La cuenta atrás para el fin de la mascarilla ya se ha iniciado. En muchos lugares del planeta ya existe fecha para dejar de utilizarlas obligatoriamente, para empezar, en espacios abiertos bien ventilados y donde las personas podemos mantener cierta distancia, conveniente aún. La contención del coronavirus y las enfermedades que provoca cada vez va mejor. Los datos de esta «buena nueva» hay que tomárselos con cautela, pero son, sin duda, esperanzadores. El buen ritmo de vacunación y la caída significativa de los contagios de COVID-19 llaman a un optimismo que haremos bien en relativizar.
La pandemia que nos viene azotando desde hace cerca de año y medio tiene, como tal, los días contados. No pasará mucho tiempo hasta que la veamos convertida en epidemias de distinta magnitud, desparramadas por aquellos lugares con peores recursos para su tratamiento y prevención. De hecho, ya lo estamos viendo, el virus ya devasta a las naciones más pobres en una proporción que es terrorífica, pero fácil de imaginar; basta que multipliquen por diez o por cien los efectos de enfermedad y muerte que el coronavirus causó en su ciudad, especialmente si viven en la orilla del mundo que acapara los recursos sanitarios y las vacunas; que es el mismo que se consume con el consumo.
El fin de la mascarilla obligatoria tiene fecha. Ahora que están leyendo este artículo, probablemente ya no la estén utilizando en casa o por la calle, aunque aún deban llevarla en el bolsillo para cuando necesiten entrar en el interior de un lugar concurrido. La mascarilla ha formado parte de nuestra cotidianidad durante largos meses y todavía lo continuará siendo. Y, como todo aquello que ha formado parte importante en nuestras vidas, experimentaremos sensaciones contradictorias al desprendernos de ellas.
El síndrome de la cara vacía
La mascarilla ha salvado miles, tal vez millones de vidas. Su eficacia ante las diminutas gotitas de flügger que expulsamos al toser, al estornudar o sencillamente al hablar, transmisoras de la enfermedad si provienen de alguien contagiado, es incuestionable. No perderé un segundo en desmentir a los hacedores de bulos contrarios a su uso, basta con comprender que la importancia de la mascarilla es que nos protege a todos; es decir, funciona como un modo de prevención colectiva que, en consecuencia, nos protege individualmente a cada uno de nosotros.
Pero, la mascarilla también ha sido una frontera opaca para todas las expresiones faciales que tanto nos dicen sobre las emociones y los estados de ánimo de quien tenemos delante. Nos hemos tenido que acostumbrar a la dificultad de regular las interacciones sociales y el refuerzo de nuestros receptores que conlleva el uso continuado de una mascarilla; es decir, nos niega la otredad, nos limita la posibilidad de encontrarnos a nosotros mismos desde una perspectiva ajena. La aparición de sensaciones de extrañeza y vulnerabilidad de nuestra imagen como consecuencias de llevar media cara tapada, se ha venido a definir como un síndrome de cara vacía.
El término, acuñado por el psicólogo, José Antonio Galiani, cabe dejarlo claro, no atiende a un concepto psicológico real, no presenta un tipo de sintomatología concreta, ni supone diagnóstico nosológico alguno. Sin embargo, no ver el rostro completo de las personas, por cercanas que sean o conocidas que las tengamos, contribuye disminuir habilidades sociales y a complicar la gestión de las emociones. Los humanos nos regimos por emociones, algunas de ellas son nucleares como la alegría, el miedo, la ira o la sorpresa, el miedo o el asco. La codificación facial de estas emociones innatas, pero también de otras tantas (quedarnos solo en las emociones básicas sería tan limitado como pintar con los colores primarios sin posibilidad de mezclar), es específica y universal; todo el mundo las expresa de manera tan similar que las hace inconfundibles a la mirada.
Es simplemente impresionante cómo las personas mueven sus músculos faciales de la misma manera para expresar idénticas emociones y sentimientos, al menos dentro de la misma cultura. Creo que me entenderán si les digo que la expresión facial es algo así como el lenguaje del alma. La expresión de nuestro rostro transmite lo que ocurre en nuestro mundo interior sin que podamos hacer mucho por evitar que tanto nuestras alegrías, como nuestras pesadumbres y contradicciones nos salten a la cara.
La parte de la cara que queda cubierta por la mascarilla: boca, mejillas, la punta de la nariz, reduce notablemente lo que nos puede transmitir la persona que tenemos enfrente. Afortunadamente, a la vista nos quedan los músculos orbiculares de los ojos y los movimientos de la piel de la frente que se expresan a partir del cruce de las miradas.
En un tiempo hecho de miradas
Ya conocemos el refrán: «El amor es un secreto que los ojos no saben guardar». Y es que la comunicación no verbal puede llegar a ser casi más importante que la verbal. Las expresiones gestuales, los movimientos y posturas corporales pueden transmitir infinidad de mensajes. De entre todos los gestos, es la mirada la que más íntimamente se relaciona con nuestros estados de ánimo.
Es tan evidente lo que llega a transmitir una mirada que muchas veces tememos que a través de ellos se nos note el nerviosismo, las expectativas, la vergüenza. Un acto reflejo muy frecuente es el de retirar la mirada cuando ocultamos algo; una mirada que no nos retroalimenta o nos evita reduce la credibilidad. La desviación de la mirada o la «ceguera» emocional, en el sentido de la negación, se traduce en la cosificación o desalienación de uno mismo, de lo subjetivo o lo singular.
De la misma manera, la frecuencia de la mirada suele ser otro indicador del interés o grado de sinceridad que nos despierta alguien o algo. Las pupilas se dilatan ante algo interesante que no podemos controlar, parpadeamos más veces por minuto cuando estamos en una situación de incertidumbre, cuando algo nos produce mayor nivel de ansiedad.
Durante muchos de los meses en el que la pandemia de coronavirus nos tenía contra las cuerdas, lo único cierto era lo incierto. Tras el confinamiento, nos adentramos en un mundo de gente embozada con la que manteníamos distancia y con la que resultaba difícil interaccionar, relacionarnos; al cruzarnos con cualquiera, o al detenernos un instante a dos metros de alguien conocido, resulta muy difícil que nuestras neuronas espejo nos devuelvan información sobre la otra persona al faltarnos tanta información del rostro.
Tal incertidumbre ha provocado ciertas consecuencias cognitivas relacionadas con las expectativas y la percepción de los sentimientos de personas cercanas y la frustración producto del aislamiento social, así como consecuencias conductuales que nos han llevado aumentar las relaciones que se mantienen únicamente de forma virtual, donde, el lenguaje facial al descubierto nos permite mirar, escudriñar gestos, observar muecas, lo que nos proporciona mayor seguridad.
La mirada es la comunicación más transparente, absuelta de subterfugios. Mirar no es cualquier cosa, implica reconocimiento y sostenimiento. A través de la mirada podemos percibir qué tan conectados emocionalmente estamos con otros. Desde la mirada se dicen cosas. En los momentos más dramáticos de la pandemia, cuando no contagiarse era cosa de suerte, cuando la muerte podía acechar a cualquiera de nuestros seres de edad más queridos, al filo de las mascarillas nuestras miradas expresaban algo difícil de esconder: el miedo.
Se está acercando un día feliz
La felicidad, ya saben, son momentos. Pensar en la felicidad como algo permanente y duradero es una falacia que raya en el desequilibrio emocional. Que podamos prescindir de las mascarillas es una buena noticia. Como individuos con creencias arraigadas de sentirnos libres y con poder de decisión, la libertad de elección de dejar de llevar la mascarilla o de continuar utilizándola a voluntad, nos devuelve a un mundo conocido y seguro, repleto de gestos, muecas y posturas al alcance de una mirada más sensitiva.
No sé lo que supondrá para ustedes, pero para muchas personas dejar atrás mascarillas (y espero que más pronto que tarde, sin menoscabo del sentido del sentido común y la responsabilidad, distancia social y otras medidas restrictivas de nuestra libertad que hasta ahora nos protegían) será, no me cabe duda, un momento feliz.
No se trata de que, con el decaimiento de la obligatoriedad del uso de la mascarilla en zonas abiertas, echemos las campanas al vuelo y abandonemos la prudencia tras la experiencia traumática que hemos experimentado (hay quien más y hay quien menos) con la pandemia de SARS-CoV-2. La Organización Mundial de la Salud (OMS) nos recuerda que, hasta que el número de infecciones, hospitalizaciones y muertes ya no sean considerados una emergencia sanitaria, el coronavirus seguirá siendo un problema del que hay que continuar ocupándose durante los próximos años.
Pero, mientras llega esa realidad deseada del fin de la enfermedad, de los miedos al contagio y de la angustia emocional de la incertidumbre, conviene desplegar nuestros mejores recursos psicológicos para alcanzar un equilibrio, una estabilidad que nos permita vivir con lo que queda de este virus, con sus secuelas, con sus pronósticos y, a la vez, volver a algún tipo de normalidad. Volver a mirarnos a la cara, encontrarnos nuevamente con los ademanes respiratorios y las sonrisas, la precepción del gusto, la esperanza de los besos y el augurio de la complicidad gestual nos va a cambiar el ánimo y la vida. Atrás quedará la metonimia de la mirada embozada en tiempos de coronavirus.