¿Es el Universo una unidad o es fragmentario? Escribió Yeats: «Nothing can be sole or whole/that has not be rent». Nada puede estar íntegro o entero/sino ha estado roto. Sentimos la ruptura, la grieta, el quiebre de nuestra psique... especialmente ante la tentación o el miedo. Lo buscaba Cristo: «También tengo otras ovejas que no son de este redil (...) oirán mi voz; y habrá un rebaño y un pastor». Tal nuestro combate esencial como humanos: la lucha por la unidad; y la lucha es posible porque vivimos de y en la fragmentación... y ella es violencia. Habremos de romper si queremos conciliar. Allí está la grieta que impera en la lucha por la unidad.
La Maia hinduista: la ilusión que está en la grieta; en el espacio entre astilla y astilla. Y la Maia que no nos deja ver lo real es también la María: la que al parir (partir), condena a morir porque partir es morir. María, la que se partió para poder ser íntegra. Parió a un hombre de génesis divinal (un dios-unidad) y lo hizo en el rift del Jordán (rift: grieta). El rift del Jordán: la grieta más honda del mundo, para asegurarse de que, al ser bautizado, hundido en el agua, fuera la persona que más abajo estuviera en todo el planeta. María -la Maia judía-, introdujo así la bajeza del conocimiento como forma lícita de violencia; ella, la que «no conoció varón», introdujo la sombra de lo que se arrastra: la sombra de la serpiente, nada más abajo. Virgen: virere (verde) / viridior: reverdecer; virgen de la raíz Vir, y de Vir, virilidad y virtud: los que se complementan.
La integridad descompuesta desde adentro: el hijo-pene. En el verdor del jardín, la virilidad destructiva -fálica- del Árbol del Conocimiento... ese eje entre el cielo y la tierra por el cual desciende Satanás, y por quien la virgen Eva (la verde en su jardín) dejará de serlo a manos de Adán (el rojo). La Maia judía -María- introdujo la ruptura para con Dios: el fragmento ilusorio de la grieta tras la cual ansiamos reencontrarnos con el Narciso que llevó adelante el «Conócete a ti mismo» en un espejo íntegro e irrompible. Narciso frente al blando espejo del agua. Yeats: si el espejo no se puede romper, nunca se alcanzará la integridad. El agua, la irrompible. El adivino Tiresias nos ciega a lo interior: cuando Liríope le pregunta si su hijo Narciso tendrá larga vida, Tiresias responde que sí, pero «solo si no llega a conocerse a sí mismo». Así, el espejo de agua lo retendrá para siempre. Los espejos de cristal se rompen, los de metal se oxidan: «¿Para qué pules tanto tu escudo?» - «Para que lo último que vea mi enemigo sea su muerte...». Pero se unificarán los cuerpos deshechos con el Cristo que cayó en pedazos tras la caída de Adán. Tras esta fragmentación, la reunificación en el Cristo y así, la deificación a través del Cristo: seremos dioses, tal como dijo la serpiente, la una. «No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada» (Mateo 10:34). El dios del fragmento es el que trae la muerte para vencerla. La serpiente y el Cristo trajeron la vida, la muerte y su conflicto. La muerte: la unidad del uno...el uno de la unidad. No es el uróvoro, la serpiente que devora su cola: es la serpiente que desciende de lo metafísico a lo físico: extremos irreconciliables, como empuñadura y punta de espada.
Y en la fragmentación está la muerte. No en los fragmentos, sino en las grietas que viajan anárquicas entre ellos. Es la nada de la grieta sinónimo de la muerte. Allí donde la conciencia entra en el peligro de la nada, hace su entrada la presencia de la muerte. Los espejos rotos, la fragmentación, la grieta, el conocimiento; en definitiva: la herida, y específicamente, la herida de Rumi: aquella por donde nos entra la luz, o por donde sale: la de la mujer que da a luz. La luz del dios invisible, ver para creer pero no para saber.
Vemos a la divinidad tras el caleidoscopio de los cristales rotos y de esa multiplicidad nace la confusión, la indeterminación; el individuo reclama origen: el suyo. El del Narciso enceguecido que lleva dentro. Oye voces, tropieza con las palabras de la verdad porque la tiniebla de la grieta no las entiende. El cristal fragmentado de la mente hace de la verdad del reflejo un escándalo: «Anoche soñé con una mujer desnuda que no era mi madre...». La verdad circula por debajo de la conciencia: el error es lo cierto, la serpiente nos prometió la divinidad, y en la unidad de la una -de la serpiente- está el dios: «Yo soy el que soy». En la espada crística, la unidad divinal prometida. Poesía y error buscándose en la metáfora. La metáfora: el error que nos libera de la verdad e inicia el camino de la muerte que nos libera de la vida. Y porque la muerte no es ni mentira ni es verdad, es que nos espanta. ¡Y es como metáfora de la vida, que la muerte se parece tanto a la poesía! Es la serpiente que vincula, tras los cristales rotos del espejo, las verdades que la vida esconde, porque las verdades rompen, son violentas.
La muerte es un pájaro que vuela sin control -como lo poético-, espantado por la violencia de la verdad: el lapsus linguae. El ejemplo del niño pequeñito de Jules Lequier que duda en arrancar la hoja de un árbol. Es la primera vez que siente en sí la fractura de la opción. Duda, hasta que decide arrancarla. Pero tras el tirón, vuela un pájaro asustado a quien pronto un gavilán atrapa y mata. El niño del ejemplo (texto traducido como La hoja de carpe - La feuille de charmille-) descubre en sí mismo la grieta del libre albedrío. Empezaba a ser él y comenzaba la lacaniana locura de «creerse yo», que dispara el peligro de la libertad: en ella yace la conciencia indefinible de la muerte, su imprecisa certeza.
Del silencio de la Virgen nace el Verbo que no miente, que anticipa, acepta y acelera la verdad de su muerte, pero que tampoco dice la verdad directa, sino por parábolas. Vivir será contar historias, no decir verdades. Lo literal está vendido y prefigurado. La parábola debe ser, en cambio, aceptada y majada con mansedumbre ovina. La parábola se ofrece a las ovejas a las que hay que ir a buscar. Comunicaciones incomunicadas en el decir, pero establecidas en la parábola, ir por los pensamientos perdidos: «Allez, allez!, ¡Alegría! ¡Vamos, vamos!», que en el «ir» esta la alegría. Parábolas que encauzan proyectos psíquicos, corrientes mentales latentes en la consciencia pero que se activan del mismo modo en que la poesía -la mentira orgánica- activa la verdad que el lector había reprimido, hasta que elige arrancar la hoja del árbol y libera a la Muerte.
La palabra dicha es dichosa: se pasea lejos del quiebre entre fragmentos... Es Vida: despierta nuestra totalidad y reconstruye nuestra dispersión en la integración deificada. El espejo imposible de romper del agua de Narciso, que clausuraba nuestro autoconocimiento, nos da el saber y la muerte. Cristo muere en el agua y de ella resucita. Vence al espejo irrompible de Narciso saliendo de él. Juan, el que bautizaba, hundía los rostros en el espejo del agua para que fueran reflejos en el mundo de los vivos. Bautizar es matar para revivir la imagen del Cristo/Narciso. El reflejo abandona el espejo del agua y regresa al rostro original: al del Adán de cada uno, venciendo así la maldición de Tiresias. La muerte: reintegración desde la fractura, como decía Yeats.
El renacimiento del agua antes de la muerte nos salva del morir. Nos rescatamos de nuestra versión dispersa y nos reincorporamos al discurso alienado del símbolo, de la metáfora, de la poesía. Nuestras ataduras intelectuales, objetivas, realistas, son depositadas en la vastedad de lo posible y a su deriva cósmica son abandonadas. Por su lado, la muerte es una realidad que nos espera, y nos incumbe: la muerte nos condiciona para que el vivir sea deseo de vivir. Deseo que muchas veces cancela la pregunta: ¿para qué? El vivir humano se parece a una coctelera biológica de conflictos neuróticos y psicóticos motorizados, en última instancia, por el amor: «Decirle a alguien te amo, es decirle no morirás» (Gabriel Marcel), aun cuando sepamos que esto nunca será así: la batalla del amor y la vida encuentra su aparente victoria en la aparente derrota de la muerte, porque entre la petite mort del orgasmo y la grande mort del final, se vive la parafernalia de albardanes de la vitalidad.
Vivir es habitar un orden en peligro que vive del peligro. Una razón en conflicto, que vive del conflicto. Una necesidad de la sinrazón que vive de creaciones insólitas. Por eso la lógica es el espasmo inútil, el estertor final del pensamiento frente a una vida que vive de la novedad, del peligro, del conflicto y de las creaciones insólitas.
Y así, el ser del hombre extraído de la gravedad del barro, asciende a trompicones contra la calma circundante. Es un bulto de entusiasta lodo que se sacude en espasmos impredecibles hacia las estrellas indiferentes a su sufrir... y de nuevo: sufrir, vivir ¿para qué? Nada en el Universo parece necesitar la complejidad inabordable de la materia viva, y ahora, encima, hay que sumarle el miedo a morir, a abandonar el Ser. Nada en el Universo aparece necesitándonos, ni en nuestros deseos ni en nuestros miedos.
Descubrir la libertad que permite la llegada de la muerte a nuestra consciencia, cuando espejos rotos o irrompibles devuelven una verdad mezquinada, es descubrir que ni aun la fe nos acomoda frente al deseo de seguir viviendo y el temor presente y activo a la muerte. ¿Será que la calma circundante en la que nos debatimos, es el verdadero sentido de todo y que la Vida es solo el cuento absurdo, ruidoso y contado por un idiota que mentaba Shakespeare en Macbeth? ¿Será esa vida algo sin tragedia ni trascendencia y que termina no sirviendo para nada? ¿Será que la Muerte, el no ser, es el regreso al territorio de lo cósmico esencial y que la Vida no fue más que una accidentada y molesta interrupción de esa calma?
Tengo miedo a morir y eso me acerca a lo Humano... como cuando nos acercó como tribu el trueno nocturno en la caverna paleolítica. Queremos vivir y sabemos que la vida tiene, para poder seguir siéndolo, que desvanecerse algún día... Y ni la plena conciencia de Libertad, Verdad o Amor como leyes superiores podrán librarnos de querer lo imposible: seguir viviendo y no sentir miedo cuando la Muerte llama. Sea un accidente del Ser, importante solo para sí mismo, o el sentido final de toda la evolución, la vida nos reclama ese pago por la involuntaria y extraña osadía de haber vivido... y estamos obligados por las condiciones del acreedor mismo, a saldar la insólita deuda que, sin haberla buscado, hemos adquirido.
Lo que sabemos es que la Vida no muere. Que mueren las plantas, los animales y las personas, una por una, pero no la Vida: la Vida no muere. Vive la Tierra en su materia que se hizo vida, y vive el Universo que contiene ese mundo que vive... y la Tierra -quien esto escribe- no está sola en su muerte diaria, ya que en la árida casa del Universo muchas moradas hay.