La maldad puede disfrazarse de virtud, mas la virtud no lleva máscara.
(W. Shakespeare, «Macbeth»)
No hay espacio humano que no incluya alguna forma de máscara: religión, magia, vida cotidiana... todo presupone algún tipo de enmascaramiento que media entre lo real exterior a uno y nuestra intimidad.
Empecemos por la palabra. Deriva del árabe más-hará, que se relaciona con el término sahir o burlador. La máscara, ocultando una cara verdadera, se burla de lo real. Se burla, pero también se defiende. Porque siempre la máscara sale al ruedo para defender a su portador de los avatares de lo real. Más-hará a su vez se mezcló con la antigua e incierta raíz europea maska: «bruja». También se la relaciona con el longobardo maska expresando «red» o «velo» como antifaz. Un posible origen céltico hace derivar maska de la raíz «mask-» como «tiznado», que sería de donde viene maska como bruja, significando: «la tiznada». De esta maska deriva «mascota» como «prostituta» (la que enmascara al amor) y, desde el provenzal moderno, como «amuleto», trasladado luego a las mascotas: nuestras máscaras totémicas. «Mascarar» significa, entonces, «tiznar», donde el tizne es la máscara de las brujas que se tiznaban en sus tenebrosos servicios, y como red, cualquier veladura, sea de novia o de viuda... Semejante enredo etimológico refiere al mundo que el hombre organiza como red de convenciones sociales que, enmascarándolo, generan cierta patología: lo íntimo intima a lo público a la unidad, produciendo conflictos.
Sostenía Ortega y Gasset que las herramientas de control social nacen de mantener el balance entre los deseos interiores y las exigencias sociales. El summum del conflicto es el Estado como máscara del individuo. Racismos, etnocentrismos, odios inconfesables e inentendibles, rabias desenfrenadas, todo parece moderarse y hacerse socialmente aceptable ante el decorado convencional, ficcional, de la máscara. Y que Eva y Adán se escondieran de la mirada de Dios en Edén, fue un primer enmascaramiento de este tipo. En la etiología de esta máscara «de los árboles del huerto» (la naturaleza como primera máscara), está el antecedente directo de un Dios que enmascara un espíritu tras un cuerpo para que el espíritu encontrara límite y defensa en la forma y en la materialidad: darle al hambre del hombre una fruta imposible, sirvió para que el hombre sea deseo. Es la culminación del proceso de degradación amorosa de la divinidad creadora, quien abandonara su espiritualidad no inmaterial y autosatisfecha, para “decaer” hacia esa materia deseante de nada, tras la que se esconde el hombre. El hombre como máscara de Dios. Máscara viva, racional y donde nuestra psicología es nuestra nueva máscara.
¿Qué busca Dios en estos ocultamientos? Quizás que el rostro verdadero de su hijo reemplace su máscara y pueda ser el rostro puro («...perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto». Mateo, 5:48) y que ese nuevo rostro cree nuevas máscaras desde otros barros... tal como un padre se enmascara en el hijo, también de barro y como su padre, mortal... pero con la chance de ser un rostro verdadero tras la máscara de un nuevo Adán y una nueva Eva... repitiendo el ciclo desde y hacia la eternidad: el tiempo enmascara lo eterno.
Y la máscara puede ser un desafío social o divinal, como la máscara orgiástica de los cultos de hoy en el carnaval: nadie es, tras ella, nadie en especial: se es siempre otro. La máscara no pide identificarse con nada o nadie: es todo ocultamiento. Es un yo universal que encubre en anonimato indefinible, a quien sigue siendo, detrás, él mismo. Ser uno y otro al mismo tiempo: el enmascarado que oculta su naturaleza (también tras los árboles del huerto), pero donde reafirma su ego, defendido por lo que «está frente a la vista»: el prosops griego, máscara y prosopopeya que lo asiste para que el ego siga protegido.
Es atrayente la correlación entre «persona», «personaje» y «máscara». Se ha querido ver en el término persona una derivación de per sonare o sea, «para resonar» en relación con la máscara teatral griega que buscaba, a través de una abertura bucal, el abocinamiento de la voz lo que permitía llegar hasta las gradas más alejadas del teatro (cosa que romanos copiaron y perfeccionaron). Sin embargo, el término llega de los etruscos: Phersu el dios infernal enmascarado, teatralizando en su danza macabra la vía al Inframundo.
En la máscara teatral griega, el orificio bucal debía ser pequeño para que no se vean los labios moviéndose. Con el tiempo se acentuaron los rasgos de comedia o tragedia por diseño, pinturas y pelucas para que las personas/personajes puedan ser identificadas desde lejos. En todo esto, hay un hecho evidente: el teatro es, de por sí, un enmascaramiento de la realidad. El teatro es una falsedad buscada: el Theatrum mundo: la vida como teatro y el hombre como actor en Platón (Leyes, Filebo) o en Horacio: Vitae mimus. Es un falseamiento de lo real que indaga la experiencia personal recreada universalmente, aunque cada ego verá sus contenidos re/presentados en el escenario del mundo... cosa que promueve su independencia respecto de lo real... y he aquí el origen religioso del hecho teatral. Por un lado, tenemos toda la conocida constelación de supersticiones que acompaña al ambiente teatral como cara exterior del rito dramático: rito, ruta o camino como términos interrelacionados que conllevan la dramatización religiosa y mágica: la búsqueda de efectos a partir de causas actuadas. Representación que enmascara lo exterior, buscando conseguir frente a la cara exterior, el cambio del mundo. La máscara para uso mágico, propiedad que aparece en todas las artes: la música enmascara al silencio; la plástica a lo impreciso y la poética al caos... y a sí misma... porque ¿qué es una metáfora o cualquier logro poético, sino un enmascaramiento de las palabras que enmascaran, a su vez, nuestro silencio?
Supo decirme un maestro de mi juventud: «El amor nos mejora siempre... por lo menos consigue que nos bañemos más seguido y hablemos menos...». El amor presupone la máscara: vive de y en ella. Está hecha con la madera de los árboles del huerto... y desde que las palabras madera, madre y materia se entrelazan etimológicamente, la madre que en su vientre enmascara al hijo es también el bosque que, con su materia, enmascara a los recién creados materialmente y que pare genitalmente castrados: con su sexualidad enmascarada tras hojas de parra o higuera. Visto esto como un freudiano enmascaramiento de lo sexual, la inversa asoma rápidamente. Por empezar, sexo y amor, al no ser excluyentes sino entrelazados, pueden ser vistos en el encuentro sexual como un enfrentamiento de máscaras. Ahí aparece el beso en la boca, quizás y en el fondo, poniendo la verdad del rostro amado como una antimáscara redentora. A diferencia de la carátula griega, que fungía como portavoz de una realidad trascendente (el libreto, la gran guía: el guion), la presencia del amado es una nueva máscara que buscamos no por su voz sino por su silencio, mordiendo y comiendo en el beso la voz del otro. En él, y con el vacío de nuestra boca, devoramos el vacío de la otra... y por supuesto, cuanto más nos llenamos de nada y vacío, con más hambre nos quedamos. Con dos bocas que callan para besar, se logra desenmascarar la fragilidad y necesidad de cada uno de los amantes: es en el beso amante donde estamos obligados a quitarnos las máscaras y sincerar nuestra frágil hambre de ser... como era antes de tener que enmascararnos en el huerto: el sexo tiene la gran virtud de desenmascarar la inocencia.
La máscara consigue sus efectos mágicos en su portador, pero no por transformación sino por liberación. El ego, al sentirse protegido, puede expresarse en sus aspectos más benévolos o malévolos. El ladrón nos abrazará fraternalmente para robarnos el dinero y el amante se lavará para seducirnos. La máscara libera nuestros estados larvales. La larva romana: aquellos oscuros monstruos que enmascaran deseos reprimidos y que pueden expresarse libre y diabólicamente en los cultos orgiásticos o en los personajes religiosos y teatrales agolpados tras la máscara y que la traspasan. Todo un microcosmos de horrores orientados hacia ella, y que, a su través, se exorcizan hacia la sociedad. Puede así —la sociedad— pagar la culpa de cada confesor diabólico portador de su respectiva máscara... por eso el cura católico se encierra tras la máscara del confesionario, donde una esterilla enmascara ambos lados de la falta. Al mismo tiempo, el pecador enmascarado sabe que es él mismo el objetivo central de la representación: él lleva su cruz, la santiguación y la carátula trágica y doliente por delante. Él es el rey sol, cuya máscara irradia luz espiritual, filtrando la oscuridad de la materia mortal tras el perdón de la máscara.
También la máscara cumplía esta función en las antiguas fiestas chinas del teatro Nō japonés, celebrando el nuevo año y la renovación más allá del miedo a la muerte, recuperando —en el hemisferio Norte— el sol que parecía perderse tras la máscara del horizonte. Las máscaras son, entonces, catárticas en un sentido mágico y religioso. Y también trabajan el tiempo: el anciano se enmascara tras la memoria y el joven busca su primer bozo facial para «hacerse hombre». Este trabajo con el tiempo está presente en las máscaras funerarias: traducen la eternidad al lenguaje del tiempo entre los mortales. Es esconder la cara del muerto, muchas veces reteniendo el hálito del cadáver, no dejando que su último aliento (el espiritual) escapase, negándoselo al mundo «real» (y enfermo y dudoso) de los vivos. Entre los chinos cumplía esta misma función: la de atrapar el huen del muerto —la máscara colocada antes de la tablilla funeraria— para que su espíritu no errara sin rumbo por la Tierra, atormentando a los vivos. La máscara le da así, fin a lo eterno. Esta manipulación del tiempo por la máscara permite, en diversas culturas, establecer la cosmicidad de los ritos primigenios y divinales, repitiendo ritos de estacionalidad en las danzas procesionales de mascaradas. Aún hoy y en muchas formas del carnaval, se siguen estos rituales de marchas enmascaradas, como en el corso: el «curso» del mal diabólico socialmente legitimado. La marcha, la carrera (course, en francés) de los corsarios, es la carrera de naves no militares que podían dar caza a buques enemigos con el beneplácito —tras la máscara— del rey... naves cazadoras con sus respectivos mascarones de proa, encubriendo el pecado de la gula propia y real. Esta circulación que reaparece en la marcha danzante enmascarada, evocando los procesos naturales de origen y organización del universo y la sociedad. Y no solo los recuerdan, sino que, efectivamente, los repiten, remedan y constituyen, expresando la actualidad y permanente reactivación de lo mágico en lo real. Todos bailan con sus máscaras decorando, enmascarando, la gravedad de nuestro propio caminar de muertos que aún viven con la falsa levitación fantasmal del salto, el giro y la contorsión.
También es máscara la ética, que se emplaza replicando una cosmogénesis extendida sobre lo humano. Las máscaras que danzan, marchan o se emplazan en sitiales destacados, definiendo nuestro andar, constituyen cosmogonías en acción que regeneran tiempo y espacio abstrayendo al enmascarado —y a la comunidad enmascarada tras ellos— de todo síntoma de degradación ética de lo histórico temporal. No obstante, el enmascaramiento colectivo no solo es diacrónico —discurriendo por el eje temporal de la marcha espacial—, sino que es también sincrónico con el enmascarado: afirmando su lugar moral en el universo ve su vida, su muerte, su cubierta ética de bien y mal, inscrita en la obra teatral cósmica que les da sentido.
Pero alguna vez hay que abandonar las bambalinas del mundo y entrar al escenario de la máscara en sí...
En su bidimensionalidad —el espesor de la máscara es virtual—, la máscara encara al rito de iniciación, como inauguración de la máscara simbólica, poética, por sobre la máscara vulgar, psicológica, prosaica. El enmascaramiento masónico iniciático es un claro ejemplo que encarna al «momento cero» de la creación del genio humano instruyendo a los hombres y orientando la atención de los profanos hacia su enmascaramiento de misterios, silencios y rituales, como origen de un orden superior que, de últimas, enmascara a Dios. Así, la máscara funge como agente para reglar el curso de las energías espirituales que circulan sin control por el mundo, tanto más peligrosas cuanto que son invisibles: la máscara las vuelve visibles y en su efigie las atrapa y controla: el paso del enmascarado en su ritual libera a la sociedad de sus larvas.
La máscara trabaja sobre diversidad de formas y potencias (la invisibilidad da ese derecho), pero conlleva el peligro de que el protector enmascarado se convierta en esclavo de la fuerza que pretendía gobernar. La máscara previene del peligro y es peligrosa: libera y encarcela. Dios prepara a quienes verán su faz desenmascarada, y esa preparación consiste en enmascarar —proteger— al vidente, profeta o revelador con espiritualidad divina. En este sentido, la máscara es un hechizo cristalizado que armoniza al capturador del espíritu con lo que tiene de cautivo del espíritu. En psicoterapia se ayuda al paciente a arrancar las sucesivas máscaras de su persona y dejarlo en presencia de una realidad más profunda... en todo caso, para que descubra que en lo más profundo de él yace una máscara final que, muy probablemente, no encubra nada... o quizás esconda lo divino que dejamos en Edén. Como sea, cuando el cristianismo trajo la idea del sacrificio personal para la liberación y dejar atrás el sacrificio de animales, trajo también el objetivo del psicoanálisis: abandonar aquellas máscaras de violencia, de víctimas, de fanáticos o pacifistas que nos acorralan y tiranizan y dejar atrás las conductas impropias, fatigantes y estériles que cancelan nuestra capacidad de libertad, sabiendo quiénes somos, o mejor aún, sabiendo quiénes no somos. No más sacrificios de animales: aquí abrevan mitos indios y chinos del león, el dragón y el ogro pidiendo al creador víctimas para devorar, y que oyen que él responde como el Mesías cristiano: «alimentaos de vosotros mismos». No somos más que apariencia, deseo, apetito que no se puede saciar jamás: somos una cara fija, obsesa, con ojos que no ven y una boca que ni come ni habla... existimos, en la máscara, siendo ídolos. Somos el conocimiento que enmascara la ignorancia... aquella ignorancia que había desenmascarado Sócrates. Salimos de entre los árboles de Edén con hojas que enmascaraban lo que éramos, pero para lo que no estábamos aún preparados: ser seres de amor y seres de virtud... virtud sin máscara.
Alguna vez, en el principio, la divinidad nos puso la máscara de la existencia para que lidiemos contra molinos de viento. Fuimos valientes Quijanos que se pusieron la máscara de Quijotes ingenuos y virtuosos, pero con un barniz de locura de la que solo la muerte y su promesa podrían liberarnos. ¿Llegará la Verdadera Luz que reclamaba Goethe a nuestros ojos para no necesitar de otro albor? ¿Será que existe la chance para nuestros rostros de ser vistos sin la oscuridad de las máscaras, tal como Dios nos ve? ¿Serán algún día nuestra biología y nuestra psicología reconocidas como solo metáforas, solo espíritus de un poema aún no identificado como tal? Las máscaras son una voz que grita nuestro silencio liminal: el silencio y la oscuridad de un yo oscilando al borde de la nada sin atreverse a hablar... y sin permitirse brillar. La palabra enmascarando, destilando, redimiendo todos nuestros silencios interiores... silencios que gritan sus palabras, y palabras que emergen dichas —dichosas— al través de la máscara y, en esencia, como formas del silencio, callando las palabras que decimos y diciendo los silencios que callamos.