, cai», se escucha en grandes extensiones donde los árboles no son tan tupidos. «Cai, cai, cai», se hace presente en propiedades en las que la actividad humana es frecuente, pues la urraca sabe que ahí encontrará alimentos. «Cai, cai, cai», es lo que cantan quienes se entrenan para hacerla presente según su voluntad, un proceso por lo demás exigente, ya que, como el nigromante que invoca a Malphas, llamar a una urraca es un ejercicio que desgasta al cuerpo y la mente. Y eso es, en parte, porque la diferencia entre la laringe humana y la siringe aviar va más allá de su posición anatómica: la primera, sobre la abertura de la tráquea; la segunda, poco antes de la bifurcación de los pulmones. Una con cuerdas vocales, la otra carente de ellas. Son instrumentos de viento con alcances diferentes, y la música que una produce es complicada para la otra. Ya desde tiempos muy lejanos se sabe de algunas personas que lograron domesticar urracas como mascotas de compañía, pero la manera de emular sus llamadas, para muchos, es solo posible por medio de trucos y ayudas mecánicas.
No es un secreto, pero lo pongo por escrito: desde la primera vez que la vi en el cielo, he imaginado tener a una de ellas como mascota. No como uno de esos pajarillos infelices que pasan sus vidas dentro de una jaula, práctica de bárbaros donde las hay, sino como una que vuela libre por donde quiere y regresa a casa para descansar, picar fruta y pasar el rato. Mis dotes como encantador de animales nunca han sido una fortaleza, más bien, son inexistentes, y soy demasiado consciente del ridículo propio para atreverme a llamar «cai, cai, cai», en cada ocasión que una urraca se cruza mi camino, incluso si no hay alguien quien me pueda escuchar.
Ocurrió entonces que, poco antes del peor momento de la actual crisis sanitaria, solo días previos a que nos pareciera mejor quedarnos sin salir de casa, encontré un silbato de urraca en una tienda que se especializa en todo lo que tenga que ver con la naturaleza. Parece un clarinete diminuto, construido de madera parda alrededor de una recámara de aluminio, con instrucciones de uso escritas en polaco y francés. El primero, un idioma del que lo desconozco todo. La segunda, una lengua que desperdicié la oportunidad de aprender. Nada de lo cual, debe decirse, fue impedimento para jugar con el silbato y practicar mi «cai, cai, cai».
Pues practicarlo se debe. Las ayudas mecánicas para imitar las voces de las aves están ahí para eso. Para ayudar. Pero depende de los interesados sacar el mayor provecho de las herramientas y moldear sus esfuerzos de acuerdo con el estudio detallado de la voz que se desea emular. «Cai, cai, cai», es una simplificación vulgar. Áspera como se escucha, el habla de la urraca tiene tantas sutilezas y tonos como cualquier voz humana. Encerrado por meses en casa, con una única ventana cuya vista no fomenta demasiado la inspiración, pasé largo rato intentando imitar semejante canto con la esperanza, el anhelo más bien, de que cruzara por ahí una urraca curiosa. Pasaron mirlos y gaviotas, colirrojos y petirrojos, carboneros y herrerillos, incluso uno capuchino. Se asomaron palomas turcas y torcaces, y algunos gorriones, pero ni siquiera la sombra de una urraca.
Mis intentos por duplicar su llamado fueron pobres, muy penosos. Me pareció incluso haberlas ahuyentado con esos alaridos. Pero lo cierto es que no escuché a una sola de ellas en el silencio que, por esos días, llenó a las calles. ¿En dónde se habían metido? Incluso las demás aves no eran del todo numerosas, y aunque sus cantos pudieron disfrutarse en esos meses de encierro, no se trató de ninguna sinfonía maravillosa. Al silencio de la civilización se le sumó el susurro de los pájaros. Más fácil que mandar llamar a una urraca hubiera sido invocar a Malphas para charlar sobre lo sacro y lo demoníaco, sobre acertijos y arquitectura.
Si los datos de SEO/BirdLife, la ONG que se encarga de velar por las aves de España, son correctos, poco más de la mitad de las especies peninsulares sufren una disminución en sus números. 22 de ellas están en peligro de extinguirse, y tan solo siete cuentan con una estrategia de conservación. Entre ellas el quebrantahuesos, el más imperial de los buitres, y el urogallo cantábrico, orgulloso y combativo, pero no por eso exento a desaparecer para siempre. La buena urraca no parece estar en semejante abismo, pero no está de más apuntar que tarde o temprano terminará cayendo por ahí. Su adaptabilidad le ayuda a vivir en entornos cada vez más urbanizados, pero la devastación a mediano y largo plazo que causan la industria de la construcción y la agricultura masiva, entre otras, no solo terminará por afectar su equilibrio vital, sino a toda la red biológica del planeta.
Es muy posible que a nadie de los que estamos aquí nos toque verlo, pero qué mundo tan distinto será ese en el que tendrá que vivir la más lejana de nuestra descendencia. No solo tecnificado a niveles obscenos, sino empobrecido del llamado de aves, insectos, cetáceos, y toda otra forma de vida silvestre, con bosques semitalados y mares cubiertos por una pátina de plástico, empobrecido, en verdad, de los pequeños y grandes detalles que hacen más interesante la experiencia humana aquí abajo, al otro lado del Pleroma.
De paseo por los montes que rodean esta ciudad, se escucha aún el «cai, cai, cai», de la urraca. Ahora que es posible, me gusta practicar su llamada con el pequeño clarinete, aunque cuido que no haya nadie observando. No debería importarme, pero las malas costumbres difícilmente desaparecen. Tanto al nivel del individuo como de las sociedades. En las raras ocasiones en que así ocurre, por desgracia, ya es un poco tarde.