Nuestro cuerpo recuerda, pero, como todo recuerdo, está sujeto a una memoria maleable. El funcionamiento de la memoria ha sido siempre algo de gran interés para la neurociencia. Saber cómo se almacena la experiencia y la información resulta muy conveniente para quienes trabajamos con personas cuyos problemas tienen frecuentemente que ver con la memoria, con los recuerdos, con la mente, pero también, como trataré de exponer a continuación, con cómo impactan algunos de los eventos y experiencias emocionales, muchas veces con evidencia de trauma, en nuestro cuerpo.
Somatizando recuerdos
Que el hipocampo orquesta una verdadera recreación de las situaciones pasadas es un hecho científicamente demostrable. El cerebro se lo pasa bien recreando vivencias que, contrariamente a lo que podría parecer o se podría creer, no obedecen a un registro fiel de lo acaecido en su momento. Para hilvanar nuestros recuerdos, tomamos de aquí y de allá, del córtex visual y del auditivo, así como de las áreas gustativas y olfativas, o de otras distintas experiencias corporales. El carácter infiel de nuestra memoria se debe a que, los recuerdos creados, completados e incluso inventados, son potencialmente influenciados por las emociones. De ahí la diferencia con una simple grabadora de datos.
Pero, nuestra memoria es también nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción y nuestros sentimientos. La memoria, tiene una relación bidireccional con las emociones que provoca que los eventos emocionales se recuerden mejor que aquellos neutros y, en consecuencia, también son más fáciles de somatizar. Un suceso traumático durante la infancia se recuerda con mayor intensidad y presencia sintomática. En la práctica terapéutica de la somática, como conjunto de prácticas diseñadas para ayudar a las personas a coordinar sus respuestas emocionales, físicas e intelectuales, descubrimos cómo el cuerpo recuerda el trauma y los abusos. En medicina psicosomática, como no podría ser de otra manera, nos tomamos muy en serio la filosofía que hace hincapié en la relación científica de los factores psicológicos, los fisiológicos en general y de los mecanismos en la patogenia.
Investigaciones recientes han venido a corroborar que nuestro mundo emocional se expande por todo el cuerpo. Nuestras emociones estimulan las 40,000 neuronas que se cobijan dentro de nuestro corazón y que hacen que este se comunique con el cerebro y el resto del cuerpo a través del ritmo cardíaco y sus variaciones. Esta transmisión de impulsos nerviosos influye en nuestra percepción de la realidad y, por ende, en nuestras reacciones a los eventos y a los recuerdos. El corazón tiene cerebro, asegura Annie Marquier en sus tesis sobre la conciencia. Algo similar diríamos de la influencia en la interacción mente con el cuerpo, de los 500 millones de neuronas que habitan en nuestros intestinos.
Personalmente, cuando comprendí que la mente también vive en el cuerpo y no solo en el cerebro, y que las emociones tienen una influencia directa sobre cómo reaccionamos físicamente, empecé a considerarme capaz de abordar las complejidades de las conexiones emocionales con las manifestaciones somáticas. Vivimos en un mundo, quizá, demasiado mental que parece tender a desconectarnos del cuerpo, donde el pensamiento lo situamos por encima del sentir; asunto que suele llevarnos a interpretaciones equivocadas de nuestra realidad y a errores de apreciación y también de ejecución en las intervenciones terapéuticas.
La idea es sintonizar con los diferentes ritmos del cuerpo y los roles que desempeñan en todo, desde la creación de emociones, las reacciones, hasta las decisiones y los compromisos. Si hay una doctrina compartida en neurociencia y en biología contemporánea, es que la plasticidad neuronal y orgánica, la idea de que los organismos cambian continuamente (aunque sea de forma sutil), y lo hacen a través de las relaciones con los entornos y las personas. En medicina psicosomática y en psicología de la salud, tomamos esta idea y la traducimos en prácticas concretas.
Ejemplos de la utilidad de entender la interrelación entre mente y cuerpo, los encontramos en las intervenciones psicológicas que realizamos en los traumas con «t» minúscula (humillaciones sufridas en la infancia, falsas acusaciones, abusos) que han dejado una herida mental y física que se perpetúa en el presente de la persona. Desde un punto de vista de terapia neurobiológica, a la integración de sensaciones, imágenes, sentimientos y pensamientos que comprenden el flujo de energía e información que define nuestra vida mental, se deben incorporar las sensaciones que incluyen las texturas no verbales generadas por el cuerpo: de la cara, de las extremidades, de los órganos internos, de los impulsos de actuar y de los movimientos reales. La idea central de la neurobiología es que la integración constituye la esencia del bienestar.
Pensar y sentir
Los pequeños (y los grandes, lógicamente) traumas afectan directamente a cómo nos relacionamos con las emociones. Si aprendemos a relacionarnos de una manera adaptada, sana con las experiencias que vivimos y con las emociones que contienen o producen esas experiencias, nos será mucho más fácil relacionarnos con nuestro presente, con nuestros recuerdos y nuestro pasado. Para ello, es necesario aprender algunos recursos que nos ayudan a entender que superar un trauma es posible, siempre que se sepa cómo.
Cuando comprendemos la profunda conexión que se produce entre la mente y el cuerpo, nos damos cuenta de cómo la mente, también, vive en el cuerpo y no solo en el cerebro. Porque, aunque nuestro cerebro sea el gran supervisor del resto del cuerpo y nuestra conciencia resida en él, no podemos vivir en un mundo demasiado mental donde el pensamiento está por encima de lo que sentimos, de lo que el cuerpo necesita decirnos.
Las emociones se comunican de una forma especial y la realidad es que tenemos verdaderos problemas para comunicarnos emocionalmente; no estamos acostumbrados. Y no prestamos atención a las sutiles señales de las emociones: un nudo en el estómago, un vacío en el corazón, falta de aire, dificultades para dormir, falta de apetito, fatiga, migrañas. Aunque cada uno siente las emociones a su manera; una emoción como la tristeza puede no presentarse a través de un pensamiento o de un recuerdo nostálgico, o como una percepción mental de pérdida o abandono, en ocasiones la tristeza aparece antes que en ningún otro sitio como un gran peso en el pecho, como un repentino corte de energía vital.
Puede que parezca difícil de comprender, o que lo difícil sea reconocer, que unos síntomas corporales son, en realidad, una manifestación de situaciones mentales; pero esto es tan así, como que a veces nos olvidamos de nosotros mismos, de conversar con nuestras sensaciones y descubrir cómo las emociones mal gestionadas, acumuladas en nosotros, que no encuentran su puerta de salida desde nuestro interior, provocan, finalmente, diversas heridas psicológicas, muchas de ellas traumáticas.
Cuerpo y trauma
En el caso de las personas que sufren algún tipo de trauma, la interacción entre mente y cuerpo tiende a mantener «vivo» el trauma del pasado, alterando el sentido de la identidad y perpetuando los trastornos asociados al trauma. El trauma es un hecho de la vida que habitualmente afecta considerablemente a todas las partes del cuerpo. El legado del trauma hace que las partes somáticas, endocrinas y motrices se activen a la más leve «provocación» de un recuerdo fragmentario de sus experiencias traumáticas, interfiriendo en el funcionamiento ejecutivo eficaz de la persona.
Con frecuencia el cuerpo parece saber lo que la mente ignora, en otras ocasiones ocurre al revés. En cualquier caso, las reacciones mentales desconcertantes y los síntomas sensoriomotrices narran la historia sin palabras del trauma. Quienes lo padecen lo saben y con frecuencia tienden a interpretar las reacciones corporales intrusivas en forma de imágenes, olores, dolor o constricciones físicas, entumecimiento e incapacidad para modular la activación fisiológica, como un defecto esencial de carácter o personalidad: «Jamás conseguiré superarlo». «Soy una persona débil». Se genera una creencia de inutilidad que se refleja por todo el cuerpo con diferentes síntomas o manifestaciones psicosomáticas, en la piel, en la respiración, en el pulso, en la libertad de movimientos.
Con el tiempo, al trauma no resuelto, se le aprende a responder dejando el cuerpo como congelado, como un conejo amenazado, con el miedo adoptando la forma de los músculos, que no son otra cosa que reacciones de huida y evitación. Es, hasta cierto punto, una reacción lógica ante las situaciones de rememoración (algunas terapias caen en esta trampa). Los intentos de procesar los incidentes traumáticos a través de describirlos con palabras o de descargar las emociones asociadas, pueden traer repentinamente el pasado al presente.
Los traumas presentan una complejidad y variedad sintomática que afectan tanto a la mente como al cuerpo y que resultan desconcertantes para los pacientes, y también para los terapeutas. Los traumas no resueltos generan déficits en la capacidad para integrar las experiencias, lo que abre el paso a la disociación: disociación de las funciones mentales, que suele manifestarse bajo la forma de emociones irrefrenables, dificultades de concentración, amnesia.
Los fragmentos no integrados de recuerdos traumáticos engullen, como lengua de lava (en estos días erupciona un volcán en mi amada isla de La Palma), todo el sistema de creencias de la persona, pero, también, la disociación incluye sensaciones corporales, movimientos de los diferentes sentidos, desregulación corporal, dolor, trastornos del movimiento.
No solo en el trauma, sino en cualquier otra afectación de la salud que ocurra en nuestras vidas (y con esto finalizo) se ha de tener muy en cuenta la interacción mente y cuerpo, y viceversa. Quizá solo es suficiente que se queden con la idea de que la mente no solo está en el cerebro, sino que también interacciona con nuestro cuerpo. Hoy ya no dudamos (casi nadie) de la cantidad de enlaces que se establecen entre el sistema nervioso y el sistema inmunológico. A partir de ahí, pueden hacerse una idea de la importancia de que, cuando nos ocurre un evento mental, valoremos sus repercusiones fisiológicas, y que actuemos, de la misma manera, cuando el evento sea al contrario.