La vida es tiempo, y en ella no se puede volver porque el tiempo es unidireccional. Tampoco se puede retornar en una eventual eternidad, porque en ella el tiempo no tendría sentido y sin él, no existe pasado al cual volver.
Mientras vivimos, el volver no es posible. Y la consciencia siempre tomó nota de esa imposibilidad. No solo por el hecho de su orientación desde el nacer al vivir y morir, sino por la angustia que pueden producir los recuerdos ya inasibles: la vida como un fenómeno de pérdida inevitable. Toneladas y toneladas de carne muerta vomitadas por la vida, segundo tras segundo en todo el planeta: vivir para poder morir... un dilema absurdo que reclama una salida de orden superior.
Así como Dédalo, para poder abandonar el laberinto de Creta, optó por salir volando, la salida de esta condena a muerte ligada a la biología y a las leyes fisicoquímicas, debía ser inevitablemente mágica. Y así aparecieron diversos recursos para eludir la muerte. Todos estos mecanismos apuntan a instancias superiores donde, efectivamente, la vida sigue creciendo y no muere... allí donde la vida es un sistema integrado al planeta y al cosmos: los dioses, los encantamientos, las artes, el amor... incluso los ecosistemas con su devenir caótico, pero nunca desordenado, tienen una esencia mágica. Todos ellos son recursos conceptuales que dan consuelo a través de una inmortalidad que prescinde del individuo.
Esta comunidad de medios, como es de suponer, transcurre allende lo que la ciencia y sus métodos pueden abordar. Cuando Polonio monologa en Hamlet -acto 2º, escena 7ª-, reconoce más allá de la evidente insania, la presencia de un orden superior: Though this be madnes, yet there is method in’t: Tras el disparate y la locura hay método, sistema, proyecto. Así, en la sustancia de la vida, encontramos conflictos entre morales diferentes -tragedia renacentista- o entre destinos y voluntades -tragedia clásica entre dioses y hombres-. Y en ambos modelos adivinamos que lo trágico que enluta el vivir del hombre encuentra, sea en la voluntad de los dioses o en el triunfo de voluntades o destinos, una salida que trasciende al conflicto mismo.
En efecto: el mundo puede sernos caótico y arbitrario, pero una vez elevados más allá de nuestra identidad, se torna siempre maleable y, aunque no armonice con nuestros deseos egóticos, comienza a eliminar conflictos, tragedias internas, abriéndose a una evolución natural, espontánea. En una obra de arte, por ejemplo, la realidad fluye en dos direcciones: hacia la abstracción, donde encontrará una atmósfera abierta a más y más armonía, o hacia la puntualidad del individuo donde finalmente se topará con el gusto individual. Pero aún en el gusto reconocemos armonía universal. En la obra artística -el «recurso mnémico» de Croce para llegar al arte, no encontraremos luchas entre destinos y voluntades o entre morales diferentes. El arte se reduce a su propia naturaleza y comienza a transitar el camino al Todo despojado de tragedias. Traduce lo total existente al lenguaje que en nuestra «puntualidad» podemos alcanzar a entender, y vemos que en la medida en que nos dejamos «arrebatar» por la estética, nuestras «tragedias» se van desvaneciendo... Pero ¿hay algo más allá, más arriba, más abstracto que la estética del arte? Debe haberlo, si buscamos un camino hacia el Todo.
Cuando hablamos de «el Todo», hacemos referencia a algo intuible y no de algo cognoscible por la razón o los sentidos. Nuestra «comunidad de ciencia» -nuestra con/ciencia- es necesariamente comunicacional, ecológica, buscando la unidad del conocimiento, de esa «ciencia», porque no la tiene.
Alguna vez pensamos que la ciencia podía abarcar la totalidad de lo existente y nos atrevimos a ayuntar las palabras «Ciencia» y «Verdad». Hoy ya eso no es posible... aunque sobrevivan científicos ingenuos que siguen creyendo que la realidad de ese Todo puede embarcarse en la nave de sus argumentaciones. Siempre nos quedarán más cosas ignoradas aun cuando elaboremos atajos para evitar el detalle y tratar de explicarlo todo... pero ¿a dónde iría la explicación de «el todo explicado» si no es al Todo mismo, modificando al Todo en una nueva realidad nuevamente inexplicada? El arte no tiene esta clase de problemas porque su estética, como el Árbol Sefirótico de la Cábala, arraiga en el Cielo ilimitado y no en las honduras del ego, donde todo se reduce a un punto intrascendente.
Más allá del arte, finalmente, encontramos al símbolo, que tampoco tiene los problemas de la limitación científica por más que exista infinidad de definiciones que traten de abordar la simbólica humana. La razón sigue siendo la misma: el límite de comprensión de la conciencia. El símbolo es inasible. Puede ser visto como una fuerza expresiva de toda la Naturaleza que atraviesa lo humano y que, a su través, genera las formas que todos conocemos como símbolos. Sin embargo, es inasible para la conciencia porque su referente último e inicial es esa totalidad a la que no podemos acceder. No obstante, si bien declina en su fuerza expresiva al presentársenos con una forma y una intención dadas, lo que el Todo hace por nosotros -porque, de últimas, formamos parte de su existencia- es darnos la oportunidad de intuir el significado de esa existencia absoluta que nos incumbe. El Todo, a través de la ilusión del ego, nos hace ver quiénes en realidad somos: ilusiones, fantasmas, muertos que todavía vivimos.
En nosotros surge el conflicto entre morales y voluntades humanas o divinas, sin entender que esos conflictos son símbolos de nuestra integración a la dinámica del Todo que nos genera, nos sustenta y recibe en su seno absoluto. El yo es un accidente intrascendente en sí, pero que le da a lo simbólico forma y contenido. Su mismidad aparece en nuestra relatividad a través de los diferentes símbolos y es a nuestro través que el Todo adquiere sentido para sí mismo. Pero, ¿es el símbolo un símbolo para sí?; ¿forma una realidad aparte -simbólica- a la cual accedemos como una gracia? No, el Todo -el Universo y nosotros incluidos- adquiere la forma de símbolo tras atravesar nuestra conciencia. Y así, el símbolo pasa a ser la evidencia de nuestra existencia en el conjunto: el Todo se «corporiza» a nuestro través, en el enjambre inacabable de lo simbólico como un evangelio. Y nos hace ver la sombra que en la totalidad proyecta la parodia de nuestro accidente egótico. Y lo que el símbolo acaba por revelarnos en esa sombra, es que nuestro yo es impotente porque no es una cosa, es apenas una peripecia del Todo.
El yo se vuelve problemático cuando cree existir, esto es: cuando cree que es un vértice que define la realidad. Lo simbólico revela más nuestro paso fugaz por lo existente antes que nuestra existencia; somos, antes, existidos por el Todo que existentes nosotros en él. La realidad del símbolo aflora tras el filtro de una conciencia que se reconstruye a cada paso en el holon de Platón, una totalidad que relata lo humano. Símbolo: movimiento de unidad. La unidad humana desde la sombra del símbolo no tiene lenguaje propio, solo «da que pensar» como diría Paul Ricoeur; un pensar alingüístico, alógico. Un pensamiento que nunca puede ser enunciado porque no puede ser razonado, sino solo sentido. No se puede contradecir porque el símbolo no dice: es la sombra del conflicto moral y el drama ecológico del ser humano.
Sabemos que, tras el símbolo, late un Universo completo que está oculto a la sombra de lo humano: no podemos ser ni ver el Todo porque el holon requiere que la parte sea el Todo. Que exista una procronía en el devenir del holon, que la parte preanuncie y a la vez recuerde el Todo.
El ser humano será solo y siempre una parte en la medida en que su yo sea su eje de conducta: la sombra -el símbolo- se lo avisa, muestra y esconde. Nos muestra que el Todo está allí, funcionando hasta en nuestra existencia, pero oculta su trascendencia. Es una mera relación parte/todo: la parte no puede conocer el Todo al que pertenece, pero también es un mensaje de optimismo, el Todo está tras nosotros y a nuestro alrededor, a la vez que esperándonos. ¿El Todo del que hablamos es Dios? No. Una divinidad requiere de otras herramientas psíquicas racionales y afectivas. Un Dios explica, un símbolo no: le resulta refractario el problema de lo implícito y lo explícito, porque él -lo dijimos- exhibe y oculta. Cuando más parece explicarnos es cuando más misterioso deviene. Mientras lo divinal nos explica génesis y escatología del Universo, el símbolo se está allí: quieto, mudo, latente, vibrando entre significados que no se resuelven. No nos llama. Si no aprendemos a verlo, no lo vemos. Incluso no nos hace falta... especialmente si creemos en nuestra capacidad de conocer lo verdadero. Pero si no tenemos esa creencia, si el ego no nos fija, el descubrirlo nos disloca. Posee estética, pero no es arte. Habla pero no dice. El símbolo, antes bien, silencia. Invoca, convoca y evoca silencio mental -espiritual-. Contra lo diabólico -el movimiento que dispersa- se opone lo simbólico que integra, y es por eso que las distintas formas religiosas tanto lo necesitan, para que las miradas se aúnen en el símbolo y busquen el aprisco contra el frío impersonal del Universo. Así como el Hombre antiguo se refugiaba del abismo nocturno en la fogata y del abismo estelado a través de las constelaciones. El símbolo nos salva de la gravedad, de la caída y del nacimiento que implica muerte.
Polonio reconoce método en la pretendida locura del Príncipe: el Todo está por encima de la parte y la libra de carne -la virtual muerte- de Shylock es el precio que se cobra el Todo por el don de la autopercepción y la conciencia... tal negocio cósmico de un judío. Que el yo se disuelva en el símbolo y así alcance al tú, ya que «el otro» es nuestro primer paso hacia «lo otro». El símbolo hace que la multiplicidad de nuestros egos quede bajo la comprensión del mensaje único del amor entre los seres humanos: de lo diabólico a lo simbólico.
Volver al símbolo es regresar a la unidad de espíritu, aunque tal unidad está muy lejos de la vida cotidiana que vemos en el hombre moderno: le falta una religiosidad vívida, plena de andamiajes simbólicos, y le falta una perspectiva respetuosa del entorno que lo convierta en un altar a la belleza de la armonía cósmica. Se trata de objetivos distantes... Pero quizás, esté en la individualidad liberada de egotismo la respuesta para volver la mirada al símbolo. Entender de nuevo qué mensajes nos callan en su murmurar la cruz, la falce lunar, la estrella de seis puntas y tantas otras formas simbólicas que nos rodean desde siempre. Se necesita mucho del aislamiento: ser uno. Necesitar el dos para querer ser uno.
Tal es el «razonamiento» simbólico que necesita recuperar el Hombre, junto al amor en todas sus formas -que no de otra cosa se trata-, deba ser la argamasa definitiva para salvar al hombre de su propia sombra; para despertar del sueño que el cosmos sueña en nosotros. Un sueño de fragmentos siempre agonizantes que forzamos a nuestra imagen y semejanza y que llamamos «realidad», «objetividad» o «yo», y que el símbolo enseña a dejarlos ir y fluir hacia lo Total... tal como hará la Muerte conmigo, cuando cese esta vana tormenta de impulsos electroquímicos que hoy soy.