Se puede ser conservador en un país en que la mayoría de sus habitantes no tiene pasado y, por ende, nada que conservar. Se puede buscar o pretender la paz sin diálogo. Paz entendida como proceso, inclusiva y transparente; no esa paz estática, tantas veces evocada y con reminiscencias de cementerio o, peor aún, elogiar un orden o disciplina de regimiento, donde uno manda y el resto obedece ciegamente, sin otra opción que bajar la cabeza y subordinarse a imperativos arbitrarios, que favorecen a pocos y excluyen al resto, usando el miedo como arma de persuasión.
Detrás de ciertas afirmaciones encontramos una rigidez mental que considera la sociedad como una réplica del ejército. Es interesante seguir la lógica de los exponentes de la extrema derecha en Chile y describir la visión de sociedad que sustentan y/o imaginan. Es incuestionable que el concepto de inclusión social para ellos no existe y que cuando dicen meritocracia entienden favoritismo. Observándolos, por fortuna desde lejos, concluyo que el país padece de un déficit crónico y endémico de civilidad cultural y que la tragedia que se vive es en parte el resultado de una derecha anacrónica e incapaz de reconocer su propia estrechez mental, lo que se manifiesta inconsciente y claramente en su lenguaje. Sí, he escrito déficit cultural y esta actitud dominante tiene sus raíces en el latifundio. Un sistema social de subordinación completa que era preponderante unos siglos atrás.
Desgraciadamente la izquierda también tiene sus grandes limitaciones. Sobre todo, aquellos sectores que no han sabido superar la invalidez de teorías del pasado como el marxismo. Chile es uno de los pocos países en el mundo, donde todavía existe un partido comunista, donde aún se cita a Lenin. Un partido que se funda en la aberración de someter la realidad económica y social a modelos que surgieron hace dos siglos.
La izquierda debe aceptar que el mundo no está dividido en buenos y malos, que los conflictos sociales no son el resultado de un antagonismo insuperable, que solo puede ser eliminado por una «revolución», que conceptualmente es una metáfora que indica la ocupación del poder estatal para imponer un régimen que ya conocemos. La Unión Soviética fue un fracaso que costo millones de vidas. China es una autocracia que limita la libertad individual a una sumisión total. Cuba, Nicaragua y Venezuela son caricaturas de dictaduras, que han impuesto la miseria en el más amplio sentido de la palabra, donde para sobrevivir hay que huir.
Las elecciones en Chile darán un resultado que es de antemano un fracaso. Los vencederos serán o una derecha extrema o una izquierda obsoleta. Ante este peligro, que pondrá fin a una débil democracia, solo podemos decir que la política entendida como guerra tiene exclusivamente una salida, la destruición que es también autodestrucción. Si no existe diálogo, si no se busca el consenso, si no se piensa a medio y largo plazo con políticas incluyentes y de participación, se echa todo a las llamas del peor de los infiernos.
Siendo así, hay que dar un paso atrás y pensar en proyectos de desarrollo político, social, cultural, ambiental, educacional y de sociedad a proponer. Hay que hablar de valores, de compromisos y objetivos prácticos. Hay que poner sobre la mesa los derechos humanos, las libertades civiles, las instituciones y la justicia en el más amplio sentido del concepto. Hay que tener el coraje de imaginar una sociedad plural, abierta, que proteja sus minorías y cree espacio para la innovación, nuevas ideas y un futuro mejor. Hay que volver con realismo a las utopías.
El déficit que evidencia estas elecciones y la historia misma del país es cultural, mental y también de lenguaje. Chile tendrá que dejar de ser Chile para volver a serlo. A fuerza de evocar una aparente contradicción, el país está por votar la muerte de la democracia.