El largo confinamiento parecía traernos un conjunto de propuestas bastante prometedoras en el ámbito del teatro. Ese tiempo de forzada reclusión, apenas interrumpido por ilusiones que parecían marcar el fin del mismo, ha sido el ideal de artistas que, en cualquier disciplina, ansiaban dar con el momento adecuado para aislarse y dar expresión a sueños y proyectos de toda índole.

Las palabras de Octavio Paz me recordaron una vez más esta labor, tan lenta como sensible, de cualquier hacedor: «La imaginación pone ante los ojos aquello que el deseo desea sin saber, exactamente, cuál es su forma y su nombre». Encontrar, pues, ese objeto en el campo del arte es una de las tareas más apasionantes de cuantas puedan existir en cualquier búsqueda. A veces, sin embargo, no bastan ni el talento ni las mejores condiciones de trabajo para revelar aquello que la imaginación indaga en las regiones más desconocidas de su propio lenguaje. Por desgracia, suele ocurrir que el más paciente y voluntarioso de los trabajos se estrelle contra la roca de lo indecible, y la imaginación, atascada en una zona de sombra hueca, fracasa estrepitosamente.

Tal parece el resultado de una tendencia que, primando la acción en detrimento de la emoción, privilegia el espectáculo y sacrifica la palabra en aras de una «modernidad» que, en teatro, no logra trascender sus propios límites para conseguir que el espectador —activo partícipe— encuentre en el terreno de su propia experiencia el hilo que anude en su alma ese trabajo de conjunto que, tanto director como intérpretes, ponen en escena ante un público que, en el caso de Aviñón, es tan culto como exigente. Modernidad entendida, claro está, como «una decisión, un deseo de no ser como los que nos antecedieron y un querer ser el comienzo de otro tiempo».1

Son las buenas intenciones que un director saliente —Olivier Py— ha dejado como estela de su trabajo y que otro metteur en scène, Tiago Rodrigues, portugués, antiguo director del Teatro Nacional de Lisboa, ha tomado como legado con el propósito de continuar el trabajo emprendido por el antiguo responsable del Festival de Aviñón.

Las buenas intenciones, no obstante, no sirven cuando el balance que han arrojado algunas de las obras más importantes del Festival In es francamente deficitario.

Así, por ejemplo, el trabajo dirigido por Tiago Rodrigues a nadie ha gustado y si Libération, el diario, le reprochaba a su última puesta en escena, La Cerisaie, una falta de élan o impulso vital, une manque d'eau de vie, el público aviñonés, en su inmensa mayoría, salió de la obra algo más que escaldado. No pocos comentarios descalificaron el trabajo de Isabelle Huppert como «invisible», es decir, sin relieve alguno, y el del grueso de los actores como el propio de un grupo de grandes profesionales que carecía de una dirección adecuada. Esa mirada del público, cierta y muy certera, no ha encontrado en esta obra sino mucho movimiento y poca o nula emoción. Y esto ocurre, precisamente, cuando el ansia de modernidad, es decir, el deseo de ser y encarnar «el comienzo de otro tiempo» no repara en algo que resulta, a la postre, esencial: que ese «otro tiempo» no reside tanto en las innovaciones técnicas y demás apoyaturas como en la fuerza de la palabra —«la voz antigua de la tierra», que dijera León Felipe en uno de sus más celebrados poemas.

La Cerisaie, pues, un texto que adquirió para Chéjov el valor propio de un testamento, precisaba, tanto en su puesta en escena como en su interpretación, de esa fuerza que liberase la voz antigua de una tierra que grita su desesperación ante la irresponsable acción del ser humano. Una oportunidad fallida, pues, para Tiago Rodrigues, un hombre de gran talento, pero que en esta ocasión ha errado el planteamiento y la resolución de su trabajo.

Si algunos trabajos, al recrear una cierta mirada, no obtienen el favor del público, o de la crítica, otros en cambio parecen encumbrarse por efecto de crítica y público, que, seducidos o adormilados por avíos difícilmente aceptables, componen un cuadro patético. Hablo, en concreto, de esa obra que tantos elogios ha recibido: Liebestod (El olor a sangre no se me quita de los ojos–Juan Belmonte), de la muy celebrada Angélica Liddell. Uno, francamente, se pregunta el porqué de tanto panegírico, pues no ve en ella sino un batiburrillo de citas y arreglos que, de puro manidos, no son otra cosa que un foco de aburrimiento cuando no una boutade francamente obscena. Espectáculo ya visto sobre una España que, de harto conocida, deviene bufa, befa y mofa, cuando no esperpento con pretensiones. A mi modo de ver, se ha querido dar una imagen de lo español que conecta con un mito todavía dominante: el inventado por los viajeros románticos que vieron en suelo hispano la viva encarnación de sus leyendas y fantasías. De ahí —así lo pienso— el éxito obtenido entre el público francés, entre otros. En lugar de una serie de escenas que se pretenden «originales» mejor habría sido —como siempre nos lo ha recordado Juan Goytisolo— «luchar sin piedad contra el mito, contra todo lo que envejece y se convierte en mito, contra toda información histórica y cultural que se pega a la piel del hombre, y lo entorpece, lo petrifica, lo falsifica».2

Una posibilidad perdida que bien merece una revisión de ciertos planteamientos que no hacen sino ampliar el campo visual de antiguas miradas muy poco o nada esclarecidas.

¿Error, equivocación?

«Que, en castellano, ‘equivocación’ y ‘error’ sean sinónimos da mucho que pensar», dejó escrito Julio Cerón.3

Notas

1 Paz, O. (1969). Poesía en movimiento. México: Siglo XXI Editores, Segunda edición, p. 5.
2 Goytisolo, J. (1979). España y los españoles. Barcelona: Editorial Lumen, p. 7.
3 Cerón, J. (1978). Albaceas de Cerón (auténticos), Dos libros en uno. Condom, p. 89.