Hace algunos años, digamos una década y media atrás, se perfilaban ya los teléfonos celulares como un elemento que había llegado para cambiar la cotidianeidad de gran parte de la humanidad. Hoy, 2021, con el agregado de una pandemia que obligó a confinamientos y cuarentenas a nivel planetario, la cultura del uso de esos aparatos se disparó en forma absolutamente exponencial. En este momento, la era digital —de la que su nave insignia es la telefonía móvil— parece ya plenamente instalada y con miras a perpetuarse. El mundo, en forma creciente, hace uso de lo virtual («Virtual: Que tiene existencia aparente y no real», según el Diccionario de la Lengua Española).
Sin que se haya buscado directamente, la pandemia de COVID-19 obligó a un uso sostenido de lo digital. Trabajo, estudio, comercio, actividades sociales y un complejo etcétera fueron cambiando en su modalidad. Lo presencial, no en todos los casos, pero sí en muy numerosos, fue cediendo su lugar a esto que ahora se popularizó y llamamos «virtualidad». Es decir: se hace todo a través de una pantalla.
«Lo real supera a lo virtual», se ha dicho. Habrá que estudiar muy concienzudamente qué significa eso. ¿En qué sentido lo «supera»? Son cosas distintas, sin ningún lugar a dudas; tienen estatutos ontológicos diferentes, inciden diversamente en lo humano. De hecho, el ser humano es el único ser vivo que puede hacer uso de una realidad virtual. Y puede hacer uso de ella de muy distintas maneras: placenteramente, aterrorizándose, facilitándose la vida cotidiana. Pero para muchas personas, complicándosela o, incluso, empobreciéndola.
El uso de los teléfonos celulares (o móviles), ahora en su versión de «inteligentes», donde lo primordial ya no es la comunicación oral a distancia (tal como nació con el italiano Antonio Meucci en 1854, formalmente patentado como «teléfono» por Graham Bell en 1876, a quien erróneamente se le tiene por padre de la telefonía), está revolucionando el día a día. Esos aparatos, entre otras cosas, también permiten llamadas de voz a distancia, pero lo fundamental no es eso, sino la interminable cantidad de otras funciones que logran (una computadora, sin más, con todas sus características y, además: grabadora de voz, cámara fotográfica y de video, GPS, escanear, tomar la presión, detectar metales, servir como nivel, etc.)
Definitivamente, desde hace algunas décadas, a nivel global, se asiste a una revolución comunicacional. Esto ha cambiado en muy buena medida la forma de relacionamiento humano. La presencialidad en muchas actividades va variando. Ahora hay formas de vida impensables décadas atrás, desde un sexo virtual a intervenciones quirúrgicas en línea, desde operaciones bursátiles en lugares remotos del planeta instantáneas a educación sin maestro de carne y hueso. Los campos de aplicación de estas nuevas tecnologías —y en consecuencia del uso de los smartphones— son enormes, interminables. Todo esto ¿trae beneficios para las grandes mayorías, o no?
Es ahí, entonces, donde comienza el debate: toda esta revolución cultural del uso de los teléfonos celulares, ¿es buena o es mala? Así planteado, de esa forma maniquea, la discusión no tiene sentido. Como en todo complejo fenómeno humano, hay siempre un intrincado entrecruzamiento de variantes, de facetas, de posibilidades abiertas. Ninguna aproximación puede ser completa: la botella de un litro de capacidad conteniendo solo medio litro está, al mismo tiempo, medio llena o medio vacía, según quien la considere. Así sucede con esto de la telefonía móvil.
Es más que evidente que el uso continuo de estos nuevos ingenios tecnológicos ha venido a modificar nuestra cotidianeidad. Hoy por hoy dejaron de ser un lujo, y una amplísima cantidad de población dispone de algún equipo, en muchos casos, con acceso a Internet. En estos momentos se considera que hay más de ocho millones de teléfonos en el planeta, es decir que cubren a un 103% de la población, con un promedio de 1.53 aparatos por persona. Es sabido que el dato puede ser engañoso, porque mucha gente dispone de dos teléfonos, y en las zonas más empobrecidas mucha gente no tiene acceso a ninguno. Pero es un hecho que la telefonía inteligente está esparcida universalmente, desde las más recónditas aldeas hasta las megaciudades más desarrolladas. Es sabido también que la fascinación que producen estos nuevos «espejos de colores» no tiene límites, pues no falta quien deja de comer o de pagar un servicio para comprarse su smartphone a la moda.
El siglo XX estuvo marcado por la entrada triunfal de la televisión. En muchos hogares de escasos recursos con una mala dieta, había, sin embargo, un televisor. Ese medio de comunicación vino a cambiar la historia: pasó a ser una nueva deidad intocable. Sus «verdades» se convirtieron en el fundamento mismo de la opinión pública. La población —en países ricos y pobres, en todas las clases sociales, hombres y mujeres— la adoró. El promedio de tiempo diario sentado frente a una pantalla de televisión rondó las tres horas. Algo similar, pero potenciado, está pasando con las actuales redes sociales a las que se accede con un teléfono celular inteligente. En este momento se estima que un sujeto término medio puede estar consultando su móvil cinco horas diarias promedio para mirar su pantalla.
El siglo XXI fue más allá de la televisión. La cultura de la imagen, de la virtualidad, está apabullando en forma aplastante a la presencialidad. Si la opinión pública durante el siglo pasado estuvo moldeada y dominada por los medios masivos de comunicación, en especial la televisión, la actualidad nos muestra un dominio cada vez más total de lo que se ha dado en llamar redes sociales. La relativa facilidad de tener hoy un teléfono móvil con acceso a Internet ha potenciado esa tendencia en forma exponencial. Los obligados encierros que trajo la pandemia de COVID-19 llevaron eso a alturas estratosféricas. Pero hay una diferencia con lo acontecido en el siglo XX: allí había una dirección vertical de quién manejaba los mensajes —las empresas productoras, usinas ideológico-culturales de las clases dominantes— para mantener adormecidas a las grandes masas. Las redes sociales actuales abren otros escenarios: aquí se vale todo, y la sensación —muy engañosa, por cierto— es de absoluta libertad. Decir lo que cada quien quiera sin prácticamente controles no es libertad en sentido estricto; pero esa es la falacia en juego. Valga aclarar rápidamente que todo lo que circula en esas redes está rigurosamente observado, clasificado y aprovechado por grandes poderes (Estados nacionales, enormes megaempresas comerciales). Si con la televisión no había ninguna libertad, con estas nuevas modalidades comunicacionales, más allá de la ilusión en juego, no ha cambiado nada en lo sustancial, aunque podamos subir «lo que uno quiera» a la nube.
Sin entrar en profundidad en ese necesario, imprescindible debate, queremos ahora simplemente indicar que hay allí una temática que nos plantea preguntas impostergables. Se dice que «estar todo el día conectados al celular» nos «desconecta del otro real». ¿Es cierto? ¿En qué sentido «nos desconecta»? Aparecen así, como mínimo, dos tendencias en la lectura del fenómeno: una de ellas mostrando lo pernicioso en juego en toda esta nueva cultura. De ese modo, puede llegar a decirse que estamos haciendo un «mal uso» de estos adminículos, por lo que debe encausarse un «uso correcto» de ellos. No falta quien pide, incluso, legislaciones al respecto, controles estrictos. «Tener libre acceso a la pornografía es una aberración», se dice. «Se está creando una generación de tontos». Obviamente eso abre la discusión. La interrogante está en ¿cómo decidir lo «correcto» aquí?
No hay dudas que existen groseras exageraciones en el empleo de estos recursos: hay gente que murió por tomarse una selfi, por mencionar algunas de las atrocidades a que la actual parafernalia puede dar lugar. Y en las redes sociales puede encontrarse la más completa colección de banalidades para todos los gustos. ¿Qué aporta mostrar con una foto lo que vamos a comer?, por ejemplo. Pero, ¿por qué no hacerlo? Sin dudas esto requiere forzosamente un debate. ¿Se pueden pasar mensajes revolucionarios gracias a las redes sociales? ¿Se puede luchar contra el racismo o contra el patriarcado utilizando estas tecnologías? ¿Por qué no? Ahora bien: si se afirma que nos torna más «tontos» esta cultura centrada en el celular, ¿con qué criterio certero puede afirmarse eso? Estupidez humana ha habido siempre, y seguramente seguirá habiéndola (debiendo precisarse primero qué es esa «estupidez»). Podría afirmarse que la facilidad de acceso a las redes sociales simplemente permite visibilizarla más. Es como la homosexualidad: siempre existió. Ahora simplemente se ve más, se tolera más.
Junto con el uso fabuloso que estamos haciendo de este nuevo recurso tecnológico, considerándolo críticamente se llega a decir que el apego a las redes sociales, al menos en muchos casos, ya constituye una psicopatología. «Adicción al Internet», «adicción a las redes sociales», «dependencia enfermiza», ya se acuñaron como términos que marcan estas conductas. No falta quien las considera un «vicio», equiparándolas con el alcoholismo o la toxicomanía. Ahora bien: ¿eso es enfermizo? ¿Cuándo comienza a ser patológico y cuando hay un «uso normal»? En un grupo focal con jóvenes de ambos sexos de entre 17 y 24 años se preguntó si cuando estaban haciendo el amor, recibirían una llamada de su teléfono celular, y más de la mitad contestó que sí. Para gente que no se considera nativa digital, eso es incomprensible. ¿Dónde está lo «mórbido»? Un «viejo» utiliza el espejo para mirarse, un joven nativo digital se mira en el teléfono. ¿Cuál de ellos está en lo correcto?
No hay dudas que estamos ante un verdadero cambio civilizatorio, de profundidad aún desconocida. La invención de la rueda, la agricultura, el manejo de los metales, la navegación a vela, la máquina de vapor, la electricidad, son momentos que marcan la historia humana. Otro tanto sucede con la aparición del Internet y la cultura virtual que va abriendo. Se reemplaza la realidad por una imagen. Ello, sin dudas, abre interrogantes. Estamos ante algo que no es poca cosa: no es una moda pasajera, un elemento aleatorio, un electrodoméstico más, que amén de facilitarnos el día a día —una licuadora, un horno a microondas— no cambia nuestra forma de estar en la vida. Esta cultura de la virtualidad, llegada para quedarse, altera sin retorno la cotidianeidad, nuestras relaciones interhumanas, nuestra relación con el mundo. En otros términos: nuestra relación con la verdad. De ahí que se puede llegar a hablar —noción que impone un muy profundo debate que supera grandemente este mediocre opúsculo— de posverdad. ¿La vida pasa a ser lo que muestra una pantalla? ¿Quién lo muestra entonces? ¿La humanidad está atrapada en esto? ¿Es o no un beneficio todo esto?
Esto lleva a pensar en el mundo que se está construyendo. Es cierto que hay generaciones, los llamados «nativos digitales», que van conociendo cada vez más una realidad dada crecientemente por lo virtual. «¿Qué significa un pulgar para arriba?», pregunta un viejo a una joven: «Like», responde la muchacha (por supuesto, tiene que ser en inglés, aunque se trate de un país con otra lengua). ¿Qué significa eso? Que la realidad está mediatizada/construida/significada por esta malla simbólica que ofrecen las pantallas. Y lo que ofrecen es un menú previamente preparado por ciertos grupos, los que dominan todo. De ahí que sea un mito que el Internet sea libre. En relación a la posverdad arriba aludida, se abre la inquietante pregunta sobre quién «construye» esas verdades. Hoy día, en las redes sociales ya no se sabe en absoluto qué es qué, qué cosa es una noticia falsa o no. De hecho, los centros de poder destinan ingentes esfuerzos a falsificar informaciones, datos y percepciones a través de esos «ejércitos modernos» que son los net centers. Lo que consumimos en cantidades industriales en las pantallas de los smartphones, ¿quién lo pone ahí y para qué?
Para graficar esa confusa Torre de Babel a que está dando lugar esta nueva cultura, ya impuesta hoy sin posibilidad de marcha atrás, este simpático ejemplo: en una ocasión apareció un relato en un blog, punzante denuncia escrita con un nombre ficticio: Abunda Lagula, y eso provocó un increíble desconcierto. ¿Ya no sabemos qué es cierto y qué no? Pareciera que el holograma va superando a la materialidad. ¿Qué significa entonces aquello, dicho más arriba, respecto a que lo real supera a lo virtual?
Lo que inaugura esta tecnología da para todo. No está claro —imposible decirlo— qué futuro habrá de generar. A quien dice que todo esto nos adormece, podría respondérsele que las actuales movilizaciones que vemos en el mundo están convocadas, en muy buena medida, por vía de smartphones. Pero no hay que dejar de considerar que el panóptico global sabe todo de nosotros y nos controla, también, a través de estas vías. En la República Popular China sirvió para detener la pandemia, mientras que, al mismo tiempo, se monta la popular plataforma para videos Tik Tok (propiedad de la empresa china ByteDance), red adalid de la superficialidad. Con un teléfono celular en la mano y conexión a Internet se puede acceder a todo el conocimiento universal, hacer una tesis doctoral, pasar proclamas revolucionarias, encontrar solución a muchas penurias, buscar pareja afectiva, visitar cualquier lugar del mundo, tener sexo, o también «perder el tiempo». Aunque… ¿quién pone el criterio para decir que se pierde tiempo? ¿Con qué opción nos quedamos?
Insistamos: hay aquí un debate de proporciones gigantescas. Quedarse con la idea que ahora vamos hacia un mundo de «tontos adormecidos» es, como mínimo, muy pobre. Quienes crean estas tecnologías (desarrollos científico-técnicos fabulosos que, hoy por hoy, solo muy pocos países pueden tener) no parecen muy tontos; y los poderes que se valen de ellas —para hacer negocio o para control social— tampoco lo parecen. No hay dudas de que se está produciendo un gran cambio en la dimensión cultural para la humanidad, en la forma en que establecemos nuestra civilización. Unos años atrás, ¿quién remotamente hubiera pensado interrumpir un coito para atender el teléfono? ¿Son más «tontos» quienes ahora lo hacen? Hay una transformación profunda en juego, que no está claro hacia dónde nos llevará. La estructura de base, apoyada en la explotación de una clase social sobre otra, no ha cambiado. El sujeto humano en cuestión —producto de una historia subjetiva y social que no domina, que en todo caso nos domina— sigue siendo el mismo, transido por los miedos, por el terror a la finitud, con un malestar intrínseco a su especie que no desaparece nunca (aunque se llene de oropeles, espejitos de colores y ya estemos pensando en viajar a Júpiter). Está por verse si esta herramienta, igual que la conquista del fuego en su momento, o la domesticación de animales —para mencionar algunos hitos de la historia— contribuye a un cambio significativo. Si levanta tantas olas —«todo esto nos embrutece» o «es una revolución tecnológica que nos facilita la vida»— es porque estamos ante algo muy grande. ¿Servirá para mantener las injusticias, inequidades y atrocidades humanas, o podrá contribuir a liberarnos de ellas?